QUÉ ESCUCHAR
Del indie rock de Animal Collective a las legendarias Variaciones Goldberg, con escalas en Los Fronterizos y Shemekia Copeland
Animal Collective. Time Skiffs. Domino Records, 2022
En el final de Mad Men, la serie que terminó su larga marcha de siete temporadas en 2015, su protagonista tiene una iluminación y, musicalmente, un atisbo de acorde vocal, acompañado del sonido de un cencerro, lo anuncia. Ese es el puente para la última escena, donde se muestra algo que, se insinúa, será su creación. Hay allí voces y cencerros y hay implicancias que tienen que ver con la historia de ese personaje pero, sobre todo, hay un mensaje teñido de humor cínico. Como él mismo ha dicho tantas veces, todo gran aviso comercial cuenta una historia. Y, qué duda cabe, hasta la experiencia mística –o su apariencia–, puede ser vendida.
Acaba de publicarse Time Skiffs, el décimo primer disco de larga duración registrado en estudio –y el primero en seis años– de Animal Collective, uno de los grupos pioneros del indie rock (rock independiente). Posiblemente se trate una de las mejores apostillas posibles a aquel final de Mad Men. Algo que se relaciona a la vez con otra gran historia, la de la “música clásica”, contada desde un costado por uno de los más importantes estudios culturales de los últimos años, Los europeos, escrito por el notable historiador Orlando Figes y publicado en español por Taurus.
El paisaje actual de ese subgénero del rock que buscó diferenciarse de lo ya domesticado agregando a esa palabra la afirmación de su independencia muestra a Rihanna incluyendo en su repertorio un tema de Tame Impala –otro de los nombres fundantes de la independencia–, Beyoncé cita “My Girls”, de Animal Collective, en “6 Inch”, incluido en su disco Lemonade y los propios Animal Collective editan uno de sus mejores discos pero, también, el más accesible y, tal vez, el menos indie. Lo que late en el fondo es una de las tensiones más antiguas –y posiblemente productivas– de la humanidad. La que existe entre el arte y la mercancía. Entre las ideas de creación y trascendencia, en un rincón, y el mercado del entretenimiento en el otro.
A mediados del siglo XIX, cuenta Figes en su último libro (y documenta, de manera implacable), los músicos que despreciaban el trabajo en los teatros de ópera, y todo lo que el mundo de la ópera significaba en cuanto a frivolidad y ligereza , comenzaron a crear sociedades y orquestas de amigos de la música (filarmónicas) para tocar música “seria”. Composiciones “profundas”. Siguiendo el modelo de “clásicos” que ya estaba instituido en París en el mercado pictórico (los clásicos eran los maestros holandeses del siglo anterior) programaron conciertos de los maestros del pasado, de los clásicos: Mozart, Haydn y Beethoven. Conciertos de “música clásica” –así los denominaron– a los que agregaban composiciones contemporáneas que conjugaran con esa idea de hondura expresiva. La misma idea –y la misma necesidad de diferenciación entre entretenimiento puro e intenciones artísticas– alimentó las polémicas entre “verdadero jazz” –aquel donde había improvisación caliente– y “jazz comercial” –supuestamente hecho a la medida de los deseos del mercado–. Y se trasladó, más adelante, al naciente rock.
Hubo un tiempo, en todo caso, en que la propia palabra “rock” alcanzaba para establecer la diferencia. Se trataba de rebeldía e inconformismo, que se traducía, musicalmente, en búsquedas de sonoridades nuevas, de formas inexploradas –por lo menos en el campo de la canción popular– y no había demasiado problema para distinguirlas de lo que a veces recibía, en la Argentina, una onomatopeya como nombre: la del ritmo excluyente de la guitarra rítmica: “chingui chingui”. Se habló, en este país, de “música progresiva” (que no era exactamente lo mismo que los británicos bautizaron prog rock) y “música complaciente”. Pero, como en el final de Mad Men –o en el crecientemente aburguesado mundo de la otrora rebelde y antimercantilista “música clásica” o en el jazz, donde Thelonious Monk podía llegar a ocupar la tapa del Time– todo acababa convirtiéndose en mercancía.
