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La gota que horada la piedra

Martín Rodríguez Portada

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Trabajé en el “boca de urna” en la puerta de una escuela en San Isidro en el año 1999. El jefe de policía, que representaba la caricatura de ese típico hombre bueno con la camisa haciendo fuerza por no disparar sus botones y la cara haciendo fuerza para no reírse, salió tres o cuatro veces esa tarde a compartir el mate, hasta que fue evidente que simplemente quería fisgonearnos los números. Cuando la avalancha de votos a De la Rúa se mostraba imparable y aún no sabíamos que Ruckauf iba a retener la provincia para el peronismo, se acercó y me dijo: “Si gana Fernández Meijide entrego la chapa, el arma y que gobiernen los Montoneros”. Paradoja argentina: casi seis meses después al que esa policía bonaerense se fumó en pipa fue a Aldo Rico, el intendente de San Miguel, el ex carapintada, el hombre que Ruckauf creyó que podía gobernar a la policía en una decisión de estúpida literalidad… para los duros elijo al más duro. Se lo llevaron puesto los “patas sucias” al “carapintada”. La única verdad es la realidad.

De todas las imágenes posibles de este año 2020, el día que más miedo se le tuvo a algo que no fuera el covid fue el día de la rebelión policial bonaerense. Aunque debe haber un informe de “asuntos internos” que funciona como respuesta plagada de detalles que tranquiliza con su verdad a medias, la rebelión policial prolongó dos preguntas que cruzaron el año de gobierno hasta su extremo: ¿cómo es la cadena de mandos en Argentina?, ¿y cómo es el Estado que te salva? La épica de Berni terminó donde empezaba la realidad salarial de sus subordinados. Pero el fondo de la escena es la primera pregunta. “¿A quién había que protestarle?”, parecían preguntarse los policías que alternativamente hacían pogo en la puerta de la casa del gobernador, en la puerta de la residencia de Olivos o en el comando de Berni en La Matanza. Más que una articulación foquista parecía el síntoma de un matete político: ¿dónde está el poder? ¿Quién lo tiene? ¿A quién pedir?

 

Zoom, paredón y después

 

- Mamá, ¿estás enojada?

 

- No, estoy decepcionada.

 

El clima se respira. No importa lo que se sabe. No importa lo que cuentan o callan. La relación de Cristina con Alberto siempre tendrá dos niveles que, abusivamente, llamaremos así: subjetivo y objetivo. El primero, el “factor humano”, está como más o menos todos piensan que está: frío. El segundo, el “institucional”, es el que parece más sólido. Y lo parece porque el kirchnerismo, incluso a contramarcha de quienes profetizan como realidad única su peor cara, es un movimiento institucionalista. Si hay un lugar donde el kirchnerismo está donde menos se lo espera para unos y otros, más que en el “pueblo” o en la “república” (ese juego, de espejos también, un poco gastado), es ahí: en las instituciones.

En 2008 el kirchnerismo se jugó varios meses a extremar su identidad y el “relato” en un conflicto con el campo. Se jugó y perdió. Perdió e hizo lo “inesperado”: no se fue. El kirchnerismo más tarde perdió tres elecciones desde el poder. Las de 2009, 2013 y 2015. Y no denunció “fraude”. Cuando se gana, se gana; cuando se pierde, se pierde. (No parece poco: miremos a Estados Unidos). El 10 de diciembre Macri tuvo la banda puesta. Con o sin Cristina. Incluso el kirchnerismo perdió su primera elección fuera del poder (2017), y tampoco denunció fraude.

