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PANORAMA DE LAS AMÉRICAS

La importancia de llamarse bipartisano, del Plata al Potomac

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Cuando en noviembre de 1999 el Frente Amplio perdió en el balotaje las penúltimas elecciones presidenciales, Jorge Battle estaba íntimamente convencido de que iba a ganar y Tabaré Vázquez estaba íntimamente convencido de que no tenía por qué perder. El candidato del Partido Colorado, descendiente de una centenaria familia tutora de la clase dirigente uruguaya, conocía de memoria al Partido Blanco, su feroz rival más que secular. El candidato blanco Luis Lacalle, ex presidente y padre del actual presidente, había salido tercero: quedaba fuera de la segunda vuelta pero en la primera había cosechado casi un cuarto del total de los votos emitidos en octubre.

Nada se dijo en público -no era necesario-, más se dijo en privado –era innecesario-: sin que nadie lo reconociese, y sin que ningún colorado pidiera a sus adversarios históricos que lo  reconociesen, un caudal suficiente de votos blancos secretos aportó la gruesa diferencia crítica que hizo presidente a quien nunca había temido no llegar a serlo. En las áreas rurales, sobre todo, que son territorio blanco, los encuestados habían respondido con ultrajado repudio a la pregunta de si consideraban dar su voto a los colorados en el balotaje para salvar al país del Frente Amplio. Proveyeron a Battle de un fuerte mandato y creyeron que, al fortalecer al Partido Colorado para que derrotara cómoda y tempranamente al Frente Amplio, la fuerza arribista había sido desalojada del ring del pugilato protagónico.

Tras el acierto de esta calculada resurrección lateral después de la muerte en primera vuelta, el Partido Blanco podía verse, sin que la vanidad desfigurara su percepción, como el atroz redentor del malherido bipartidismo de los padres fundadores Rivera y Oribe que sólo habían interrumpido las dictaduras, y que proseguía, incólumes sus premisas, su personal y sus supuestos,  cuando los militares devolvían a la justicia electoral las urnas bien guardadas y convocaban a elecciones. Las virtudes del sistema de dos grandes partidos nacionales para el ejercicio responsable y sustentable de la democracia electoral más moderna en el interior de un Estado cuyos burócratas eran técnicos con carreras que no respondían ni a la política ni al sindicato, eran recitadas con un entusiasmo cívico sin desfallecimientos encendido por el fuego de una ventaja inmencionable e insustituible: la de asegurarles a los dos grandes el monopolio de una alternancia que reduciría drásticamente sus turnos con la entrada de una tercera fuerza comparable a las dos históricas en el menú de ofertas electorales para la ciudadanía.

El mero existir de esta ventaja básica determinante hace que veamos a esa militancia que canta la virtuosa letanía bipartisana bajo unas las luces que no son sólo las de su desinterés.  Los blancos creían haberse salvado al salvar un statu quo de 170 años de intransigente, excluyente pero plácido bipartidismo. No podían saberlo, y habrían preferido ignorarlo, pero el bipartidismo blanco / colorado ya estaba muerto cuando creían haberle restablecido la salud con su sacrificio secreto. Si hay algo peor en una elección que la victoria de tu adversario, entonces ese adversario ya había dejado de ser tu rival (en ese lugar ya hay otro), y se ha convertido en un no incivilizado pero anodino socio.

Las elecciones de 2004, finalmente, le dieron la presidencia al FA. En esas presidenciales el Partido Blanco había sido el contendiente en un balotaje que no fue entonces disputado entre oficialismo (colorado) y oposición, sino entre dos fuerzas opositoras que habían dejado al gobierno en el papel de observador de una elección a la que tenía gestionar y fiscalizar. A partir de entonces, un nuevo bipartidismo, con izquierdas y derechas más nítidas como polos, ordenó las presidenciales uruguayas, que pelearían ahora frenteamplistas y blancos, y serían ellos los que alternarían en el poder. Si el expresidente Julio María Sanguinetti es recibido como un intelectual esclarecido, demandado en las pantallas y micrófonos y tarimas iberoamericanas, los colorados, en Uruguay, lo hacen responsable de la jibarización del que fue el partido más grande y el que más duró en el poder. A esos colorados ni Sanguinetti les replica que la revancha partidaria parece interesarlos mucho más que la bondad del equilibrio bipartidista vigente, en el que hay un cambio de contenido pero no de estructura: el Frente Amplio está donde estuvo el Partido Colorado.

