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Opinión

La pandemia y su equilibrio imposible

No solo los jóvenes en Pinamar rompen las reglas

Pablo Semán / Ariel Wilkis

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La pandemia ya se instaló en la serie histórica de las grandes crisis de la Argentina democrática, como lo fue la hiperinflación de 1989 y el estallido de 2001. Son un modo recurrente de inflexiones que parecen ser totales en el sentido de que afectan la política, la economía y los lazos sociales en todas las escalas. Así la política de control de daños tiene una dimensión más a la cual atender: el desgaste de la autoridad presidencial y, al mismo tiempo, la distancia creciente con que los ciudadanos arrasados por la incertidumbre, las perdidas y los temores observan a la clase política. 

Los encuentros cara a cara son los hechos sociales malditos de la sociedad pandémica. A lo largo de estos meses descubrimos que esos encuentros pueden tener múltiples formatos -fortuitos, planificados, laborales, lúdicos, legales o clandestinos- y siempre suponen la copresencia física. Económicamente y moralmente vitales, son el vehículo para la expansión de contagios y muertes por Covid-19.  

Las decisiones recientes del gobierno nacional respecto de la gestión de esos encuentros (indicaciones que adaptarán como puedan las autoridades locales y provinciales) reflejan este condicionamiento crucial. Todas las medidas sanitarias se instalan en un delicadísimo y a la larga imposible equilibrio entre las necesidades e interpretaciones de la sociedad, exigencias epidemiológicas, necesidades económicas y los recursos políticos y estatales.  

En el doble contexto de especificidad de la pandemia y las tendencias de largo plazo a la crisis de nuestra sociedad es necesario que la promoción de cualquier medida destinada a prevenir los contagios se proponga más allá de acusaciones morales. Deben reconocerse los dolores de todos y bien lejos de la dicotomía cuidados-solidaridad del Gobierno y la dicotomía libertad-individualismo de la oposición. No es una preferencia caprichosa sino un deseo informado por datos y por análisis. 

Guste o no, es un hecho objetivo que la extensión, variación y mediatización de la pandemia (y de los modos de enfrentarla) han transformado a la sociedad en varios aspectos incluida la masificación de la opinión respecto de casi todos los rubros de salud pública. A finales del mes de marzo, la sociedad no tenía esa experiencia y por lo tanto tendía a seguir los motivos y las razones de una cuarentena exigente que proponían las autoridades políticas apoyadas en el conocimiento de los expertos. A medida que pasa el tiempo la experiencia de la cuarentena -cómo se la vive y significa- provee elementos poderosos para explicar por qué se sigue o no esta norma.

Esas interpretaciones expresan cómo efectivamente se viven, sienten y piensan tanto el ASPO como el DISPO y alimentan reacciones de los ciudadanos que se distribuyen entre la adhesión y el rechazo pasando por todo tipo de fragmentaciones y negociaciones de la regla. Estas experiencias y sus interpretaciones tienen la propiedad de no ser experimentos, o discutibles como tales. Por eso no pueden ser contrastadas, ni tampoco descartadas por la política pública de un Estado que no goza de obediencia generalizada e inmediata, no posee recursos para paliar los costos de una nueva paralización de las actividades y no dispone fácilmente de la posibilidad coercitiva que imponga la norma. 

Así sucede que las interpretaciones de la sociedad no pueden ser descartadas, desconocidas, rechazadas ni negadas, sino comprendidas en sus motivos y en su eficacia en el proceso en el que es necesario gestionar diversas etapas y formas de combate al virus. La imagen piramidal y verticalista de la sociedad en que se sostienen las políticas públicas, especialmente las destinadas a atender una emergencia, deben conceder a este hecho y complejizar esa imagen para poder mantener su capacidad de conducción. Y conste aquí que la comprensión que reivindicamos como procedimiento nada tiene que ver con la justificación y si, en cambio, con la captación de los motivos plurales que desempeñan el papel de contratendencias que erosionan o imposibilitan el cumplimiento de la norma. 

La prudencia política y el realismo sociológico evitan que el gobierno plebiscite su autoridad ante cada nueva medida de prevención sanitaria que necesariamente debe aplicarse, pero cuyas condiciones de eficacia dependen de una sociedad que tiene esos modos polimorfos y contradictorios de relacionarse con las reglas. 

