Ideal del Yo
El psicoanálisis desconfía de los ideales. Porque en nombre de estos se justifican las más diversas acciones. ¿Qué no se puede hacer con un buen propósito? Sin embargo, los ideales mienten sobre el goce que los alienta.
En su artículo sobre narcisismo, Sigmund Freud dijo que el ideal impone un punto de vista para que el Yo sea vea a sí mismo como bondadoso y digno de amor. Por esto mismo enfatizó que el ideal del Yo es el principal agente de la represión psíquica.
En su seminario sobre los conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan sostuvo que de un análisis se espera la “máxima distancia” entre el ideal y el goce. El padre que pega a un hijo diciéndole que es por su bien, se esconde –para sí mismo– la satisfacción que le produce golpear.
Los ideales son encubridores. Se presentan con un brillo irresistible, convencen a las mayorías, pero ocultan su fundamento pulsional. Podría ilustrar esta dinámica con la obra de una artista que se llama Luciana Rondolini.
Hace unos años, recuerdo haber visto una serie de objetos que ella confeccionaba y que se exhibieron en diferentes ocasiones. Se trataba de diversas frutas que tenían varios apliques y engarces que las hacían aparentar como piedras preciosas.
Cuando uno las veía en el primer día de la muestra, eran realmente piezas encantadoras. Ahora bien, imagínese el lector lo que ocurría con el paso del tiempo; cuando pasadas varias semanas la fruta comenzaba a pudrirse…
Con los días, sobre las obras sobrevolaban moscas, había olor a podrido, lo que brillaba no era oro sin plástico decrépito. Los ideales, con el tiempo, son eso: desechos. Por eso es poco frecuente que alguien que se haya analizado confíe en los discursos que se motorizan con la idea de Bien. Arruinan a quienes los encarnan.
Podrían mencionarse distintas circunstancias y ejemplos históricos para ilustrar cómo líderes revolucionarios traicionaron los movimientos que los impulsaron y, con los años, se aburguesaron. En la literatura no son pocos los casos de escritores que militan causas de moda y temas de agenda con los que se ganan premios. Luego, son olvidados.
En una entrevista reciente, Constanza Michelson dijo: “Me interesan los que se creen buenos, pero aman la destrucción del otro”. De este modo, la psicoanalista chilena cargó las tintas contras los idealistas de nuestra época.
Sin embargo, no me interesa llevar la cuestión hacia el escenario social. Si la cuestión me importa es por su alcance en la clínica cotidiana. ¿Cuántas veces alguien que se dedica a una profesión loable, le pide a su familia que espere mientras él se ocupa de lo importante? Es un perfil de nuestra sociedad el hombre que se apaña en su trabajo para que no se reclame nada (“Yo que me rompo por ustedes”).
Tengo un amigo médico que siempre se levanta de la mesa cuando suena su teléfono. La urgencia de sus pacientes le permite interrumpir cualquier escena. ¿Quién podría decirle algo? Él desconoce el goce que lo pone en la situación de hacerse demandar y vivir con un stress masoquista. Solo dice: “El deber me llama”.
En su escrito “Kant con Sade”, Jacques Lacan mostró cómo la ética del deber tiene su base en el sacrificio sadiano. Esta idea no desestima los principios, las convicciones, los valores; al contrario, lo que más se espera del análisis es que alguien tenga una posición, pero no una que sea precipitada o ingenua.
Porque hasta en la queja por el goce hay un goce.
LL/MF
0