En las presidenciales de Ecuador del domingo 7,  como en las orientales de 2004, ya desde la inscripción de las candidaturas se sabía que no se daría el primer supuesto más intelectualmente descansado de bipartidismo, que es la alternancia y rivalidad entre un oficialismo que hoy no quiere pasar a la oposición y una oposición que cuanto antes, que mañana quiere ser oficialismo. Ni el presidente ni su espacio político presentaron candidaturas presidenciales. Pero tampoco se dio de manera limpia y contundente, a partir del recuento de los votos de la primera vuelta electoral, un supuesto de bipartidismo emergente entre dos mayorías relativas que libraran una guerra total la un contra la otra en su campañas. Porque el recuento terminó en un empate técnico entre el segundo y el tercer candidato más votados, y en una  guerra a matar o morir luchan el indígena Yaku Pérez y el banquero Guillermo Lasso por ganarse el lugar de rival del correista Andrés Arauz en el balotaje del 11 de abril. Nadie más interesado en que el diferendo del recuento se dirima a plena satisfacción de las partes que Arauz, que no puede ocultar que quiere y que cree que es Lasso quien en primera vuelta se ha ganado el lugar de segunda mayoría popular. Por detrás está ‘el bipartidismo que todos necesitamos’, porque en la campaña sería fácil, práctico y útil movilizarse sobre la contraposición binaria socialismo-neoliberalismo.

Es difícil anticipar un desenlace fluido y consensuado al pleito del empate catastrófico.  Ha habido un dato en los números de la primera vuelta que muchos analistas insistieron en que es anecdótico -palabra con la que quieren decir que es inútil y representativo de nada-. Como Venezuela, antes de la crisis dela década de 1990, en Ecuador había una alternancia bipartidista entre dos partidos, uno que representaba a la democracia cristiana y otro a la socialdemocracia. Como en Colombia la oposición matriz de conservadores y liberales que obró desde el siglo XIX hasta la crisis de la década de 1990 en los fracasos del diálogo con las FARC, la pugnacidad entre estos dos partidos se planteaba en términos sociales de tradición/ modernización antes que en doctrinas políticas y económicas: planes muy similares podían ser propuestos por una y otra fuerza contrapuesta, y planes muy contrapuestos podía ser presentados por dos gabinetes sucesivos de un mismo gobierno.

Ni ductilidad ni pragmatismo son tan extremos como lo serían de toma, porque en los Andes obra en la retención de rasgos y particularidades un principio clasificador de primer orden: el territorio. Muchos partidos, y sobre todo ciertas formaciones partidarias independientes pero circunscritas antes que ser el partido de esto o aquello, son el instrumento político de acá o de allá. En el Perú que elegirá a los rivales del ballottage presidencial en la primera vuelta del 11 de abril, las fuerzas políticas menos volatilizadas en su formación y menos discontinuas en su accionar y en la integración de sus bases tienen raíz territorial, representación local o regional.

En Brasil, uno de los resultados de la mega investigación de corrupción del Lava Jato ha sido formalmente profundísimo. Desde el impeachment a Dilma Rousseff, la vida política en Brasil ya no avanza según el juego de dos grandes partidos, uno en el gobierno y otro en la oposición, que hasta entonces eran el PT y los socialdemócratas del PSDB. Si hay hoy una dinámica de masas de poder donde cada una avanza arrancando y concediendo favores a la otra, esta se da entre el Ejecutivo (y los militares) por un lado y el Congreso por el otro. No hay una adscripción partidaria común entre Jair Bolsonaro y alguna primera o segunda mayoría o primera minoría en Diputados o Senado.

Las actuales primera y segunda mayoría en las dos cámaras, que además ejercen en ellas la presidenta, corresponden al Centro -no en el sentido ideológico, porque son de derecha, sino en sentido de que la libertad de acción en cualquier sentido que se conceden no sufre de prejuicio o ataduras-. La lógica con la cual hacen campaña los diputados y senadores de estos partidos centristas, sin ser en absoluto ilegal en su funcionamiento práctica, es la contraria a la del espíritu de cualquier Constitución liberal. Los candidatos no les dicen a los electorados que los representarán y serán su voz en el Congreso, sino que serán los representantes del Congreso ante ellos, los intermediarios que tratarán de llevar los estados cualquier ganancia o provecho posible de cualquier plan federal que pase por sus manos.

También en el modelo de los modelos del bipartidismo, EEUU, hay sombras que se proyectan sobre la perpetua ejemplaridad nacional en la existencia de este sistema político. Cuando Trump fue derrotado en la elección presidencial, y se lo sometió a un segundo impeachment, era un motivo de imperecedero gorjeo demócrata las diferencias entre republicanos razonables (es decir, que parecen demócratas, a sus ojos) y desenfrenados trumpistas. La prensa demócrata daba todos los días noticias de que los republicanos se dividirían en dos partidos (no publicaban comentarios sobre el daño de esta fractura para el bipartidismo). La ironía es que la división que cada día se fue haciendo más agria está en el interior de los demócratas, entre un ala de centro derecha, la del propio presidente Joe Biden, que se parece más a los republicanos ‘demócrata’ que al ala izquierdista de su partido, cuyas arcoirisadas figuras sin embargo no han sido en modo alguno relegadas sino que han ocupado, sin mezquindad en los cupos, cargo visibles en la administración.

AGyB

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