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Todos tus muertos

Franco Torchia

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Hola Susana, te estamos llamando para avisarte que el que mata, ya no tiene que morir: puede seguir matando. De hecho, en Argenzuela, Miami, Barrio Parque o José Ignacio, esta semana el covídico aniquilador no aflojó ni un rato y redefinió para siempre términos que hasta hace un año y pocos meses estaban exclusivamente ligados a la vida coucheada para el éxito: cama y oxígeno. Tener “buena cama” -expresión de los 80 si las hubo- y oxigenarse -verbo de spa, de promoción turística y de terapia alternativa- son deseos del pasado. Adentro y afuera de los hospitales, la cama es cada día más un lujo infrecuente. Deambulan sin cama los infectados y deambulan sin cama también las personas arrojadas por la devastación económica al espacio cada vez más doloroso de la calle. Casado con la catrera, el tubo de oxígeno se hace desear y como Horacio Cabak, es hombre de una sola mujer; la cama es una femeneidad bien tendida, revanchista y con una sala de espera que obliga a dar vueltas y vueltas en ambulancia, sustituto emergentólogico de la limousine. 

Tener “buena cama” -expresión de los 80 si las hubo- y oxigenarse -verbo de spa, de promoción turística y de terapia alternativa- son deseos del pasado.

El ingreso al foyer de esta gala mortuaria a la que asistimos en manada y no montadas, es en bata y tapaboca. Da para cofia y sandalias de goma. A lo mejor para smoking, que ahora se dice jogging. Morir es escena, sin plan médico que consiga alojamiento en los hoteles siete estrellas prepagos, es una ópera en pocos actos y con el palco lleno de asistidos con respirador. Después de tanto, la muerte logró ser poco espectacularista y cruda como el cuerpo. Alrededor suena una orquesta desafinada, como puede y con los que quedan. Como monólogo interior, morir es más solitario que nunca. No termina de verse, no se escucha del todo. Ocurre y se agota: da la sensación de que como con las vacunas, quedan muchas muertes en stock, muchas en la memoria inmediata y todas, mal distribuidas. ¿Para aplaudir a quiénes, para vitorear qué, vamos a quedarnos quienes por ahora parece que nos quedamos?

Como monólogo interior, morir es más solitario que nunca. No termina de verse, no se escucha del todo. Ocurre y se agota: da la sensación de que como con las vacunas, quedan muchas muertes en stock, muchas en la memoria inmediata y todas, mal distribuidas

En aras de intentar garantizarme una muerte ¿en paz?, al terminar la escuela secundaria coescribí un libro de cuentos con mi amiga Florencia Cremona llamado Caída libre. Compraste discos de García. En uno de esos relatos jamás publicados, una narradora ideada por Florencia sentencia “Tenemos un romance con la muerte, pero amamos la vida”. A partir de allí (corría el reelecto año 96 de nuestra era menemista común) el duo muerte elegida - vida amada marcó mis movimientos. Lógico: mi infancia había estado repleta de visitas al cementerio de La Plata. Mi madre nos mandaba a vestir a mi hermana y a mí e imponía ese plan. Perfumados, Gabriela y yo caminábamos entre nichos, cruces y tumbas removidas. Había que arder en la muerte; reconocerla soberana e inalcanzable, fatal y ajena en sus claveles rosas. Además, los trabajos en mármol eran casi todos de una familia conocida. La muerte era un pañuelo y el mundo un misterio.  

A eso de los 11 o 12 años y también empujado por mi madre, yo había debutado solo en un velorio. Hernán, un compañero de Inglés que vivía con su familia en la Estación de los Bomberos Voluntarios de Ensenada, se había caído del palo por el que bajaban los voluntariosos hacia las autobombas. Murió. Nos estábamos haciendo amigos y a mí me costaba un montón tener amigos. Solo, caminé desde mi casa hasta su velatorio y pasé la prueba de fuego. Fuego mortal. Despedí a Hernán, cuyos ojos cerrados y maquillaje de ocasión, están en mí. 

 Mi romance con la muerte y mi amor la vida, sobre todo, se vinculan a mi padre, un “muerto de hambre”. Crecer con la amenaza de volver a morir de hambre, como él en Italia, fue crecer tanáticamente, acompañado por la alarma infatigable de las grandes guerras. La trampa bélica, ahora, era que ya sin armas pero con patrones de empresas, el peligro seguía latente y la próxima Navidad podía significar sólo “dos naranjas” debajo del arbolito. Mi madre, de hecho, vaticinaba para mí un futuro “debajo de los puentes”: ¿A dónde vas a ir parar siendo como sos?“ era su pregunta favorita. ”Vas a terminar viviendo en los caños“. Y terminé afuera, en espacios que con amor puedo llamar laterales. Con verdad, en cambio, son bordes. 

 Me morí y cada tanto me muero de vuelta. Hace más de 20 años el pánico empezó a matarme seguido. Cada ataque, un fin. Cada vuelo en avión o viaje en autopista, una cama ausente y un tubo de oxígeno vacío. Hoy, que el presente es esa intermitencia inactual, el futuro se comporta como promesa electoral. Sin embargo, los comicios quedaron suspendidos. ¿Y de qué está hecho el pasado? 

Calor y nervios. Problemas y archivos exigentes. El pasado es una zona de resistencia. Y como su enemiga es la simpleza, me acuerdo ahora de Norman Mailer. De estar viviendo así de desnudos, con todos tus muertos: “…con su pronunciado mentón apretado contra la sábana del catre, con los ojos cerrados, como si estuviera contemplando todos los procesos, todas las cosas que había aprendido y desaprendido en su vida, y que ahora estaban desgajados y recorrían su interior, con la vehemencia y la angustia de todo lo que ha estado sofocado demasiado tiempo.”

FT

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