La vida, eso que pasa

Una mujer está en pareja con un hombre y, en cierta ocasión, decide encontrarse con otro hombre. Lleva un tiempo escribiéndose con este, dándole curso a una fantasía en la que no cree ciegamente. Se analizó lo suficiente como para saber que ella es la causa de aquello con lo que se ilusiona.
Por lo tanto, se encuentra con este hombre y, mientras está con él, deja que la fantasía que la acompañó durante tanto tiempo, se desinfle progresivamente. Pasan la noche juntos y, como en una novela de Milan Kundera, ella lo saluda amorosamente con la seguridad de que ya no lo volverá a ver.
¿Se podría decir que ella es infiel? Depende quién lo diga. ¿Podría decirse que traicionó a su pareja? Sí, pero no es un psicoanalista quien deba hacer esa valoración. A este sí le va a importar el acto psíquico que ella realiza cuando toma una decisión para desprenderse de una fantasía.
Luego de esa decisión, ella regresa al vínculo con su pareja y se siente radiante. Ya no piensa en el otro hombre, sino en el que tiene a su lado, al que ama, del que nunca está del todo segura cómo distanciarse para no quedar fijada en el rol que representa en la relación que tienen. Lo ama, pero también se siente asfixiada.
En otra época, algunas mujeres miraban telenovelas –en las que galanes seducían a mujeres– para suplementar el aburrimiento en la relación con sus maridos. Sería trivial decir que ese aburrimiento proviene de la institución matrimonial. Hoy el matrimonio está en crisis y no por eso muchas mujeres en pareja dejan de buscar una telenovela en la realidad.
Desde un punto de vista moral, se trata de un acto inadecuado. El psicoanálisis apunta a pensar la necesidad de la ficción como sostén de la vida erótica, necesidad que no surge de la crisis del amor, de que la pareja no está bien, de que pase algo más o menos malo que venga a explicarla.
La moral precisa que lo que no nos gusta pase por algo malo y que, al final, el bien le gane al mal. Muchas orientaciones psicoterapéuticas, al final, son moralistas. Proponen vías y estrategias para que ciertas cosas no pasen, con un ideal de armonía que no se corrobora en la práctica o que solo se conseguía a través de la represión.
Pensemos en otra situación, la de un hombre que está en pareja con una mujer, de la que no quiere separarse, pero con la que siente que no puede ser él mismo. La sola idea de que la relación pueda terminar, que él dude, le produce una angustia incontenible y que solo resuelve adaptándose más al vínculo.
Cada tanto piensa en tener algo con otra mujer, pero en su caso la fantasía va junto con el miedo a reemplazar a su pareja. Se detiene. Al mismo tiempo, no puede evitar resentirse al pensar que con ella es imposible hablar de algo de esto y que este es un problema con el que va a tener que lidiar por sí mismo. Parafraseando a Chesterton, para ponerse de acuerdo dos personas tienen que fingir ser tontas.
Su mayor problema es que él no puede ser otro en la relación, como tampoco puede que ella sea otra para él. Ella no puede representar otra instancia que la de una demanda que una y otra vez lo pone en un lugar de proveedor que, a él, le resulta insoportable. La odia, pero con un odio que refuerza el amor.
¿Habría que decirle que su relación no funciona? ¿Proponerle una terapia de pareja? Es una posibilidad, pero como a cualquiera se le puede decir que su relación no funciona. Si mal no recuerdo era Marx quien decía que solo hay dos estructuras que funcionan a partir de no funcionar: el capitalismo y el matrimonio.
Una de las dificultades de nuestra época es que cuesta mucho escuchar una historia y no juzgar; entender que el desarrollo es complejo, que los actos no van en la línea de una suerte de resolución límpida. Cuanto más escuchamos a alguien en el transcurso de un análisis, nos damos cuenta de que nada de lo que le pasa está en la vía de llegar a una conclusión más o menos definitiva o de resolver un problema.
Aunque parezca una nimiedad, lo cierto es que las personas viven. Y sus actos son una vía de conocerse y desarrollarse a partir de sus vidas. Muchos de esos actos les parecen hasta incomprensibles, incluso paradójicos. La acción humana no está basada en una deliberación racional. Entonces, ¿por qué tantos modelos psicoterapéuticos piden al ser humano que sepa qué quiere y piense –sobre todo piense– qué va a hacer?
No me refiero a ninguna escuela teórica en particular. Y lo mismo que critico se puede leer en el marco de la orientación que defiendo, la del psicoanálisis. Es como si se hubiera perdido la lucidez para atender a la dimensión extraña del humano en su conducta. Hoy todo se trata de saber, entender, comprender; ya no hay lugar para el enigma y la contradicción.
Alguien llega a la consulta y plantea que hace algo que no sabe por qué lo hace. ¿Qué nos hace creer que, con nosotros, lo va a saber? ¿De qué le serviría? ¿Desde cuándo lo propio de la psicoterapia es la explicación? Así es que tenemos a un montón de personas que saben, piensan, entienden, pero no viven, no les pasa nada, solo incrementan una autoobservación que es un sacrificio al servicio del superyó.
La vida es eso que pasa mientras nos evaluamos, pensamos de qué lado estamos, cuál es modo correcto de tomar pequeñas decisiones que, al final, no tomamos. Nuestras vidas ya casi no tienen el desarrollo lento y progresivo de vivencias incomprensibles que solo se van a entender con el tiempo.
Nuestras vidas ya no tienen la densidad de una novela, así como las novelas cada vez tienen menos páginas y son apenas la descripción mínima de un episodio sin anagnórisis.
LL/MF
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