En 1975, comentando en el diario La Opinión el espectáculo Agitor Lucens V, que presentaban Arco Iris y la compañía de danza de Oscar Aráiz, Jorge H. Andrés comenzaba: “Sin que nadie lo llorara, el rock argentino se murió plácidamente de aburrimiento. Aquella corriente creativa que a fines de la década pasada se insinuaba como un movimiento popular comparable al del tango en los años 40, fue incapaz de fijarse metas estéticas y temáticas concretas y terminó diluyéndose entre el convencionalismo y la pretensión.” Y sentenciaba: “La música progresiva nacional falleció pura e ignorante como un chico. El único, inolvidable rasgo que llegó a definir fue su simpatía tierna y ruidosa. Con tiempo para crecer es probable que hubiera sido sensual, fantasiosa y con ansias de cambios profundos, pero claudicó antes, cuando había roto todos los vidrios sin lograr abrir la ventana.” Andrés, que en el 69 y el 70 había saludado calurosamente la irrupción de Manal, de Vox Dei, de Moris, Miguel Abuelo y Almendra, veía ya, apenas unos años después, los signos del agotamiento. Para él, esa chispa que distinguía al arte, esa intención de trascendencia, se había convertido rápidamente en su imitación o su involuntaria burla. Era una marca. Era mucho más popular que lo que había sido en sus comienzos. Podía ser presentada en el teatro Coliseo. Pero nada más.
Algunos de los compositores del Siglo XIX –Beethoven, Berlioz, Schumann, Wagner– buscaron hacer trascendente al más comercial de los géneros del entretenimiento de su época y compusieron óperas en contra de La Ópera. Y luego otros –Verdi, Puccini– se embarraron en las propias reglas de lo comercial para extraer de allí una profundidad inédita. Bernstein haría lo propio con la comedia musical (y no sería el único) y, más tarde, The Beatles, Bob Dylan, The Kinks, The Who, Traffic y Procol Harum y, en América Latina, Los Shakers, Almendra, Manal, Os Mutantes, Caetano, El Quinto y Totem, entre muchos otros, convirtieron un entretenimiento juvenil y esencialmente despreocupado en terreno de indagaciones poéticas y musicales. Con mejor o peor fortuna todos ellos buscaron, naturalmente, el éxito comercial. El riesgo mayor, como sucedió con The Rolling Stones, era acabar como parques temáticos de sí mismos. El menor siempre fue que la osadía estética y la sorpresa se convirtieran en enciclopedia. Que se banalizaran. Que los contraluces de Bergman acabaran en un aviso de desodorantes o las brumas de Turner en una serie de Netflix. Lo mismo sucedió, al fin y al cabo, con las vaguardias artísticas y los experimentalismos de mediados del siglo pasado. Qué podría haber hoy de más académico que el antiacademicismo de John Cage, ya repetido hasta el hartazgo.
Animal Collective fue uno de los grupos de artistas que, cuando la palabra rock ya había dejado de querer decir lo que había significado en sus comienzos, edificó la idea del indie rock. Y el juego empezó de nuevo: sorpresas y desafíos a la escucha como los que campeaban por su primer disco, Here Come The Indian, de 2003, o por la prehistoria de dos de sus integrantes, Avey Tare (David Portner) y Panda Bear (Noah Lennox), a fines de los noventa, en Spirit They're Gone, Spirit They've Vanished e incluso por un álbun tardío, Merriweather Post Pavilion, de 2009, se hicieron habituales. Enriquecieron el lenguaje pero perdieron poder de fuego. Tal vez todo haya empezado con el éxito sorprendente de Kid A, un disco bastante experimental de Radiohead. Lo cierto es que los cencerros y campanas del comienzo de “Dragon Slayer”, preludiando una sugerente acentuación irregular en la base rítmica de la canción –las campanas y sonidos de metales aparecen también al principio de los dos temas siguientes, “Car Keys” y “Prester John” y en el interior de varios de los restantes– comentan, involuntariamente, el final de Mad Men y la rebeldía convertida en objeto comercial. Lo que no obsta para el disfrute de un conjunto de excelentes canciones pop con instrumentaciones seductoras e imaginativas entre las que se destaca “Strung with Everything”, donde luego de una introducción en que la percusión casi aérea acaba superponiéndose a una punzante linea de guitarra eléctrica para desembocar luego en un engañoso festivo contra el cual se dice “no creas en el tiempo...siente todo el colapso”. Quizá se trate, si no del amor después del amor –o de la mercancía después del arte–, simplemente del indie después del indie.
