Excesos de información
Alguna vez, o varias veces, he hablado maravillas sobre el hábito del chisme en esta misma columna. No me voy a poner a buscar qué dije, repetirse ya es suficientemente lastimoso como para encima autocitarse, así que nomás pondré aquí lo que recuerdo, o lo que sigo pensando, o lo que más me importa: fundamentalmente, que el chisme es entendido como vulgar por gente que cree que estar mezclado en la vida de los demás es poco elegante, que lo refinado es solo ocuparse de lo propio. Que el chisme mantiene el lazo social, y si tiene claroscuros (el famoso “pueblo chico, infierno grande”: el modo en que el qué dirán, y el miedo que a algunos les da, limita la libertad; o incluso el hecho de que las malas lenguas te pueden arruinar la vida) es porque el lazo social también los tiene. Llevar una existencia entretejida con otras es vital, y puede ser también una tortura. Lo sabe cualquiera que efectivamente lo haga, más allá de los discursos y las intelectualizaciones.
Pero esto todo lo digo, claramente, del chisme entre pares: el chisme sobre los amigos, los conocidos y los conocidos de los conocidos. Quién se casó, o mejor, quién se separó; quién se peleó con tal y entonces no fue al cumpleaños de tal; quién vino al cumpleaños de tal con una persona que no tenía que traer, quién se fue con alguien con quien nadie podía imaginar que se iba a ir, o con quien estaba cantado que se iba a ir; quién cambió de trabajo, quién se va a vivir a otro país. El chisme de los famosos es un asunto diferente. Se vincula a la cuestión del lazo social también, por supuesto, en términos de tener algo de qué hablar con cualquiera (como pasa con el fútbol, la charla sobre famosos puede cruzar clases sociales y ámbitos de todo tipo), pero incluye un componente de show, de armado de relato, algo menos espontáneo y más orientado al oficio de construir textos efectivos. En otras palabras: cualquier historia puede ser un chisme de diez minutos entre dos vecinas, pero no cualquier historia puede ser el centro de atención de millones de personas.
Desde que Internet atomizó el mundo me resultan extrañísimas las semanas en las que toda la gente que conozco está hablando de lo mismo. No era nada raro esto cuando yo era chica: todas las nenas del grado mirábamos la misma tira diaria de Cris Morena, lo que había pasado en el living de Susana Giménez o en el programa de Marcelo Tinelli lo sabíamos todos, si Luis Miguel venía a la Argentina nadie estaba hablando de otra cosa. Pero el mainstream ya no es lo que era, y entonces no puedo dejar de sorprenderme cuando un escándalo mediático logra romper todas las compuertas entre los micromundos y que todo el mundo esté hablando de la misma infidelidad, del mismo divorcio, del mismo triángulo amoroso. Muy pocas figuras consiguen eso; y me pregunto qué es lo que tienen de especial, esas figuras, o esas historias, que consiguen que por un minuto todo un país esté al vilo de la misma telenovela.
Es lógico que si te retacean la data quieras tener más. Es, en el fondo, mucho más interesante este mecanismo por el cual te dan todo, la historia completa, las capturas, la entrevista eterna plagada de detalles, y así y todo, el hartazgo no aparece
Estoy viendo Daisy Jones & The Six, una serie de Prime Video basada en una novela, que a su vez, está inspirada por la historia verdadera de la banda Fleetwood Mac. Taylor Jenkins Reid, autora de la novela, dice que lo que la llevó a escribirla fue un concierto de Fleetwood Mac en el que vio a los dos cantantes de la banda, Lindsey Buckingham y Stevie Nicks, mirándose con una tensión fabulosa. Buckingham y Nicks habían sido pareja, pero ya no lo eran, aunque siguieron cantando y cantándose canciones de amor muchos años más, y Reid se preguntó si alguna vez habrían vuelto a estar juntos después de eso; le pareció increíble pensar que jamás lo sabríamos, que nunca tendríamos la certeza de qué habría pasado entre esas dos personas cuyas letras y melodías significaban tanto para tanta gente, y decidió escribir una novela sobre esa intriga. La serie es una ficción y cambia muchos detalles, pero lo que se mantiene es la centralidad de este misterio: tiene la estructura de un falso documental en el que nadie se anima a hablar con claridad, y aunque se animaran, ninguno de los miembros de la banda parece tener toda la verdad. La audiencia, entonces, siente eso mismo que sintió Reid, esa curiosidad frustrada que te mantiene alerta durante los episodios.
Lo que pensé, mirando Daisy Jones y comparándola con la novela de Wanda Nara de la que hablaron mis amigas toda la semana (las de cincuenta y las de treinta, las de oficina y las freelancers, las ricas y las laburantes: todas sin excepción) es que Daisy Jones funciona, como los rumores de los famosos del siglo XX, a partir de la regla de lo que se muestra y lo que se oculta. Es de la época en que había que cuidarse de contar demasiado porque si no había intriga no había glamour, y sin glamour no había historia. De la misma época en que la sensualidad se trataba de entender hasta dónde mostrar para dar la sensación de que había algo más, algo a lo que no accedería cualquiera.
Quizás lo que más me interesa de cómo Wanda logra mantener la atención del público es que, igual que Kim Kardashian, lo hace sin nada de eso. Las mediáticas del siglo XXI lo logran todo con excesos, inclusive, con excesos de información. Es lógico que si te retacean la data quieras tener más. Es, en el fondo, mucho más interesante este mecanismo por el cual te dan todo, la historia completa, las capturas, la entrevista eterna plagada de detalles, y así y todo, el hartazgo no aparece. Ella no tiene que preocuparse por espaciar sus participaciones ni por guardase nada, nadie se cansa de verla. En una perspectiva tan saciada como hambrienta, Wanda lo da todo, y la gente sigue queriendo más.
TT/MF
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