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LOS CUADERNOS DE VERANO

No fue precisamente el verano del amor

Fabian Casas Los cuadernos de verano rojo

Fabián Casas

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Un día en las carreras, un noche en la ópera, una tardecita en la Chacarita. A veces pienso que los recuerdos son como remover la mierda que queda en el paladar del inodoro. Ese verano parecía prometedor. No tan caluroso, pero no fue precisamente el verano del amor. Yo volvía en un colectivo, lo recuerdo bien, estaba parado agarrado a la manija del techo con mi mano derecha ¿o era la izquierda? No, seguro la derecha, porque escribo ahora con la derecha, agarrado, como decía, a la manija de arriba del colectivo. Volvía de pasar la noche con una chica, ¿pero qué chica? No lo recuerdo. Entonces subió una mujer delgada al ómnibus y se acercó a mí y yo tardé en darme cuenta que era una vecina de mi barrio, la mamá de una chica rubia, alta y de un niño más bajo, más chico. Pero sus nombres ya se me borraron. La persona que podía decirme cómo se llamaba esa señora también murió. Es así, los apuntadores se mueren y uno queda solo en el escenario, sudando, porque se olvidó la letra.

La mujer me saludó y me preguntó, consternada: ¿Cómo está tu papá con lo que pasó? Pensé que me hablaba de la muerte de mi madre, que había sucedido el invierno anterior, un invierno riguroso. Le dije que mi papá estaba mejor, que de a poco iba superando lo de mi mamá. Pero ella se quedó callada y me dijo: No, no lo decía por lo de tu mamá, lo decía por lo que pasó esta madrugada. ¿Qué pasó?, le pregunté. Yo lo había visto a mi papá un mes antes, por última vez, en Mar del Plata, donde había puesto con un socio un restaurant y un hotel, una inversión riesgosa. Había estado ahí con la idea de visitarlo una semana, pero sólo pude aguantar dos días antes de salir huyendo porque mi papá estaba rodeado de dementes y el restaurant y el hotel iban al garete.

Bajé del colectivo y caminé apurado hasta mi casa, que en ese momento era la casa donde vivían mis hermanos y era la casa de mi padre quien, en ese momento, estaba ausente porque la estaba rompiendo en Mar del Plata, según sus cartas, pero yo sabía, porque lo había visto con mis propios ojos, que no, que no la estaba rompiendo. Y cuando entré a mi casa, mis hermanos estaban viendo la tele, consternados y mi viejo estaba siendo entrevistado por alguien. Me llamó la atención que mi viejo estaba llorando. Empezó a sonar el teléfono en la casa sin parar. Uno de los llamados era de mi papá. Me dijo que estaba por salir para Buenos Aires y que estuviera preparado porque iba a tener que manejar su auto que él no sabía manejar y me pidió que me pusiera un traje oscuro y una corbata. Le dije que el auto lo podía manejar mi hermano Juan, que era el que siempre lo manejaba, pero él me dijo que no, que yo era el mayor y que lo tenía que manejar yo. Después me dijo algunas cosas más, balbuceos, consejos, horarios, planes inmediatos.

Me di cuenta que iba a ser un día intenso, de esos que uno tiene que vivir en subida. Así que decidí tomar mis propias precauciones. Fui a mi pieza y busqué entre mis cosas un ácido. Me lo tomé cuando llegó mi viejo y yo, él, y mis hermanos subimos al auto para sumarnos al cortejo fúnebre. Me pegó enseguida. Era un día soleado y veía que el cielo estaba con múltiples colores. Me fascinaba el cielo. Todos estábamos con los rigurosos anteojos negros pero yo veía la claridad del cielo con una intensidad inaudita y escuchaba el ruido de las cigarras y el ruido de las ruedas pisando el asfalto, aplanándolo, o el leve repiquetear cuando nos tocaba una calle empedrada. Esa música me acunaba.

En un documental que vi sobre los sobrevivientes de Hiroshima, un hombre contaba que cuando vio al hongo atómico en el cielo la luz que irradiaba le parecía hermosa y que eso le dio durante mucho tiempo una culpa atroz. Nosotros, nuestro auto, un Dodge 1500 rojo, formaba parte de un largo cortejo fúnebre que se abría paso lentamente entre una multitud. No podíamos avanzar, no servía de nada avanzar, pero teníamos que avanzar. En un momento nos detuvimos y todos salimos de los autos y mi padre se apuró (siempre caminó rápido) y agarró una de las manijas del féretro.

La Sociedad de Actores tiene un lugar especial para poner a sus muertos célebres en nichos, y para llegar hasta él hay que bajar unas escaleras. Todos bajamos de a poco y cuando el féretro se alzó para descender, la gente que estaba rodeando el lugar, una multitud trepada a mausoleos, parados, como podían, empezaron a aplaudir y yo pensé que me aplaudían a mí, porque había logrado llegar hasta ahí manejando a paso de tortuga con un ácido en la cabeza.

Pensaba en el latiguillo célebre de El Manosanta: Adianchi, ¿me trajiste a la nena? No, le decía Alberto a Dios, pero vine con mi vieja.

Creo que bajé las escaleras y me quedé de costado, en un rincón, sólo podíamos bajar los que habíamos sido denominados por la prensa como “El clan Olmedo”. Los familiares, los hijos, los amigos íntimos. Alguien me dio un cigarrillo y lo encendí. Entonces perdí la noción del tiempo lineal. ¿Estaba sentado? ¿Estaba agachado? ¿Estaba tirado boca arriba? Me impuse decir yo, yo soy, yo estoy acá. Soy el que habla desde hace miles de años, soy en este reducido espacio mental y físico el único que está acá y todos pasan por mi rabillo del ojo.

Entonces escuché una voz, era la de Tato Bores que me decía: Hay que irse y tu viejo le sigue hablando al féretro, vení ayudame a sacarlo de acá. Mi papá estaba al lado del nicho y hablaba sin parar, le hablaba a la tapa del nicho, donde decía el nombre de Alberto y la fecha de la muerte. Agarrándolo cada uno de un brazo, Tato y yo lo sacamos de ese lugar y lo obligamos a subir las escaleras.

Volvimos a casa, pero esta vez manejó mi hermano. Yo le dije que me había tomado un ácido y que no podía más. Mi hermano me miró estupefacto. Cuando llegamos a casa, mi viejo se encerró en su pieza y yo me tiré en Ia cama, vestido con el traje negro que llevaba puesto y la corbata. Me dormí profundamente. En mi sueño sonaba un teléfono o una alarma, muy lejana. Me desperté. Era el teléfono de casa que ahora sonaba de nuevo, una y otra vez, pero la casa parecía vacía y nadie atendía. Me paré y atendí. Era Fernandito Olmedo. Me decía que su abuela, en el avión que la traía desde La Rioja hasta Buenos Aires para despedirse de su hijo, se había sentido mal y se había muerto. Me preguntó si lo podía ayudar a ir a buscar su cuerpo a la morgue o al hospital, ya no me acuerdo. Le dije que sí. Colgué. Me miré en el espejo grande, inmenso, que mi papá había puesto en el corredor de nuestra casa. Y empecé a reírme sin parar. Pensaba en el latiguillo célebre de El Manosanta: Adianchi, ¿me trajiste a la nena? No, le decía Alberto a Dios, pero vine con mi vieja. 

FC

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