Los “escuadrones de la muerte” del Ejército de Colombia: un eco negro de las dictaduras del Cono Sur
La masacre durante la toma y el contraasalto del Palacio de Justicia de Bogotá, hace justo 40 años, fue la desembocadura de todas las aguas putrefactas de la violencia en Colombia. El sanguinario ataque inicial de la guerrilla del M-19, donde militaba el hoy presidente Gustavo Petro, solo queda como preludio de una sangría mucho mayor. Las Fuerzas Militares y de inteligencia se encargaron de consumar la tragedia. Las balas de los soldados, adiestrados en la fiebre anticomunista y los manuales de antiinsurgencia estadounidenses, mataron a magistrados, funcionarios y empleados inocentes.
Pero aquella suerte de esquizofrenia institucional también los arrastró a torturar. A sembrar el horror. Y escribir una de las páginas más aberrantes en la historia del país.
El plan guerrillero, similar al ejecutado por el Frente Sandinista para la Liberación nicaragüense en 1978, consistía en asaltar la sede del poder judicial como represalia por los incumplimientos de los acuerdos de cese el fuego bilateral y búsqueda de caminos hacia una paz negociada con el Gobierno del Conservador Belisario Betancur (1982-1986). Con tan solo 41 insurgentes —seis de ellos no entraron en el recinto— el escuadrón del M-19 inició a las 11:40 de la mañana de aquel 6 de noviembre la toma del monumental edificio de piedra amarillenta en pleno corazón político de Bogotá.
Solo dos guerrilleros saldrían con vida tras un drama que duró 28 horas e incluyó el desembarco de fuerzas especiales en la azotea, uso de explosivos y hasta un tanque de guerra para derribar la entrada principal.
Fueron 95 muertos y 11 desaparecidos. Aquella jornada desnudó una historia de barbarie mayor cuyas piezas aún se hallan dispersas. Algunas de ellas en informes de organizaciones de derechos humanos, testimonios de exagentes o investigaciones de la estatal Comisión de la Verdad.
Con todo, aún no existe un trabajo que condense toda aquella conducta que, a lo largo de los '80 y '90, funcionó como un pilar en la lucha antiguerrilla. Con la misma lógica y crueldad de las dictaduras del Cono Sur, pero en un país que ha vivido una historia democrática casi continua, oficiales de inteligencia dejaron una estela de violaciones de los derechos humanos contra simpatizantes de izquierda.
Todo vale contra el “enemigo interno”
Los investigadores del tribunal transicional para el conflicto interno, la Justicia Especial para la Paz (JEP), se hallan en el entuerto de conectar los puntos. Más de uno se confiesa impactado por la cantidad de pruebas que han emergido en los últimos meses. Cada vez queda más claro que, por ejemplo, dentro del mismo marco del Palacio de Justicia, algunos de los miles de víctimas del partido de izquierdas Unión Patriótica (UP) fueron presa de las operaciones de la misma compañía del disuelto batallón Charry Solano, al norte de Bogotá, donde posiblemente fue torturada la guerrillera del M-19 Irma Franco, tal vez el mejor documentado caso de desaparición forzada en los hechos de noviembre de 1985.
Todo apunta que la guerra sucia que se ha tratado de presentar desde sectores políticos como una reacción violenta orquestada por sanguinarios paramilitares, terratenientes de ultraderecha y algunos efectivos aislados de la fuerza pública, fue en realidad un plan cuyo asidero se gestó en el corazón mismo de la estructura de los servicios de espionaje y contraespionaje del Estado.
Lo que hizo la inteligencia militar en Colombia [...] es una labor criminal del tipo de los Escuadrones de la Muerte en Guatemala y El Salvador
La magistrada Catalina Díaz, de la sala de reconocimiento de verdad y responsabilidad de la JEP, aseguró a elDiario.es que hasta ahora no se había investigado “a fondo” el papel de estos aparatos en los crímenes contra la UP. “Hay nueva evidencia, por ejemplo, de que hubo un seguimiento sistemático contra la Unión Patriótica y que la inteligencia militar incluso pudo estar detrás de la estigmatización y construcción de un relato peyorativo para legitimar su accionar”.
