¿Por qué no invierten más los empresarios?
Henry Ford decía que era necesario mejorar el poder adquisitivo de los salarios que pagaba su empresa para que sus empleados también pudiesen comprar el producto que fabricaban. Esa idea virtuosa tiene un consenso de una parte importante de la dirigencia de nuestro país, no solo por razones económicas (es uno de los componentes clave de la demanda) sino políticas: mejores salarios significan mejor nivel de vida y eso se traduce en votos.
Hay otra parte de la ecuación que, sin embargo, es menos popular y menos discutida. Para que Ford pudiese siquiera plantear la posibilidad de mejorar salarios y que todos pudiesen tener potencialmente un Ford T, su empresa tuvo que hacer primero un salto fenomenal de productividad, simbolizado por la famosa línea de ensamblaje en movimiento que redujo de 12 a 1,5 horas el tiempo que se necesitaba para fabricar un coche.
Aunque tiene más de 100 años, el ejemplo todavía es paradigmático del capitalismo en el que vivimos hoy. La fórmula hacia el desarrollo implica innovación y aumento de capacidad. Todo eso se logra con una palabra mágica, que no tiene mucho rating entre nosotros: la productividad.
Tener una agenda de productividad está íntimamente relacionado con otra palabra clave para nuestro presente y futuro económico: la inversión. En la Argentina de las últimas décadas la inversión ha estado muy retrasada en términos de su participación en el producto bruto. Solo tres veces en nuestra historia reciente logramos superar o acercarnos a la marca del 20% sobre PBI (’60-’62, ’76-’80, ’05-’09). Desde 2009 en adelante, se encuentra por debajo o cercana al 15%.
Como es la norma en estas columnas mensuales, voy a intentar reflejar las impresiones del sector empresario a partir de conversaciones con industriales de diferentes rubros, y las voy a mezclar con mis propias apreciaciones. En este caso, aproveché la relativa calma de enero, cuando una parte de la industria baja momentáneamente sus persianas, para reflexionar con algunos colegas sobre cuándo y por qué invierten. La respuesta es multicausal y no solo técnica sino también política.
Primero, las malas noticias: hay debilidades endémicas de nuestra macroeconomía que se conjugan para desincentivar la inversión. Algunas de ellas: el bajo o nulo acceso al crédito, la inestabilidad cambiaria recurrente y potenciales restricciones (para, por ejemplo, girar divisas al exterior para repagar préstamos), los impuestos a la exportación de valor agregado para quienes invierten pensando en mercados foráneos, entre otras.
Luego aparecen las llamadas “cuestiones institucionales” que se relacionan con la política: reglas de juego cambiantes que hacen dudar a quienes deben hundir capital en activos que requieren años para ser amortizados. ¿Cómo saber si el mercado en el que invierto hoy tendrá las mismas regulaciones en el futuro? Esto es clave para la planificación de sectores como el industrial, donde las barreras de entrada son altas, pero también para otros sectores.
Ambos factores – el económico estructural y el político institucional – son cruciales a la hora de evaluar el riesgo asociado a una inversión. A mayor incertidumbre sobre esas variables mayor riesgo y por ende menor propensión a realizar inversiones. Este factor es importante no solo porque sin inversiones no vamos a poder ampliar nuestra capacidad productiva (sinónimo de más empleo y mejores ingresos) sino que en el mundo actual la inversión también es crucial para mantener las posiciones que tenemos actualmente: sino avanzamos, retrocedemos. Esto es particularmente cierto en los sectores transables, donde la decisión de invertir es casi de vida o muerte porque la competencia se tecnifica, como está pasando en gran parte del mundo desarrollado y en desarrollo.
En el mundo empresario hay consenso sobre lo importante que sería contar con una Ley de Incentivos a la Inversión para empezar a revertir esta situación. Desde la UIA hace muchos años que venimos planteando varios esquemas posibles de implementar: amortización acelerada, devolución anticipada del crédito fiscal de IVA, deducción de intereses sobre el capital propio destinado a inversiones, etc. Estos incentivos (y otros) existen en aquellos países con los cuales debemos competir. Y existen por una razón simple: la visión de que el motor de la economía es el sector privado y que este tipo de legislaciones generan círculos virtuosos de empleo, productividad y recaudación. No hay impacto fiscal porque son ingresos que de otra manera nunca habrían existido.
Mariano Bosch de Adecoagro, un empresario agroindustrial exportador con negocios en la región, me dijo por ejemplo que invierten todos los años varias decenas de millones de dólares para mantener su producción con la calidad y eficiencia necesarias para sobrevivir y ganar en mercados cada día más competitivos. Pero agrega: con condiciones más estables podría multiplicar hasta por 10 esas inversiones anuales. En la industria automotriz, cuyo negocio es parte de una cadena de valor global, nos falta producción local de ciertos componentes, sobre todo los más tecnológicos. Daniel Herrero de Toyota sugiere un incentivo concreto para quien invierta para fabricar lo que hoy no se fabrica: “que el primero que haga ese eslabón no pague impuestos por un tiempo”. Otro win-win sin impacto fiscal.
Con todo, existen muchísimos empresarios que innovan, invierten y hacen crecer sus empresas en capacidad y productividad, desde hace generaciones. Que hacen que sus negocios sean rentables y prósperos, como lo hace desde hace décadas el grupo familiar Sinteplast de Miguel Ángel Rodríguez, invirtiendo más del 75% de las utilidades cada año. Y que quieren seguir invirtiendo. Que estos empresarios sobrevivan las vicisitudes del país y que crezcan es la única forma en la que podemos hacer un país desarrollado.
CC
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