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Opinión

La libertad no avanza

Javier Milei.

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Es curiosa la sorpresa generada por las declaraciones de una joven referente de los mal llamados libertarios (en adelante, “libertarianos”) que abandonó el espacio y denunció que Javier Milei cobraba en dólares para participar de actividades políticas, que se vendían cargos o se los intercambiaba por favores sexuales. 

Es llamativo el asombro (más allá de la veracidad o no de la denuncia) porque proviene de una formación política cuyo líder alguna vez no pudo responder con un contundente “No” al interrogante de si estaba a favor de la venta de niños (dio a entender que sí, pero que la sociedad no estaba preparada para esta discusión) y en otra ocasión respondió con un contundente “Sí” a la pregunta sobre la comercialización de órganos.

Para una tendencia política cuya ideología considera que el mercado tiene el punto de vista de Dios y la capacidad de resolver lo humano y lo divino, ¿qué problema podría tener el intercambio al menudeo en la compra-venta de cargos?

El affaire es una buena excusa para discutir algunas narrativas que circulan sobre el fenómeno libertariano y uno de los tantos razonamientos bestiales que pregonan.

¿Qué hay de nuevo?

En el análisis de la emergencia del libertarianismo hay que huir tanto de la mirada tranquilizadora como del peligro alarmista.

Una de las interpretaciones más difundidas explica el fenómeno a partir de la irrupción de un nuevo sujeto social producto de cierta “deconstrucción” de la clase obrera tradicional y de las nuevas formas laborales impuestas por el capitalismo de plataformas. Un sujeto caracterizado por la precarización, la supervivencia individual y la ajenidad con respecto a cualquier forma de organización colectiva o contención estatal y que sería fácilmente interpelable por el discurso libertarista. Aunque esta perspectiva tiene aspectos de verdad, no sería prudente otorgarle un valor sin límites porque se puede caer en una especie de determinismo que establece una relación mecánica entre condición social e ideología política. Una relación inversa, pero en el fondo similar a la que establecían la socialdemocracia clásica o el estalinismo entre la condición de la clase obrera tradicional y las ideas socialistas. Un vínculo que, como se demostró a lo largo del tortuoso siglo XX, “es más complejo”. La lucha política e ideológica tiene una función activa en esa relación y no todo joven precarizado, trabajador encubierto bajo una ilusión “emprendedorista”, o monotributista que realiza su actividad en soledad está condenado a asumir como propias las aberraciones ideológicas que comercia el libertarianismo.

Otra mirada muy extendida tomó de manera demasiado literal el título del libro de Pablo Stefanoni y repite como un mantra que la rebeldía se volvió de derecha. Para plantearlo en términos provocativos, podríamos afirmar que es exactamente al revés: la rebeldía no se volvió de derecha y el avance electoral libertariano es el producto —entre otras cosas—de la ausencia de rebeldía. El desencanto o la frustración podrían caracterizar mejor la “estructura de sentimientos” de una porción de los que respaldan con mayor o menor intensidad a la formación libertariana. En nuestro país, la última manifestación masiva con características de verdadera rebelión se produjo en diciembre de 2017 contra la reforma previsional de la gestión Cambiemos. Desde entonces a esta parte, las organizaciones (sindicales o sociales) que deberían ser el canal natural de expresión de la protesta trabajaron denodadamente para bloquear cualquier manifestación rebelde bajo un Gobierno que continuó el ajuste por otros medios y al que se integraron por diferentes vías. La contracara a esta estadolatría cargada de promesas incumplidas, relato progresista y resultados adversos es el rechazo a todo que invade a franjas de la sociedad y que hoy capitaliza Milei y su banda.

En tercer lugar, desde el punto de vista político, circula la interpretación que considera al fenómeno como una novedad sin precedentes, cuando también (aunque no únicamente) abreva en parte de un histórico espacio de derecha que alguna vez supieron expresar Álvaro Alsogaray, Domingo Cavallo o Ricardo López Murphy entre los economistas ortodoxos; Aldo Rico, Luis Patti o los Bussi (ahora aliados a Milei) en Tucumán, entre los “mano-dura”. Todo ese espacio que sostiene ideas conservadoras resilientes fue capitalizado por Cambiemos en su momento de auge; el fracaso rotundo de Macri desencantó a un sector que migró hacia el respaldo a Javier Milei.