Cambiemos hizo lo mismo. Es decir, si para una parte de la sociedad encarnaba un gobierno que ponía el Estado de derecho en su límite, cuando perdió… se fue. Y perdió, además, luego de consumar su largo camino ajustado a una sola regla desde 2005: no perder elecciones. Regla que incluía, como en 2011, no presentarse en las elecciones nacionales que podía perder, porque no se trataba de llegar “acumulando derrotas” como Lula en Brasil. Ganar. La bala dorada. Jugar lo que se puede ganar. Pero en 2019 perdió. Hizo todo para no perder (salvo gobernar bien) pero perdió. ¿Y entonces? Y entonces se fue. Se fue como se van los gobiernos: retiran los elencos, dejan lo que pueden dejar, negocian lo que pueden negociar, los pases a planta, los mangazos personales, esa política demasiado humana que revela toda transición. Pero contra el pronóstico apocalíptico de sus detractores, el macrismo se fue. El 10 de diciembre de 2019 la banda presidencial se la puso Alberto Fernández.

Muchas veces lo más intolerable para las partes de la política argentina (y para elaborar su relato, que siempre es “el relato sobre el otro”) es que ese otro en realidad es también, una institución, no idéntica, claro, pero al menos atada a esto: a no romper ciertas reglas básicas. Al menos las de la alternancia. Un institucionalismo de “mínimo denominador común”, el núcleo del átomo. No quiere decir que no haya infracciones, picardías, jugadas al límite del reglamento, ni como dijo Fierro: el “hacete amigo del juez”. Pero en Argentina el mandato de obedecer las elecciones talla fuerte, más que otros. Y con los años también las certezas democráticas (las elecciones, el enemigo último de todo ajuste) fueron cocinando cierto espíritu “contracultural” de posiciones tradicionalmente de derecha. Libertarios pendeviejos en bermudas llamando a la rebeldía fiscal contra el país pobrista. Con 37 años de democracia a esta altura es difícil pensar que el orden civil sólo cumple aquello de Foucault que dice que “la ley es la sangre prometida de las clases dominantes”. Como dijo la inmensa Juana Bignozzi: la ley tu ley.

De ahí que la media sanción de la IVE es como una marcha del golazo solitario que cumple una ley de productividad política: trascender es no ceñirse a los mandatos de la grieta. Un día en la vida de los mortales Fernando Iglesias vota lo mismo que Máximo Kirchner. Pero diez mil cosas florecen, y entonces cada una regresa a la raíz de la que vino, dice Lao Tsé. Alberto busca en sus promesas de campaña cómo construir un mejor punto de arranque para el 2021. La relación especular del kirchnerismo y el macrismo en los últimos años estuvo armada por la grieta. Y ya se sabe quiénes pierden con la grieta: el kirchnerismo las elecciones y la sociedad con lo que no se cambia. Alberto Fernández vino a romper eso, o a torcerlo un poco. La media sanción de la IVE –votada mayoritariamente por el Frente de Todos, primero, y por la UCR después– y la promesa de las vacunas le pueden devolver un horizonte. El 10 de diciembre (en ese todos los días juntos) fue además el día de los trabajadores sociales. Noble profesión de una fe laica: ampliar la frontera del Estado. Nuestros otros acuerdos. La mesa contra el hambre, que también estuvo en el horizonte de la campaña, sentó a los mejores argentinos y argentinas vivos (esas “instituciones” como el obispo Gustavo Carrara) con figuras mediáticas que le pusieron al impulso un estribo masivo. Pero el Estado no puede tener el tiempo que le dura un entusiasmo a Tinelli. Los entusiasmos o son leyes o políticas, o no son.

Y este apego institucional que garantiza bastante la unidad del Frente de Todos, esta comunicación oficial hecha de cartas, de gestos micro-leídos, de gramática de frío/calor, de chismes a ver qué tuiteó quién, qué faveó aquel, esta novela palaciega llamada “me clavó el visto”, las almas desgarradas por las dos rayitas azules, este funcionamiento híper equilibrado del gobierno donde el clima imperante parece hacernos decir que “no está el horno para bollos” pero que “la unidad no se mancha”, tiene otro costo invisible: el del desgaste, la gota que horada la piedra, la lista de cosas trabadas, el pliego de X, el Esquema de Gas que demoró meses en salir, el expediente que no gira en la rueda, y así. La sociedad puede estar más o menos pendiente, pero lo respira. Es un golpe al estado de ánimo. Alberto, como dijo Soriano de Alfonsín, ya tiene el alma en la cara.

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