Opinión

¡Es el interés de clase, estúpido!

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“Mi voto es positivo”. Con esa frase exultante Victoria Villarruel usó su poder de desempate para dar por aprobada la Ley Bases. Con lo justo, pero el gobierno consiguió el apoyo que buscaba en el Congreso. Primero en Diputados, luego en Senadores. Se trata de una victoria en apariencia sorprendente, considerando que La Libertad Avanza solo cuenta con un puñado de representantes propios en ambas cámaras. Logró sumar las voluntades unánimes del PRO e incluso la gran mayoría de la UCR, que prestó sus votos a pesar de los maltratos verbales constantes que le propina Milei. Y de la Coalición Cívica, a pesar de las veleidades republicanas de Elisa Carrió. También arrastró a no pocos peronistas, tanto los que fueron fuera de la boleta kirchnerista como algunos de los que fueron dentro. 

La escena inevitablemente remite a otro desempate de un vicepresidente, aquél de 2008, cuando, insólitamente, Julio Cobos pronunció su famoso “Mi voto es no-positivo” y usó su poder de desempate para votar en contra del gobierno que hasta entonces integraba. Insólito. Como derrota, también fue sorprendente: el gobierno contaba entonces con mayoría en ambas cámaras y con un vicepresidente que debió haber votado por la positiva. Además, la presidenta de entonces, a diferencia del actual, había ganado las elecciones poco antes en primera vuelta. Pero aun así perdió. Nada de eso fue suficiente. 

En 2008 estaba en juego apenas una pequeña modificación de una alícuota de las retenciones a la soja, para captar parte de la renta exorbitante que estaban embolsando los empresarios rurales en un momento de precios inusualmente altos. Lo que estuvo en juego ahora es mucho más: una ley ómnibus que le otorga beneficios increíbles a los empresarios y les reduce impuestos, mientras se los aumenta a los sectores medios. Además, le da poderes extraordinarios y discrecionales a un presidente que viene de admitir abiertamente que se propone destruir el Estado argentino. Nada menos. Y le dieron los poderes aun así. 

El contraste de los dos momentos es iluminador. La ley de 2008 afectaba un poquitín los intereses de los empresarios. Nada del otro mundo. La de 2024 los beneficia de manera inédita y perjudica a la gente común de muchas maneras. En 2008 una mayoría propia y la capacidad de desempatar no alcanzó. En 2024, desde la debilidad numérica total, apenas con un toma y daca por cierto bastante barato, y con un presidente de convicciones y estado psiquiátrico dudosos, sí alcanzó.

Agreguemos otro contraste: en 2008 los opositores hicieron varias manifestaciones multitudinarias y las entidades patronales del campo cortaron rutas durante tres meses y amenazaron explícitamente con desabastecer de alimentos a las ciudades. Es decir, extorsionaron con la amenaza de crear un estado de conmoción interna severísimo. Nadie padeció por nada de ello molestias policiales ni judiciales. No hubo una sola persona que se quebrara siquiera una uña. Nadie fue enjuiciado. A cambio, en 2024 tenemos palazos, gases lacrimógenos, balas de goma, 35 detenidos (muchos de ellos al voleo). El gobierno caratula la protesta como un acto de terrorismo y un intento de golpe de Estado y el fiscal a cargo, en infame Stornelli, pide prisión preventiva de los arrestados. Y sigamos con el contraste: en 2008 los que cortaban rutas eran los héroes de los medios de comunicación. Quienes fuimos al Congreso esta vez somos violentos, antidemocráticos y potencialmente terroristas.

Sumemos al escenario el hecho de que la Corte Suprema también acompañó la voluntad de Milei, al convalidar indirectamente el mega DNU por el que se arroga toda otra serie de poderes y facultades que no le corresponden. Un DNU absolutamente inconstitucional por donde se lo mire, que sin embargo los cortesanos prefirieron no revisar valiéndose de un retorcido argumento leguleyo. 

Las facilidades que tiene este gobierno partiendo de su aparente debilidad, la manera en la que le permiten pisotear todas y cada una de las normas y vulnerar la división de poderes a su antojo, muestran de manera transparente una verdad menos evidente el resto del tiempo: las instituciones del Estado no son para nosotros. No son nuestras. No están diseñadas para ser canal de la voluntad popular sino, más bien, para garantizar los privilegios de clase. Jugamos y seguimos jugando un juego que no diseñamos y que termina inevitablemente en la frustración. Jugamos con los naipes marcados, bajo la fantasía de un fair play que no existe. No hay manera de ganar: el poder económico siempre triunfa. A la corta o a la larga. Y si algún pequeño avance podemos hacer con mucho esfuerzo alguna vez, se borra de un plumazo a la primera ocasión. Esa es la cruda realidad que el momento nos muestra. 

No alcanza con cambiar de gobierno: hay que cambiar las reglas del juego.

EA/DTC