Todos estos factores combinados explican el fenómeno más que el sobreinterpretado giro unilateral a la derecha.

La fábula libertariana

Dicho esto, la posición conquistada en la esfera pública por esta fuerza política le permite propalar y amplificar una ideología que hay que tomarse en serio.

Los libertarianos talibanizan la teoría de la mano invisible, el mercado máximo y el Estado mínimo. Como afirmó el investigador Fernando Lizárraga, consideran que deben removerse todos los estorbos que traban la libre competencia entre individuos y que no exista ningún tipo de dispositivo institucional que busque modificar las desigualdades más allá de cuál sea su origen. Milei, en sintonía con sus referentes ideológicos como el estadounidense Robert Nozick, adhiere a un individualismo radical y extremo. Sostiene que detrás de cualquier intervención política en la economía reside una inadmisible amenaza a la “autopropiedad” y a las libertades individuales. El discurso puede tener cierto atractivo inicial por el hecho de que las libertades individuales son una conquista histórica y no pocos regímenes “populistas” o estalinistas (a los que amalgaman con toda la izquierda) se han caracterizado por avasallar sistemáticamente libertades democráticas individuales en nombre de un colectivismo burocrático, que en no pocas ocasiones derivó en fenómenos aberrantes.

Los libertarianos parten de una concepción que niega la existencia de la sociedad, la cooperación y lo común: las personas cooperan al hacer cosas, pero trabajan separadamente; cada persona es una empresa en miniatura. Los productos de cada persona son fácilmente identificables y los intercambios se hacen en mercados abiertos con precios establecidos competitivamente.

Primera falacia: en la sociedad real existen múltiples relaciones no impulsadas por el mero intercambio mercantil y motorizadas por un trabajo social que choca permanentemente con la verdadera traba al desarrollo que es la apropiación privada.

Los libertarianos parten de un supuesto falso: existió un proceso limpio y transparente de apropiaciones y transferencias que dio como resultado las desigualdades de hoy. La historia real tuvo largos episodios de despojo violento cargados de sangre y lodo para llegar a la división de clases que caracteriza a la sociedad capitalista moderna. Los libertarianos consagran y naturalizan la desigualdad como punto de inicio y como punto de llegada, y explican su deber ser simplemente porque así es. Quienes hoy se presentan como los más disruptivos y “rebeldes” son verdaderos conservadores que defienden rabiosamente el estatus quo.

De la misma fábula extravagante desprenden que un trabajador nunca es forzado a vender su fuerza de trabajo porque cuando ingresa a la relación salarial lo hace por medio de un intercambio voluntario. Este dislate condujo a Milei a contestarle a Juan Grabois en un debate que el obrero ejerce su libertad al optar entre ser explotado o morirse de hambre.

La sorda compulsión de las relaciones económicas (Marx), la coacción y la coerción que cualquier trabajador o trabajadora conoce y sufre cotidianamente desaparece en ese extraño menú de opciones “libres”. Además, lo que no explican Milei ni los libertarianos es por qué esa disyuntiva mortal no se le presenta a quien está del otro lado del mostrador en esa transacción “libre”: el capitalista. Quizá sea porque ambos llegan con diferentes condiciones: uno con la propiedad de los medios de producción y otro “libre” de toda propiedad. Digo, de pronto, me parece.

Estos delirios cósmicos sin ninguna base histórica ni científica que sólo pueden ser el producto de mentes obnubiladas por el poder del dinero son trasladados por los libertarianos a otras esferas de la vida como la atención médica, la educación y otras funciones sociales universales que, según ellos, deberían estar regidas por el interés egoísta. Una lógica que sólo puede conducirnos “libremente” hacia la disolución social.

Volviendo al inicio, es curioso que la joven que denunció a Milei haya sido acusada de ser una “arribista” o “trepadora” que sólo buscaba cargos cuando esa es exactamente la “moral” que moldea la pérfida utopía de los libertarianos: una sociedad en la que para desarrollarse uno debe pisarle la cabeza a todos los demás.

CC

 

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