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SOY GORDA (ESEGÉ)

Alta en el cielo

Edificio Bencich

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Es cierto que hay zonas porteñas cuya superficie área más próxima a la Tierra está atravesada por cables lisos o enredados, de los que cuelgan pares de zapatillas y en los que se posan los loros y las palomas. Pero si la mirada logra eludir el tendido plástico y las aves, los ojos penetran el firmamento, un horizonte infinito con el que es dable soñar utopías, cambios.

Desear es echar en falta una estrella, el sentimiento de dorada ausencia, la búsqueda en lo alto de algo que ilumine el corazón de la gente, que posibilite un acercamiento a otras dimensiones donde la vida resulte mejor para todos. Como se despliega en su versión más coloquial la teoría de las dimensiones paralelas, conocida como multiverso y un derivado de la física cuántica, la teoría de cuerdas y la de la inflación cósmica: hay múltiples universos que coexisten con el nuestro, aunque no podamos verlos ni interactuar. Esas cosmogonías pueden ser inspiradoras de nuestro imaginario transformador y un impulso creativo de nuestra praxis.

También hay cielos que pueden tener ángeles, como ocurre con la ficción filmada El cielo sobre Berlín del realizador Wim Wenders, que se estrenó en la Argentina como Las alas del deseo. Se trató de una declaración de amor por la humanidad, en la que los personajes de Bruno Ganz y Otto Sander observaban la vida mundana, en especial la que transcurría en la capital alemana. No podían cambiar la vida de la gente ni darse a conocer, aunque sí reponerle las ganas de vivir e intentar reconfortarla cuando sentía dolor. Era tal el deseo de esos seres alados por formar parte de la mortalidad, que uno de ellos sacrificaba su eternidad.

Todo esto pensé cuando subí al edificio Bencich, en Roque Sáenz Peña 615, durante una visita cuyas anfitrionas fueron Ana y Verónica Groch, fascinadas por la magia oculta de las construcciones antiguas.

Con las luces de la ciudad como testigos observé desde el cielo la esquina de Florida y Diagonal, de la mano de actores que jugaban al ajedrez y nos condujeron por escaleras que evocaban al artista holandés Maurits Cornelis Escher, maestro de las figuras imposibles y las ilusiones ópticas.

El Bencich es una obra ecléctica que diseñó el francés Eduardo Le Monnier y fue erigida en 1927. Allí se emplaza una de las cuatrocientas cúpulas de Buenos Aires, esas bóvedas en forma de media esfera que interrumpen el paisaje del cielo y nos acercan al anhelo estelar.

Intuí que ese viaje por las costuras del espacio y del tiempo me llevaría más allá de una experiencia estética; las cúpulas me transportaron a las creencias religiosas, ya que ante la mirada volvieron a unir lo que parecía separado. Construidas con frecuencia para representar el cielo, se decoraban y estilizaban en consecuencia. Su forma circular representaba la eternidad, mientras que el vértice, que a menudo es el punto más alto del edificio, apunta al techo del mundo.

El esplendor de las cúpulas en Buenos Aires tuvo lugar entre fines del siglo Diecinueve y principios del Veinte. Eran entonces el elemento que se utilizaba para marcar las esquinas y el signo del progreso de la burguesía, ya que se utilizaban como ornamento de valor para las construcciones. Los propietarios de edificios ubicados en mitad de cuadra y los dueños de hoteles no querían ser menos que sus vecinos de modo que proliferaron por toda la ciudad.

Las bóvedas no responden a un estilo determinado: el árabe, el español y el ruso, se mezclan con el art noveau, de moda en Europa a principios del siglo pasado.

Mientras caminaba asombrada, subiendo escaleras y abordando superficies con paredes curvas, recordé la poesía vertical de Roberto Juárroz. El poeta de Coronel Dorrego escribía para conectar lo secular con la magnitud celestial, continente de una pluralidad fantástica.

Decía: Así como no podemos sostener mucho tiempo una mirada, tampoco podemos sostener mucho tiempo la alegría, la espiral del amor, la gratuidad del pensamiento, la tierra en suspensión del cántico. No podemos ni siquiera sostener mucho tiempo las proporciones del silencio cuando algo lo visita. Y menos todavía cuando nada lo visita. El hombre no puede sostener mucho tiempo al hombre, ni tampoco a lo que no es el hombre. Y sin embargo puede soportar el peso inexorable de lo que no existe.

Como ocurre con los libros y las películas, el avistaje en las alturas nos transporta a sensaciones ausentes en la vida cotidiana, una panorámica celeste que no tiene otro límite que el horizonte. A ras del suelo no son más de cinco kilómetros, pero a la altura de esa corola arquitectónica los confines se desplazan.

Claro que cuando nos alejamos de la Tierra, pueden aparecer el vértigo y la falta de oxígeno, así como el uso de celulares nos concentra en la pantalla y se pierde la visión hacia adelante.

La utopía está en el horizonte, decía Eduardo Galeano que decía Fernando Birri. Me acerco dos pasos, ella se aleja. Camino dos pasos y el horizonte se aleja dos pasos más. ¿Para que sirve la utopía? Sirve para caminar.

La cúpula también es el domo, es decir el dominio propio, la casa que habitamos que, a su vez, puede ser el cuerpo. Desde allí construimos nuestros placeres y miedos, nuestros quereres y disgustos. Cupular no tiene la misma raíz que copular, aunque sin duda son dos infinitivos.

La última ascensión cupular fue en el Palacio Raggio, de Vicente López, en la zona norte de Buenos Aires y la próxima visita es al icónico edificio La London, hoy, al caer el sol. Yo conozco ese lugar donde revientan las estrellas…

LH/MF

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