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La ONU, el discurso, el odio y el atentado contra CFK
Matar no es infinitivo y odiar no se conjuga en futuro

Manifestación en rechazo al atentado contra su vida sufrido por la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, en la Plaza de Mayo, en la ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina, el 2 de septiembre de 2022.

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Nunca estamos a solas cuando hacemos algo, y, sin embargo, no hacemos algo porque eso que llamamos comunidad, sociedad o esfera pública nos fuerce a ello. Hay una distancia inconmensurable entre “el éter de lo social” en el que nos movemos y las acciones que cada uno realiza. Víctor Hugo Morales se preguntaba en su editorial radial: “¿El arma la sostenía Sabag Montiel o Bullrich, Macri y Carrió con los discursos de odio?”. La causalidad solo podría ser tan directa si se viviera en un tubo de ensayo. Intuir, sospechar no es concluir, aunque la conclusión quede a mano, evidente, para un buen entendedor. Vivimos en una sociedad que ama, que odia, que cree, que descree, que confía ciegamente, desconfía sesudamente. Ninguna de estas experiencias ocurre ajena al entorno mediático, tampoco se reduce a él.

El atentado contra Cristina Fernández de Kirchner ha puesto esta incertidumbre en el centro de la escena. Porque el hecho de que alguien –sea por los motivos que sea, algo que la Justicia deberá investigar– haya franqueado límites que se consideraban acaso infranqueables en este presente, hace volver la atención a todo aquello que de una forma u otra parece haberlos erosionado.

Con el correr de los días, han surgido muchas explicaciones acerca de los motivos que condujeron a Fernando Sabag Montiel a gatillar una Bersa calibre 32 a centímetros del rostro de la Vicepresidenta. No han faltado referencias a la polarización, la confrontación, la grieta, el fascismo, el antiperonismo, la violencia política. Son términos familiares, parte de un vocabulario público cotidiano que se usa a menudo menos para explicar un acto que para clasificarlo, categorizarlo, domesticarlo. A ellos se ha sumado con singular impacto la expresión “discursos de odio”.

Pensar acerca del odio es también hacerse una pregunta acerca de lo que las personas viven como violento, como odioso, como agotador, y nunca darlo ni por descontado ni por ya sabido.

En un escenario en el que proliferan mensajes de todo tipo, los discursos de odio –según la ONU, “cualquier tipo de comunicación oral, escrita o conducta que ataque o use lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o a un grupo sobre la base de quiénes son, en otras palabras, basados en su religión, etnicidad, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor identitario”– habrían generado en su constancia, en su recurrencia las condiciones de posibilidad del atentado. El argumento parte de una premisa de fácil adhesión, atractiva, que todos sospechamos que en algún punto puede ser cierta. Pero el pasaje de la sospecha general a la explicación del delito tiene demasiadas estaciones intermedias, con demasiados ramales y combinaciones. Presunción no es constatación, mucho menos demostración.

“El odio no es más que carencia de imaginación”, escribió Graham Greene en El poder y la gloria. Vale para el odio, vale para la idea de “discursos de odio”, que es problemática en muchos niveles. Es problemática, en un primer nivel, por lo que significa definir algo como “discurso de odio”. ¿Cómo distinguirlo, cercarlo, etiquetarlo? ¿Cómo advertir causas que todavía no tienen consecuencias? El odio como experiencia visceral de cada individuo –el odio y sus suburbios: la violencia, el malestar, el hastío, el hartazgo– no es algo que derive por necesidad de un mensaje o expresión –o de varios– que se podría calificar de “violento” o de “odioso”. Cuesta aceptar, pero es preciso hacerlo, que no todo mensaje de odio genera odio y que no todo odio nace de mensajes odiosos. Es más sencillo proponer que de lo bueno solo salen cosas buenas y de lo malo, lo peor.

Prestos a detectar las causas, el problema no es dónde hay odio o dónde hay más odio, sino qué es lo que genera odio, hartazgo o malestar en las personas. ¿Alguien podría asegurar que el tuit de Ricardo López Murphy en el que dice: “Son ellos o nosotros” provoca más odio que la foto de Alberto Fernández en el cumpleaños de su pareja durante la cuarentena o que el viaje de Mauricio Macri a Suiza cuando la mayoría de la población no podía salir ni a la esquina?

No es tan fácil mapear el circuito del odio, comprender qué provoca odio en cada uno como individuos o como grupo. Con un equipo de investigación sobre consumos mediáticos advertimos cuán habitual es que los entrevistados –una muestra de habitantes del Área Metropolitana de Buenos Aires, específicamente– manifiesten hartazgo o malestar ante la violencia que perciben en los medios. Lo sorprendente es que para la mayoría de ellos la violencia no es tanto un tema o contenido –la inseguridad, los delitos, etc.– como un modo de hablar, de conversar, de expresarse dominado por la mentira, la falta de cortesía, por la gestualidad ampulosa, por el griterío. También encuentran violencia en la repetición informativa, la exageración, la burla, la polémica futbolera, la propalación de noticias negativas como las del COVID-19 o la viruela del mono, los incendios en el Delta o la guerra en Ucrania. Todo hace mal, ¿dónde cortar? Pensar acerca de la violencia es también hacerse una pregunta acerca de lo que las personas viven como violento, como odioso, como agotador; no, darlo por descontado.