El ya mencionado batallón Charry Solano, que en 1986 se convirtió en la Brigada XX, acumula 35 denuncias de tortura, 51 de ejecuciones sumarias y 73 de desapariciones forzadas. Un grupo de organizaciones de derechos humanos ha entregado, desde 2020, pruebas con hechos ocurridos, presuntamente, entre 1977 y 1998. Uno de aquellos denunciantes, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, ha sufrido más de 30 años de persecución, acoso y actos ilegales por parte del Ejército. Por ello, en 2024, la Corte Interamericana de Derechos Humanos solicitó al Estado colombiano responder por violaciones contra sus miembros, ligados a la izquierda política, y sus familias.
Una fuente judicial que pide mantener su nombre oculto, resume: “Lo que hizo la inteligencia militar en Colombia entre los años 1978 y 1989, más o menos, es una labor criminal del tipo de los Escuadrones de la Muerte en Guatemala y El Salvador. Es el mismo modelo, bajo la premisa de que el enemigo interno comunista era susceptible del ejercicio de la violencia. Legal o ilegal”.
Los políticos maquillaron la verdad
A medida que se conocen más casos, donde los nombres de algunos generales o coroneles se repiten, y las piezas van dando forma al rompecabezas, la sociedad colombiana empieza a cuestionar más la conducta militar. Jorge Cardona, reportero y exeditor del diario El Espectador, regresa sobre el caso del Palacio de Justicia: “La postura de la clase política, con las excepciones de siempre, fue rodear a las Fuerzas Armadas. Una de las primeras voces institucionales disidentes fue la Procuraduría, que denunció en 1986 al presidente Belisario Betancur y manifestó que hubo exceso de la fuerza y desconocimiento del derecho internacional humanitario”.
La Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, sin embargo, absolvió al presidente Conservador siete meses después de los hechos. Para Cardona, la “vía política fue decorando la impunidad”. Helena Urán Bidegaín es hija de Carlos Horacio, magistrado muerto durante la retoma del Palacio de Justicia. Ella ha dedicado una parte importante de sus 50 años a entender los hechos: “Parte de los expedientes relacionados con las masacres y las torturas del Estatuto de Seguridad, implementado por el presidente [Julio César] Turbay [1978-1982], se quemaron en el Palacio de Justicia. Todo quedó suspendido. Y la construcción del relato que se ha hecho desde sectores del poder es acomodaticia y solo exalta sus actuaciones, así hayan sido indignas”, dijo a elDiario.es.
Otra investigadora que pide no ser identificada, trae a colación las declaraciones televisadas del coronel retirado Alfonso Plazas Vega, absuelto en 2015 de responsabilidad en dos casos de desaparición forzada, y quien fue una de las cabezas visibles en el asalto de recuperación de la sede judicial en 1985. Mientras el humo y las llamas carbonizaban el edificio, el militar vociferó al ser preguntado por el objetivo: “¡Mantener la democracia, maestro!”. El alcance de su labor, sin embargo, aún deja grandes interrogantes. Porque en Colombia, argumenta la misma fuente, se han normalizado los desmanes de una operación castrense sanguinaria: “Como si en Colombia existiera la pena de muerte”.
El silencio de cientos de víctimas que sufrieron en algún momento aberraciones confirma que el país aún navega la superficie de una etapa negra. “Hay dos momentos. Desde finales de los años 70, los militares mezclan el secuestro, la tortura, y, en menor medida, los homicidios, en instalaciones militares, como el Cantón Norte y el Charry Solano en Bogotá. Hoy la evidencia apunta a que, en algún momento de la segunda mitad de los 80, dejan de hacerlo en los cuarteles porque ya era problemático y se aceleran los asesinatos extrajudiciales en otros contextos. Se ha establecido que los soldados tiraban los cadáveres en zonas de las afueras de Bogotá como Funza, Choachí o el Tequendama”, asegura un investigador.
Algo cambió el 6 de noviembre de 1985
Para el antropólogo David Marín, autor de Pérdida en el fuego (Planeta) —una reconstrucción minuciosa de la “masacre olvidada” del Palacio—, algunos grupos de poder tradicional entendieron, aquella especie de noche de los cuchillos largos del 6 de noviembre de 1985, que habían perdido el control de las cosas. O, cuando menos, que la batalla contra los insurgentes había descarrilado. Se sumaron nuevos y sanguinarios actores potenciados por el narco. Y los métodos de terror se emplearon con más ímpetu que en décadas anteriores.
