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PURA ESPUMA

Del iPhone de Steve Jobs a los dinosaurios de Javier Milei

Javier Milei, Steve Jobs

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El 9 de enero de 2007, Steve Jobs apareció en el escenario corporativo de Apple con su ya icónico set de zapatillas blancas, polera oscura de hilo adentro del jean y anteojos ovoides (el set Jobs) para decir que había estado buscando ese día durante dos años y medio. Dijo que, cada cierto tiempo, un producto revolucionario llega y cambia todo y señaló en una pantalla gigante una breve línea de tiempo, que empezó en 1984 con la invención de la computadora de escritorio Macintosh, y siguió con la introducción en el mercado del iPod en 2001, hasta llegar a la última revolución, que empezaría a partir del momento en que él abriera la puerta hacia otra dimensión.

Presentó por separado tres dispositivos: un iPod con widescreen táctil, un teléfono móvil y un aparato de comunicación por Internet. Luego, con alegría guasona y desde la gloria del futuro, generó un silencio que enloqueció de veneración al público ya inclinado a su favor, para darle cabida a la adicción más extendida de la historia de la humanidad, revelando por sorpresa que no se trataba de tres aparatos: “¡Es uno solo!, y lo llamaremos iPhone”.

Los detalles técnicos del instrumento que en menos de veinte años superó las expectativas de sus inventores y sus miles de millones de usuarios, dejando muy pronto de ser un teléfono para ser prótesis, carpa de oxígeno y compañía más íntima, tendrán siempre la vaca atada por haberse conectado con los dedos humanos que, de un modo monstruoso, hacen las veces de ojos. Lo dijo Jobs cuando, totalmente colocado por la vanidad de sentir que estaba haciendo una revolución atando tres cosas con el alambre para coser softwares, habló de “nuestros dedos” como “el mejor artefacto”.

Al margen de lo que haya imaginado Jobs para su device, los efectos sociales irreversibles del fenómeno dependen de que en las catacumbas de la genialidad haya una parte oscura, que es la de reunir, al modo de un milagro, la velocidad mental y al trabajo manual. La velocidad mental es la del deseo, vamos a decir el deseo de ver, pero también el de estar y moverse y habitar todos los mundos. Es el sueño de ubicuidad realizado en situación de reposo. Pongámosle como nombre “modo pajero de moverse”; y, ya que estamos, tirémonos el lance de internacionalizar un neologismo a ver si pasa: “masturmoving”.

En cuanto al trabajo manual, lo que se debe atender es el hecho de que, si uno de los sueños de la voluntad humana es el de acercamiento a las cosas deseadas, es decir la sensación de tener al mundo al alcance de la mano, el device diabólico de Jobs no sólo está al alcance de la mano: está en la mano, es la mano. Y si bien no hace falta decir que ni el teléfono ni las percepciones nos acercan más que una partícula de mundo, cuyos acontecimientos suceden olímpicamente a nuestras espaldas, la ilusión de propiedad y de poder sobre el mundo es irresistible porque simula un dominio sobre dos líneas retobadas de la existencia, de las que no sé si alguna vez escucharon hablar: las del tiempo y el espacio. 

De pronto, todo (en realidad, casi todo) lo que parecía ajeno, impropio, lejano, deseable, y lo parecía porque lo era, se convierte en una propiedad intangible a la manera de un sueño cumplido en sueños. Entonces, se cruzan los cables que habían estado sosteniendo la experiencia de vivir y se cae por un tubo a un estado masivo de megalomanía “por separado”. Todos somos Julio César, Elon Musk, Brad Pitt y Lionel Messi, al modo del device compuesto de Jobs.

De ahí a considerar que somos formadores discurso, y que estamos inventando lo que repetimos, hay solo un scrolleo. Es el residuo nuclear que queda de la vieja vida en sociedad, de la que algún día sabremos si fue mejor, igual o peor que esta, en el caso de que nos interese saberlo. Porque si bien con los discursos no se puede hacer otra cosa que rechazarlos o encarnarlos (inventarlos, nunca), ahora que todo nos pertenece en el device que es nuestro nuevo corazón con dedos y ojos insomnes, sentimos que el discurso que repetimos es personal porque no hay nada que pueda considerarse que no sea nuestro.

Este narcisismo de apropiación achica el mundo y agranda las figuras de los individuos, lo que altera la escala de la relación entre unos y otro. Uno de los efectos secundarios de ese oleaje de gotas inconexas es desatar la alienación como si fuera la realidad de todos. Es el regreso triunfante de lo incorregible que hay en uno, lo que recuerda con algunas vibraciones distorsivas el aforismo de Jorge Luis Borges acerca de que los peronistas no son ni buenos ni malos sino incorregibles.

Es una frase muy feliz porque evita de entrada el juicio moral, y porque vale para la especie. ¿Qué humano, si la sociedad no lo corrige, no habrá de ser incorregible? Sobre todo si los óxidos del device de Jobs van herrumbrando los tejidos de la civilización. La pregunta es: ¿quién se va a hacer responsable de un crimen perfecto cometido por casi todos? Nadie.

