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Borcegos y tacos aguja Narraciones

Mi madre tiene tecnofobia, pero ve a Pasolini en el celular

2001. Odisea del Espacio, de Stanley Kubrick

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Mi madre le tiene terror a las máquinas. Cuando digo máquinas también hablo del lavarropas. Mientras está en funcionamiento, cierra la puerta del lavadero y se queda del otro lado, pendiente de los ruidos, temerosa de que el artefacto tome vida propia y se desplace del rincón asignado.

La Inteligencia Artificial (en adelante, IA), a su criterio, es una máquina. Por supuesto, tiene razón. Su miedo se llama “robotfobia” pero también en sentido ampliado, es “tecnofobia” (qué obviedad), y más todavía: “mecanofobia”. Mi madre siempre cita a Confucio y dice: “Hay que cambiar las denominaciones”. En cuanto a las definiciones de las fobias, estoy muy de acuerdo, y en general, también. De hecho, vivimos tiempos de cambios de denominaciones.

Mi madre es de las personas que piensan que, en algún momento, la IA va a darse cuenta de que el humano está destruyendo el Planeta y va a proceder, por lo tanto, a destruir a la humanidad. Por eso no ve películas referidas al tema (salvo 2001. Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, porque eso fue antes y porque clásico mata billetera, mata todo). Pero no te ve Terminator o Ella ni loca. Puede considerarse una teoría conspirativa y paranoica, pero sabemos bien que esas teorías saben tener un basamento real. Tenemos ese diálogo y yo le compito en lo que a visiones apocalípticas se refiere: antes de eso, digo, vamos a autodestruir la Tierra, con la humanidad adentro (de hecho, ya lo estamos haciendo). Además, no es que ella alucine: lo leyó de fuentes probadas. Mi madre es una inmensa lectora. Los libros no son máquinas (o sí lo son, pero de otra clase).

Cada vez que logra hacer funcionar una máquina o controlarla, mi madre es feliz, y lo adjudica a la magia (aclaro que es una persona muy racional, es psicoanalista y lectora no solo de ficción sino también de filosofía, ensayo, y supo ser marxista). Cuando el físico ruso-belga Ilya Prigogine vino a la Argentina, fue a escucharlo; hizo cursos sobre Nietzsche y Deleuze y su biblioteca es jugosa, variada y apetecible. Algún día le devolveré sus tres tomos de Los mitos griegos de Robert Graves o la obra completa de Virginia Woolf, por caso.

Por razones de fuerza mayor, ella, que jamás deslizó los dedos por el teclado de una computadora, en pandemia tuvo que resignarse al uso del teléfono celular. Las razones fueron dos, la primera bastante banal: dejó de funcionar esa otra máquina con la que, sin embargo, se llevaba bien, el teléfono de línea. Y porque, bueno, estábamos en pandemia. No podía quedar tan aislada. Eso ya fue una cuestión de supervivencia.

Entonces, de a poco, la magia se fue desplegando a sus ojos: a falta del diario en papel, empezó a leer las noticias en el celular, y a comentarlas, naturalmente. Incorporó el WhatsApp y es la más activa y atenta en el grupo familiar, donde despliega un ingenio fuera de caja. Y, en los últimos tiempos, cada vez que hablamos (por el celular) me cuenta que no sabe cómo pero empezó a ver (por Youtube) películas como Barry Lyndon (Kubrick le gusta, no hay duda), o Medea, de Pasolini (quería recordar la mirada del director italiano sobre ese personaje mitológico a partir del libro homónimo de Christa Wolff que le presté). Como buena lectora, cuando empieza con un autor, sigue con ese autor; entonces, encontró por arte de magia La pasión según San Mateo, también de Pasolini. Vio Amanece que no es poco, Anna Karenina, “la rusa”; y, “lo más importante, Gabi”, me dice cuando le pido la lista, obviamente, por Whatsapp: Fitzcarraldo, de Werner Herzog. Quedó fascinada por esa lucha del hombre contra la naturaleza y la construcción y el despliegue de esas máquinas. Ahí también hubo un intercambio porque yo le había prestado esa joya que cuenta el detrás de escena de la película (donde hubo trabajadores muertos y peleas a muerte con el protagonista, Klaus Kinski): La conquista de lo inútil, el libro de Herzog. 

YouTube se le volvió un canal amigable: todos los días toma su clase de Tai chi, siempre con el celular. O busca documentales de lugares a los que la llevan otras películas que mira ahí o en las plataformas de streaming. Es que hay otras máquinas con las que mi madre se lleva bien: el televisor (ella vivió veinte años sin ese artefacto), y ahora está fascinada con las películas y series coreanas, o la radio (ahí está guardada toda su infancia). Al auto renunció hace tiempo, pero supo manejar uno. De modo que ahora que lo pienso, habría cierta discrecionalidad en el miedo de mi madre a las máquinas. O tal vez no sea tal, o sea otra cosa.

Ella tampoco ve películas ni lee libros referidos a la Segunda Guerra Mundial. Se explica porque no conoció a sus abuelos ni a sus tíos abuelos, asesinados en el Holocausto, y solo tuvo un tío que se escapó de Polonia y emigró a la Argentina con mi abuela y mi abuelo, condición de posibilidad de la existencia de mi madre, mía, de mis hermanos, hijos, sobrinxs. Cada vez que pregunto por esos antepasados (siempre quiero saber), se limita a contar algunas historias tiernas y divertidas que le transmitió mi abuelo. Esa otra máquina, la de la guerra, con todos los artefactos asociados, son los que le dan, como ella dice (y esa palabra la usa mucho, en la búsqueda de sinónimos), pavura. No entraría nunca en La historia de los abuelos que no tuve, por citar algo más que el título de un libro de Ivan Jablonka. Tal vez, para ella, que es atea, vivir sea un milagro. O magia. Creo que estoy haciendo algo que mi madre me enseñó a no hacer (a mí, que si bien mamé literalmente Freud cuando estudiaba embarazada de mí y luego de mi hermano): interpretar. Ella siempre dijo que interpretaciones fuera de contexto (contexto sería el consultorio o el diván del analista) son agresiones. Esa otra máquina temible. Pero es tan tentador, ¿no?

Yo, cada vez que ella ve una película completa (alto cine además, no se anda con chiquitas) la felicito. La admiro (yo nunca puedo en el celular y, cuando caigo rendida después de un día de trabajo, solo puedo ver series policiales, cuando peores, mejor). Además, las ve sin anteojos, y eso que tiene 87 (perdón, ma, dije la edad). Ella me autorizó a escribir sobre esto. Lo que no imaginó seguramente fueron las derivas de mi pensamiento. Una madre también, en cierto sentido, es una máquina (el cuerpo humano lo es). Y una hija también. Somos las dos cosas, somos todo eso. Somos esto que somos: máquinas contradictorias.

GS

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