El marco conceptual se sustentó en los manuales de inteligencia y contrainteligencia inspirados en el adoctrinamiento de la Escuela de las Américas en los años 60. Y el decreto presidencial de 1978 ya citado, que perseguía los mismos objetivos de la Operación Cóndor dirigida desde Washington, aportó el andamiaje legal necesario. En esencia, se trataba de eliminar los focos de oposición mediante un calco de algunas de las brutales actividades de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) durante la dictadura de Pinochet en Chile, o de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) bajo la dictadura de Videla en Argentina.
Esas puertas cimentaron las facultades de “exterminio de facto” para las Fuerzas Armadas colombianas, según escribe Marín en el epílogo de su libro. La represión oficial contra “todo lo que oliera a comunismo” derivó en la multiplicación de las retenciones arbitrarias, los seguimientos y perfilamientos de estudiantes, sindicalistas o maestros: “Se sistematizaron las torturas. Se arrojaba gente a los ríos, a los parques, a las cunetas de las carreteras menos transitadas, a los humedales... Esos eran los que aparecían. De otros no se tiene el menor rastro”, escribe el antropólogo.
La barbarie tras un telón democrático
Entre quienes murieron en el Palacio de Justicia había 11 magistrados de la Corte Suprema. Varios de los mejores juristas de una generación cuya edad promedio no superaba los 60 años. Entre ellos, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, de 53 años. Falleció, según los nuevos hallazgos de la investigación de Marín, víctima de una ráfaga de metralla del Ejército colombiano durante la recaptura del Palacio. Pero a lo largo de estas últimas cuatro décadas, en Colombia todavía no se ha publicado un trabajo global concluyente. O una investigación periodística o histórica que sintetice con claridad los resortes más amplios de un capítulo cuya mayor singularidad es que se desenvolvió en un contexto democrático.
Eduardo Carreño, miembro fundador del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, plantea un problema de fondo: “El terror en Colombia aún es muy complicado. Por eso a las víctimas de esa época les cuesta hablar. Las estructuras criminales de aquel entonces cambiaron de nombre, se convirtieron en otros organismos, desmontaron el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad), pero la violencia y ciertos delitos continúan y aún no sabemos con claridad quiénes han sido los responsables de esos casos”.
Algunos de esos episodios más recientes son los de los asesinatos de jóvenes pobres que el Ejército presentó como guerrilleros durante las Administraciones de Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018). O la Operación Orión (2002), a cargo de la Cuarta Brigada del Ejército y la Policía contra las milicias urbanas de las FARC en los barrios bravos de Medellín. Allí las organizaciones de Derechos Humanos han calculado que se produjeron 300 desapariciones forzadas.
La violencia y ciertos delitos continúan y aún no sabemos con claridad quiénes han sido los responsables
La comparación con las dictaduras de Chile o Argentina se queda corta. En esos países, donde a lo largo del siglo XX hubo procesos políticos de corte socialista que sí avanzaron, la respuesta fue suprimirlos mediante dictaduras militares. En Colombia nunca ocurrió nada similar. Quizás por ello, a las fuentes consultadas aún les cuesta configurar un relato más completo donde, tras el telón de solidez institucional, el mismo Ministerio de Defensa apeló a métodos tan sanguinarios en la trastienda.
Algunos de los jueces más tozudos que murieron en el Palacio ya lo venían advirtiendo. En junio de 1985, un juez del Consejo de Estado implicó al Gobierno de Julio César Turbay y a dos generales en la tortura de la médica Olga López Jaramillo y su hija de cinco años en 1979.
El fallo concluyó que el Ejecutivo empleó métodos irracionales, inhumanos y proscritos por todas las convenciones de derechos humanos. La sección tercera del tribunal responsable del dictamen judicial, alojado en el mismo inmueble que cinco meses más tarde sería devorado por los proyectiles y las llamas, empezó a recibir amenazas de forma reiterada. Algunas de ellas estaban dirigidas con nombre propio contra jueces que investigaban por entonces casos de torturas ejecutadas, según se sospechaba, por parte de algunas unidades del Ejército colombiano.
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