Con una carrera de divulgador de ideas sociopáticas que postulan individuos sin mundo o mundos sin individuos (en su cabeza, unos y otros son polos que se repelen), si el Presidente Milei pudo imponerse en el sistema de estrellas internacionales como flor de un día, fue por lo que su vida tiene casi exclusivamente de digital

Después del show del Luna Park, en el que cantó, bailó, dio su cátedra libre contra los alucinantes fantasmas rojos que lo visitan en la vigilia y presentó en forma de libro un mejunje de supersticiones culturales y económicas llamado Capitalismo, socialismo y la trampa neoclásica (Planeta, 2024), el Presidente Javier Milei habló con el pequeño gigante de ayer, hoy y de siempre -dueño de una tremenda vocación de servicio- Luis Majul. Durante la charla, se turnaron para desempeñar sus ya consolidados roles en la esfera pública: Majul habló maravillas de Milei, y Milei lo interrumpió para hablar maravillas de Milei.

Pero hubo una palabra que el Presidente Milei pronunció cuando se refirió entre dientes, como si masticara un hueso, al “Círculo rojo”. Lo llamo “analógico” de una manera insultante, y describió a sus integrantes como “dinosaurios melancólicos”. Lo que, dados los antecedentes de Milei, incapaz de pronunciar una sola palabra que no sea en contra de otra, significa que se estaba reconociendo a sí mismo como “digital” (la verdad que no sé cuál sería la palabra contraria a dinosaurio; quizás, iPhone).

La disputa entre lo analógico y lo digital da para polemizar hasta que llegue el fin del mundo. Por poner un ejemplo cualquiera, si alguien le parte un iPhone en la cabeza a Manuel Adorni, la víctima ¿habrá de haber sufrido violencia digital o analógica? Y si alguien da con el revés del dedo meñique un toque a un comando de pantalla para descargar una lluvia de misiles, ¿el hecho que se produce es analógico o digital?

La idea de que lo analógico “atrasa” (que algo atrase: un cliché de descalificación que unge lo último, incluyendo lo más boludo, como lo único), como si la rueda o la silla hubieran cumplido su ciclo, define un campo de disputa en el que la evolución tecnológica es un evento incuestionable: la criptomoneda es más que el oro, la transmisión de un hecho es más que el hecho, etc.

La confianza que deposita el Presidente Milei en lo digital contra el “retraso” de lo analógico, no obstante haber hecho una presentación física de un libro de papel, describe muy bien el presente del individuo medio de este mundo. Él es la prueba del triunfo de lo “nuevo” tanto en los escenarios de la vida íntima como en los de la vida pública. Con una carrera de divulgador de ideas sociopáticas que postulan individuos sin mundo o mundos sin individuos (en su cabeza, unos y otros son polos que se repelen), arquero y cantante vocacional, panelista y catedrático de bajo nivel, si el Presidente Milei pudo imponerse en el sistema de estrellas internacionales como flor de un día, fue por lo que su vida tiene casi exclusivamente de digital.

En su nombre es lo radicalizado, lo intratable de uno mismo, lo incorregible lo que está triunfando; y dadas las circunstancias de su surgimiento como las de su entronización, ambas fulminantes, es difícil imaginar que no se trate de algo nacido para canto de cisne. Difícil, no imposible. Ya sabemos que a las predicciones se las llevan presas.

En el encuentro con Majul luego del show en el Luna Park, el Presidente Milei contó que -como es “fuerte” la adrenalina que “queda después de eso” (“eso” es la presentación de un libro)- se quedó revisando los impactos del evento en las redes, entre ellos el ida y vuelta “brillante” que habían tenido Horacio Cabak y el propio Majul hablando de él para salvarlo como Jefe de Estado cuando su público cantó contra Pedro Sánchez. Después la investidura del Presidente Milei se fue derritiendo al calor de la mileización de la charla, lo que significa que fue replegándose hacia lo que su carácter tiene de intratable y que es la flor y nata de la vida digital, ese paraíso mental en el que miles de millones de personas afianzan una ilusión de “yo” que vale lo mismo que el mundo en el que vivimos todos, a veces más.

Milei habló de Moisés y de la tapa de la revista Time, y volvió a recordar que López Murphy le dijo “fenómeno barrial”; y cuando Majul le pidió permiso para contrabandear una pregunta decente diciéndole que estaba haciendo un acting, el Presidente le dijo: “Sería divertido que yo te cuestionara un acting”, y rieron como enamorados.

De inmediato, una corrida de autoestima por los campos de la vanidad: “Yo entiendo que los políticos argentinos, en su mayoría, sean de escala liliputiense. O sea: intrascendentes, desconocidos y con cero brillo internacional. No es lo que pasa conmigo, ¿sí? Digamos, lo que pasó en Davos, lo que pasó en CPAC, la tapa de Time… Digamos, a donde voy soy una sensación. De hecho soy el político más popular del mundo”. Achicamiento del tamaño del mundo y agrandamiento del tamaño del individuo. Es Milei el que se pavonea en esa confusión de escalas, pero podría haber sido cualquier otro.

JJB/MF

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