Mujeres
Dejando de lado a Tolstoi y Flaubert, que infructuosamente trataron de acercarse a las profundidades de las mujeres tirando sus piedras pulidas a un abismo sin piso, es posible que Philippe Sollers merezca subirse al podio en el que se premia esa obsesión.
Entrar a lo hondo de una mujer es un desafío que no tiene campeones en la literatura universal. Tampoco en la vida, esa otra literatura. Han pasado los siglos y lo único que se ve es un tendal de escritores que han quedado boqueando en el desierto, ilusionados con encontrar la fuente de agua a la manera de la Difunta Correa. Y no es que la fuente no está en ningún lado. Está en el horizonte, manteniendo la distancia.
Los lectores argentinos de literatura que hayan sido encantados por la cepa francófila, sabrán qué tipo de eminencia fastidiosa fue Sollers. Sus lecturas de Casanovas, Celine y Sade, sus novelas regadas de referencias (es difícil ver a Sollers sin que se esté apoyando en Alguien), su matrimonio kilométrico con Julia Kristeva, su amistad con Roland Barthes y Jaques Lacan, su revista Tel Quel y su poder de aceptación y veto en la editorial Gallimard son datos de importancia, pero no nos dan ese perfil eléctrico que le atribuye Laurent Binet en su novela La séptima función del lenguaje (2017): dandismo histriónico, libertinaje so French, estilo panfletario y jactancia patológica.
Es por el lado de la novela, la de Binet y la de su vida, por donde vale la pena rastrearlo. En Mujeres, una novela que Lumen publicó en español en 1985, Sollers extiende sus discursos acerca de cualquier cosa en boca de Will, un periodista que parece tener la cabeza en sus reportes de política internacional. En los hechos, la tiene en el avance de una novela sobre cómo las mujeres están dominando el mundo a través de la Organización Mundial para la Aniquilación Masculina y una Nueva Natalidad (WOMANN), que tiene la misión de administrar el proceso reproductivo sin la presencia molesta de los hombres.
La sigla y su desglose se apoyan en un repertorio de enredos que invocan tanto el espionaje fantástico que hizo millonario a Ian Flemming y a los herederos de Ian Flemming, como a las “traducciones” del Superagente 86, su célebre decodificador. Es que Sollers ya es otro (una vez más), y ha pasado de una escritura barroca, atenazada por un sinfín de alusiones de prestigio, a un intento por hacerse entender sin estar obligado a explicar los chistes.
La novela es un éxito editorial, sin dudas el primero de Sollers a la escala de la mala literatura. El argumento, y el fondo de comercio (por llamar así a los activos intangibles de una novela) son irresistibles. Porque a la saga de incidentes que ocurren en el curso de la escritura de la novela de Will, hay que agregarles que WOMANN lo tiene entre ceja y ceja porque ha detectado en él un coctel en el que se mezcla el librepensador con el cazador de mujeres. Pero también porque Will va a tener que delegar la escritura de la novela en S., un novelista francés calcado de Sollers, para que su familia (una mujer y un hijo) no le cortan las pelotas cuando regrese a Nueva York. ¿Quién podría creerle que las novelas son una cosa y la vida es otra?
En 2003, publica en Elogio del infinito el texto “Mujeres y mujeres”, por donde desfilan la maja desnuda de Goya, la Virgen María y Atenea. Y en Retratos de mujeres, de 2018, se inclina por las mujeres de carne y hueso: cantantes, putas, amantes de reyes, su madre, su hermana, las tías con las que “rozará el incesto”, Cleopatra, Eugenia (la ama de llaves española de la que se enamoró), Julia Kristeva (su esposa durante 50 años y deuteragonista de “la” pareja de la inteligencia francesa) y Dominique Rolin, su amante entre 1958 y 2008.
Quienes no den crédito de este párrafo, pronunciando entre dientes el típico “¡déjate de joder!” con el que a los argentinos nos gustan enterrarnos en la incredulidad, pueden dejar de boludear con los reeles del teléfono y buscar “Philippe Sollers” en Wikipedia, y allí verán que en el ítem “Familia” figura Julia Kristeva como “cónyuge” y Dominique Rolin como “pareja”.
Sollers ha sido un explorador del “continente femenino”, ese territorio donde conviven simultáneamente la selva y el desierto, pero “accesible a los buenos navegadores”. Esa fue su misión concreta, su única misión, a veces enturbiada por una utilización arrogante del lenguaje, los cambios de posición ideológica y un deslizamiento incontenible hacia la consagración de su figura pública, que él mismo calificó de “cadáver”. Esa misión fue la de tratar de entender (cuanto mucho un poco) a las mujeres, y aprender de ellas. De lo que se desprende este justo agradecimiento: “me han dado el arte de la sensación”. Esa misión, por supuesto, no es literaria. Lo dijo Virginia Woolf: “¿Quién habla de escribir?”. La misión es “caer” al fondo de la mujer, y traer de regreso las piedras preciosas que se encuentren.
Sollers conoció a Dominique Rolin a los 22 años. Ella tenía 45, escribía, ilustraba y tenía la anuencia de la escudería liderada por Jean Cocteau. Desde entonces, fue su hada, sin perjuicio del vínculo formal que Sollers inició con Kristeva en 1966. Tuvieron una divisa: “ni amor sin literatura, ni literatura sin amor”. El calendario íntimo era de cumplimiento estricto: almuerzos los lunes, veladas “mozartianas”, encuentros anuales en Venecia y toneladas de cartas.
El secreto se reveló para los lectores franceses en marzo del 2000, cuando Bernard Pivot, el interrogador de “Apostrophes”, presionó en la televisión a Rolin para que ella reconociera que su personaje Jim era un disfraz de Sollers. Unos días más tarde, París Match entrevistó por separadas a Rolin y Kristeva, y en ambas conversaciones se nombró a Sollers, el espectro común que sobrevolaba sus almas.
A partir de 2018, Gallimard publicó las cartas de Sollers a Rolin (para quien el amor “es una prisión de libertad total”), y las de Rolin a Sollers. Son cuatro tomos, dos por persona, en cortes de tiempo que van de 1958 a 1980, y de 1980 a 2008. Cuatro ladrillos de madera laminada, con letras rojas sobre tapas claras. En esa simetría que cursa 50 años puede imaginarse la necesidad desesperada de relación entre los corresponsales.
Esa memoria a cuatro manos va a tener que competir con las Cartas a Nelson Algren (1999), de Simone de Beauvoir, escritas entre 1947 y 1964. Algren, el autor de la novela El hombre del brazo de oro (protagonizada por Frank Sinatra en una adaptación de Otto Premiger), fue su amante transoceánico a espaldas del ocupadísimo Jean Paul Sartre, inclinado sobre su legendario cuaderno cuadriculado en el que estampaba su letra de niño chicato. Como lo fue Claude Lanzamann, al que también le escribió cientos de cartas de amor.
Pero si pueden competir con otros programas de amor interminable, es porque pertenecen a un mismo grupo de riesgo amoroso. El amor de Simone de Beauvoir por Algren y Lanzmann, y el de Sollers por Rolin, se dan por afuera de sus parejas míticas, incluso sucesivas. Porque fue cuestión de que muriera Sartre en 1980 para que el halo de consorcio real de la inteligencia francesa que formaba con de Beauvoir se traspasara a Sollers y Kristeva. ¿A qué pareja, y sobre todo de cuántos integrantes, le tocará la gloria de este siglo?
JJB
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