Los Fronterizos 1959-1960. Lantower, 2021
Esta extraordinaria restauración sonora, realizada el año pasado, de los primeros discos de larga duración de Los Fronterizos, ponen en foco hasta qué punto fueron renovadoras –y fundadoras de una nueva tradición– sus versiones, en muchos casos las primeras grabaciones, de las canciones hoy clásicas de Eduardo Falú, Jaime Dávalos y del Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla. Lejos de la costumbre y la repetición banal, pueden reencontrarse imágenes como “es el peso de la sombra derrumbada” –describiendo los troncos bajando por la corriente– o la nerudiana “fabulosa lampalagua” con que se compara al Paraná en “Canción del jangadero”, aquella boca que “se abrió en un beso como un damasco lleno de miel” –en “Tonada del viejo amor”– o esa notable estrofa de “Zamba del pañuelo” que remeda con brillo al Siglo de Oro español: “Mi pena y tu lento recuerdo/ porque no me quieres se quieren ya/ mi pena le da sus penas/ y tu recuerdo su soledad”. Pero además está la novedosa riqueza de los arreglos de la guitarra, donde muchas veces la línea más grave se hacía cargo de la melodía, y, por supuesto, las voces, que con frecuencia alternaban roles, se comentaban mutuamente y, ya lejos del canto en paralelo fijado por la tradición, establecían bellísimos contrapuntos. E incluso algunos experimentos con las nuevas tecnologías. Las voces que se acercan, como navegando, en “Canción del jangadero”; la resonancia y el eco –como desde la memoria– en “Tonada de un viejo amor”.
Shemekia Copeland. Uncivil War. Alligator Records, 2020
En la línea de Ruth Brown, una de las grandes pioneras del rythm & blues, Shemekia Copeland da una nueva vuelta de tuerca al género. Canta los horrores de la esclavitud en “Clotilda’s on Fire” y el fuego es el de su voz y la extraordinaria guitarra de Jason Isbell, se acerca al country en la canción que da título al disco –un manifiesto sobre las luchas de las mujeres y de los afronorteamericanos–, hace un guiño al reggae en “Give God The Blues” y al funk de New Orleans en “Dirty Saint”, canta un himno LGBTQ en tempo de rock’n roll en “She Don’t Wear Pink” y entiende el desgarro del blues como una de las bellas artes en “In The Dark”. Cuenta para ello con partícipe necesario, Will Kimbrough, guitarrista, productor del álbum y co autor de siete de sus doce canciones.
Bach y las mejores Variaciones Goldberg.
Leyenda dentro de la leyenda, las Variaciones Goldberg que, entre otros, Hannibal Lecter hizo bastantes famosas, ni fueron escritas para Goldberg, un alumno de Johann Sebastian Bach que en ese entonces tenía 14 años, ni fueron destinadas a paliar el insomnio de nadie. Pero ese no es el único mito. El otro lo construyó el pianista Glenn Gould, que las grabó dos veces, en 1955, a los 22 años, y en 1981, poco antes de morir y estableció una suerte de culto a la supuesta abstracción de la obra, y a su cercanía con lo absoluto. Lo cierto es que no es exactamente una obra, como hoy se la concibe, porque tal cosa simplemente era imposible en tiempos de Bach.
Era, por un lado, una demostración práctica de la perfección a la que el arte de la variación y del canon podían llegar y, por otro, simplemente, un aria (una canción, al fin y al cabo) y un conjunto de piezas elaboradas a partir de ellas y que podían ser tocadas por quien quisiera, cuando quisiera y, seguramente, dentro de la selección que se deseara y en cualquier orden elegido. Pero una obra de arte es lo que se creó en algún momento y, también, lo que la historia edificó con ella.
Así que las Variaciones Goldberg hoy se llaman así y, además, son una obra integral, aunque no es una mala idea escuchar el aria, la primera variación, la exquisitamente melancólica variación 13, la número 15 –una de las más dramáticas–, la explosiva variación 26 y, al final, nuevamente el aria. Entre las versiones en piano, la de Murray Perahia conjuga rigor, conocimiento del estilo y expresividad. Y en clave, el instrumento para el que fueron escritas originalmente, la segunda versión de Pierre Hantaï tiene frescura, visión del infinito, perfección técnica y poesía.
DF
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