El rechazo parcial o total a la norma puede significar adhesiones a otras comunidades además de las políticas, como las religiosas o las generacionales. El rechazo expresa también posibilidades que varían con el nivel socioeconómico y el tipo de empleo. Hay ciudadanos cuyos ingresos y subsistencias no solo dependen de circular para ir a trabajar sino de que haya sociabilidad física. 

Los jóvenes en los balnearios de clase media alta tienen el boleto picado para quienes miran escandalizados su irrespeto a las normas y la vida. Nos gustaría acompañar esta perturbación y mirar para otro lado cuando la fiesta y el deporte no brotan de las playas de Pinamar, sino de las periferias más castigadas por la pobreza y por la pandemia.   

El vitalismo transclase, que no sólo es juvenil, se hace fuerte en la idea de que “no podemos tener miedo ante una cosa tan chiquita, cuya letalidad es ínfima y focalizada en los mayores”. Un poco sobre la base de un recorte arbitrario de la información sobre quiénes son las víctimas mortales privilegiadas del virus, o sobre las secuencias de contagio se saca una conclusión que al mismo tiempo es portadora de un discurso moral y pasible de ser moralizada: “¡los jóvenes son los que enferman!” o la respuesta “ustedes dicen eso porque no son empáticos con las consecuencias del encierro”. En ese debate todos y nadie tienen la razón. 

La grieta es un fenómeno de minorías intensas. Activarla a propósito de la gestión de la pandemia es jugar con el peligro de que se amplifique y de que todo el mundo encuentre un lugar en ese falso refugio que oculta la complejidad de la sociedad y las fracturas reales. Con la grieta nunca ganan ni el país ni el actual oficialismo que a veces se complace en el furor cortoplacista de la supuesta batalla definitiva. La grieta es una posibilidad que está instalada en las disposiciones de los argentinos porque es el decantado de lo político en los esquemas de la acción social con que muchísimos sujetos evalúan, perciben y actúan. La sociedad está más allá de la grieta política, aunque no lo sepa y deba acudir a ella para hacer inteligible y decodificable públicamente sus opiniones e interés. 

La interpretación que enfoca como criminales a los jóvenes que vacacionan en Pinamar y rompen las normas omite que no son solo jóvenes ni ricos los que por diversas razones cumplen de forma fragmentaria, limitada e incluso nula las recomendaciones del DISPO. Y con ello corre el riesgo de debilitar aún más la adhesión a las medidas sanitarias e incluso incentivar el espíritu de insubordinación que se legitima en el valor de la libertad con el efecto no deseado de aglutinar a quienes usan fragmentariamente la norma con aquellos que la rechazan activa y globalmente. La norma tiene usos con significados múltiples. La promoción de la misma o el combate a su incumplimiento no pueden alinearse en discursos morales que siguen las líneas más twiteras de la grieta so pena de ayudar a que se produzca ese efecto de galvanización reactiva. 

En la promoción de la salud no debe confundirse el conjunto de la sociedad al que hay que contener con un segmento de la propia base electoral. La mirada estatal sobre la pandemia no puede alinearse sólo con quienes tienen todas las posibilidades de ser epidemiológicamente correctos. El Estado debe encarnar un punto de vista más amplio que el de un sector que ha identificado en el objetivo salud la posibilidad de hacer valer la prioridad de lo colectivo (y de su versión de lo colectivo). Este sector es una parte visible de su base electoral, pero de ninguna manera su totalidad y menos todavía de la sociedad argentina a la que debe gobernar. El decreto presidencial que gobernadores e intendentes deberán interpretar y ejecutar de acuerdo a sus realidades es, justamente, una tentativa de armonizar todos los factores en un promedio: una medida de no muy alto impacto epidemiológico, de no tan alto costo político y con la esperanza de que la vacunación genere otras condiciones. Gobernar la conjunción de la pandemia con los resultados de una de las más grandes crisis de endeudamiento de la historia no parece dejar muchas alternativas. Es gobernar un terremoto en cámara lenta.  

PS AW

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