Opinión

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Hace tiempo que yo me preguntaba por qué no existía una voz como la de Tamara Tenenbaum, una voz contemporánea que contara con la naturalidad de Natalia Ginzburg o Irene Nemirovsky, la vida de una chica judía de América Latina en la actualidad. Su vida familiar pero también su vida social, su vida amorosa, su vida interior, es decir las cosas que se le ocurren en cualquier momento, sus fantasías, sus dudas existenciales. Todas nuestras maldiciones se cumplieron está escrita con esa voz. Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, 1989) conoce muy bien las cualidades y los defectos de la vida dentro de la comunidad, pero ha marcado respecto a ellos una distancia suficiente como para poder referirlos desde distintas perspectivas, a veces con ironía, a veces con incredulidad, con apiadada ternura, o incluso con una pizca de velada nostalgia por un mundo en un evidente proceso de extinción: “…van apareciendo las torres, las tiendas de muffins y las familias recién hechas y Corrientes 3480 va convirtiéndose en una isla, en un museo, en una baldosa que recuerda a alguien que se murió.” Al hacerlo retoma una tradición potentísima (cuyos máximos exponentes son para mí Singer, Gornick y Ph. Roth) que ha viajado de Varsovia a Brooklyn o a Nueva Jersey y de ahí a Buenos Aires. Cuando digo que retoma esa tradición me refiero a que comparte con sus autores varias cosas, entre ellas la curiosidad antropológica por su familia y en general por su clan, un humor omnipresente a veces muy oscuro que no perdona nada y se deleita en la autocrítica, o el autosarcasmo, el asombro ante la vida cotidiana. Tamara cuenta la historia del Once y de sus habitantes como hizo Singer con la calle Krochmalna. Describe con asombro el día a día en la escuela religiosa que frecuentaba por las tardes, los personajes que aún atienden en los comercios, los trucos con los que su familia y otros vecinos intervienen la instalación eléctrica de los edificios para no tener que presionar el interruptor en shabat. 

Cuando alguien abandona la vida religiosa, tan estrictamente reglamentada, los ortodoxos dicen que “dejó la respuesta” o “entró en la pregunta”. Eso es exactamente lo que hizo Tamara: su novela está llena de interrogantes planteadas no con la actitud de quien pretende encontrar nuevas verdades, sino la de alguien que ha asumido que la vida es irremediablemente absurda y se deleita inventando explicaciones, incluidas las más descabelladas, las más terribles y las más poéticas. 

Hay una libertad y una desfachatez admirables en la escritura de esta autora. Entre sus prioridades estilísticas está la de mantenerse en la oralidad, en el lenguaje coloquial, en preservar las delicias de una charla entre amigas más que en dosificar las repeticiones o en ceñirse a los márgenes cada vez más difusos de los géneros literarios. Así, esta novela tiene también algo de cuento, de crónica, de diario, de autobiografía. 

Todas nuestras maldiciones se cumplieron se lee con una sonrisa constante y a veces con carcajadas, pero no es un libro frívolo. Al contrario, hay mucha sabiduría en estas páginas, el tipo de sabiduría que se adquiere tras los eventos trágicos de la existencia. Se trata de uno de esos libros que nos atrapan por su prosa amena y por su aparente ligereza pero que, sin que nos demos cuenta, nos va sembrando en la cabeza una serie de minas explosivas que a veces la alcanzan a ella misma: “No es gracioso ser así de cínica y que nada te interpele, y la familiaridad no es excusa, y no hay nada pintoresco, y no hay nada rescatable y no hay ninguna ternura, ningún judaísmo folklórico para venderle a los goim en forma de cuento costumbrista.”