La desinformación o la mentira promueven el odio, sea; pero también la información veraz puede hacerlo. No cabe ninguna duda de que gatillarle un arma a una líder política es un intento de magnicidio, pero conectar ese acto con el hecho de que alguien pida pena de muerte para una acusada de asociación ilícita es un ejercicio de especulación que debería hacerse cargo de responder también por qué la enorme mayoría de las personas que detestan a un político no toma la decisión de ir a dispararle, al menos que pensemos que la única persona que odia es el detenido y la única persona odiada es la víctima del acto. Los discursos de odio como explicación directa de un acto resultan una manta corta y suele decir más de nuestra zona de confort y de nuestras imposibilidades que de la realidad a la que nos referimos.

No todo lo que genera odio nace de un mensaje falaz, discriminatorio o estigmatizante. En Interpretación y sobreinterpretación, Umberto Eco da un ejemplo extremo de lo que él llama “lecturas aberrantes”. Imaginemos –dice– que Jack, El Destripador justificara sus crímenes por su interpretación de los Evangelios. Leyó la Palabra de Dios, entendió que en ella estaba cifrada la razón para matar y actuó en consecuencia. Tiendo a pensar, concluye Eco, que el asesino debe ser condenado porque hizo una lectura aberrante, una sobreinterpretación, de la Biblia. El argumento de Eco es razonable. Pero el ejemplo sirve, sobre todo, para pensar la relación entre causa y efecto: aberrante o no, tenemos una serie de crímenes fundados en la Palabra divina. Nada obtura, aunque no favorezca, esta relación de causalidad. El amor, la belleza, la verdad también a veces genera odio.

Hay un segundo nivel a considerar. Una persona salió de su casa con un arma, fue hasta donde estaba la multitud, donde estaba Cristina Fernández, ocultó el arma, disimuladamente se acercó a ella, sabiendo a cada paso que daba que el acto que estaba a punto de cometer iba a marcar un antes y un después en su vida, que la vida que él tenía, tal como la conocía, iba a terminar. ¿Quién está en condiciones de asumir los riesgos de que su vida tal como existe termine?

Al momento de atentar contra Cristina, Sabag Montiel tenía pareja, amigos, tenía trabajo, alquilaba un cuarto en Villa Zagala, en San Martín, en las afueras de la Ciudad de Buenos Aires; tenía, en síntesis, una vida y decidió abandonarla. ¿Quién toma una decisión así? La respuesta, cualquiera sea, excede el odio como tal. Dejar fuera de toda consideración las condiciones materiales de existencia de quien realiza el acto es una clase extrema de idealismo.

También es interesante que esta noción de “discurso de odio” funcione en la Argentina como una sofisticación de la crítica a los medios, según la cual estos imponen visiones de mundo, condiciones de pensamiento o conductas a la gente. No es que la expresión “discurso de odio” haya nacido como tal, pero en este punto hay que pensar también cómo ciertas fórmulas se inscriben en un estado de la sociedad que las excede. Negar esta visión no quiere decir desconocer que los medios intervienen, median, cumplen un rol de traducción respecto de la realidad “extramediática”. No hay mediación que no implique una traducción.

Nadie está solo en su actuación y, sin embargo, nunca es fácil echar luz sobre la relación entre un entorno y un individuo. Hay una dislocación permanente. Es muy problemático deducir de una causa –por ejemplo, “el poder mediático” o “las elites”– todos los efectos que estaban ya allí “en potencia”. Pisa el borde de una teoría de la conspiración. ¿Cuál es la razón que explica que alguien hiciera algo que, bajo emociones parecidas, no hicieron los demás? ¿Cómo funciona la fácil causalidad aquí?

Odiar nos hace hablar del pasado, pero el hecho nos conmina a hablar del futuro. Porque habiendo acontecido, abre un futuro incierto. Incierto porque introdujo en las coordenadas de la democracia argentina una violencia que no se creía posible en este presente. Incierto porque alerta sonoramente, debido a su condición extrema, no solo de la fragilidad de la vida, sino también de la fragilidad de la democracia, entendida no solo como forma de gobierno, sino también como forma de vida. Esta distinción es fundamental.

La democracia resulta de una construcción constante, cotidiana; se trama permanentemente. Se vive en presente, pero se conjuga en futuro. No es algo dado y para siempre. Es el resultado precario de razones y pasiones. Consenso, acuerdo, pero también un conjunto de hábitos y prácticas de vida democráticas. Vivir en democracia es más que acatar sus reglas –votar, por ejemplo–, es vivir de acuerdo a cierto horizonte de lo decible, lo pensable y lo imaginable democrático. Un horizonte que ahora se ha corrido.

No hay todavía forma de saber hacia dónde. Pero queda una cuestión por considerar sobre los discursos de odio, porque esta fórmula absorbe con una mirada negativa gran parte de las emociones que existen a su alrededor. El malestar, el enojo, la bronca, el hartazgo juegan un papel central como motores de cambios reales en las condiciones de existencia. La democracia es la forma de vida que nos hemos dado como grupo humano para figurar cómo vivir juntos, para gestionar el disenso. No hay democracia viva sin conflicto. También hay allí un problema para quienes quieren separar discursos de odio del resto del discurso social.

AGB

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