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Opinión
El miedo del jardinero

Marcha en repudio al atentado contra Cristina Fernández de Kirchner
8 de septiembre de 2022 08:21 h

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“El jardinero que trabaja en casa llegó y dijo que tenía miedo por lo que había pasado”, me dijo el referente de una agrupación de graduados universitarios en un momento de la marcha del viernes pasado. Los dichos del jardinero constituían para él una prueba de que éste era un momento de afirmación de la fuerza del kirchnerismo y que en consecuencia no era necesario “acercarse a nadie”. No es ni gratuito ni productivo decir esto en un país en que los espacios políticos predominantes configuran una polarización asimétrica. El centro es el Frente de Todos con todas desavenencias de una trieja que dice poliamor cada vez que vez que se descubren cuerneándose, la derecha de Horacio Rodriguez Larreta, la ultraderecha de Mauricio Macri y, en un continumm orgiástico, la ultraderecha plus de Javier Milei y Patricia Bullrich. 

No contentos con la plusvalía que extraemos del jardinero también le robamos el sentido de su experiencia al confundir, por prepotencia interpretativa de la comunidad de politizados, lo que en realidad es otra reacción con afinidad político-identitaria. Una cosa es la sociedad política y otra los que viven la “vida común” y están fuera de la “conversación pública”. La oposición entre estos dos elementos es groseramente dicotómica, pero es mejor que nada ante los riesgos del remanido “la gente anda diciendo” en que se montan las autolegitimaciones de las facciones en pugna en el peronismo y en la sociedad argentina (cada politizado lleva en su mochila un manual de hermeneútica del pueblo). El miedo de los nadies es otra cosa. No tiene medios para expresarse, ni editorialistas que lo esteticen por fuera de sus propias intenciones editoriales. Es como la compasión por los desaparecidos que tuvo la gente común y que en nada se asemeja al encolumnamiento con la postulación de vidas ejemplares que hemos hecho los familiares y han recolectado de forma sistemática -con excepciones honrosas- las memoriologías académico-políticas. No se trata, relativicemos, que los nadies no tienen su claridad política o que los militantes y los dirigentes no tienen sentimientos y posiciones más allá de la “línea”, pero si quieren malentender haganló. Eso no remueve un hecho: la tentativa de asesinato de la vicepresidenta, además de conmover con un motivo homogéneo amplias zonas de la sociedad en las que el oficialismo pudo o podrá movilizar un crédito en su favor, también roza nervios casi desconocidos. La política oficialista no los ve pero intenta movilizarlos con el riesgo del efecto boomerang y la política opositora juega con los síntomas y los fogonea a distancia de cualquier idea de responsabilidad y compromiso democrático. 

EL repudio al atentado fue pletórico de sentidos en el plano del círculo rojo ampliado de la política y las militancias de todas las layas. En un abanico de opciones que no necesariamente se excluyen, aparecen los motivos de la defensa de Cristina, de la democracia, del peronismo, o el del repudio al atentado con claro signo neofascista de su ejecutor y a algunos de sus defensores más o menos desembozados en el seno de la clase política. Estos sentidos nacen de experiencias y temporalidades muy diferentes del kirchnerismo: la que inició una ola de reparaciones luego del calvario menemista, la del kirchnerismo relanzado en el “conflicto con el campo” como fuerza antioligárquica con que realizó CFK sus dos mandatos consecutivos, la de la defensa frente a la hostilidad macrista contra los sectores populares y la de los tiempos turbulentos del mandato de Alberto en que se mezclan las amarguras de la herencia macrista, la pandemia, la guerra, la inflación y los conflictos internos interminables y repletos de zancadillas. Habría que incluir en ese abanico las reacciones mezquinas, irresponsables y directamente incendiarias de las tres facciones de la derecha. 

Pero hay, además, un sentido transversal a las formas que pueden comprenderse desde el punto de vista del amplísimo sector de la sociedad que de una manera u otra se identifica, o se ha identificado, con algunos de los motivos de la experiencia kirchnerista en su extensa historia. En una relación compleja con los temas de la democracia y el peronismo (nadie quiere la democracia de los abogados radicales y cada uno tiene el peronismo que se le ocurre, incluso peronismos superadores del peronismo) muchísimas de las personas presentes en ese acto y de las que asistieron horrorizadas a la tentativa de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner intuyen algo aterrador: a pesar de los cálculos político-electorales de siempre (el piso, el techo, la tracción y la centralidad de la jefa, etc.), de las banalidades y canchereadas que en general consisten en minimizar los peligros y sobreestimar las virtudes. A pesar de las declaraciones rutinarias de optimismo de la voluntad propaladas por un régimen discursivo que funciona en piloto automático y pretende utilizar a los que llaman “propios” como masa de maniobras de una dirigencia que vive en zig zag .Y, pese también, a un discurso de dirigentes irresponsables que abrevan en las aguas turbias de la claridad con que la ciencia política plantea ideas abstractas acerca de la pendularidad de los electorados, las multitudes temen que lo que sigue después sea mucho peor que lo que hayamos conocido en cualquier gobierno desde 1983. En la facción contraria de la sociedad política también se viven miedos específicos y contradictorios: desde “quedar salpicados” a no ser lo suficientemente “duros”.

Hay discusiones que son de la sociedad política ampliada, que va desde los dirigentes y sus mesas chicas a sus amplísimas periferias que confunden el último seguidor del último periférico en Twitter con “el pueblo” cuando en realidad este comienza varios kilómetros después de ese mojón. En la sociedad política ampliada hecha de comentarios políticos, alianzas, pasiones y confrontaciones, de intereses, contratos y expectativas, el miedo tiene coordenadas políticas que son muy distintas de las implicadas en el miedo del jardinero entendido como uno de los tantos miedos de lo que por contraposición podríamos llamar, con torpeza, la sociedad civil. El miedo en ningún caso es idiota. Y este quizás sea un bien a preservar y a purificar frente a los habituales festilindos del nacionalismo democrático popular que es en parte responsable de que en el 2023 el horizonte de la Argentina pueda ser el de un Bukele o un Bolsonaro. No se trata de reivindicar el miedo para amedrentarse, sino de entender que ahí hay una percepción de lo que debe enfrentarse con inteligencia, amplitud y valentía que hasta ahora y muchas veces han faltado en situaciones cruciales. Algo que falta toda vez que se escritura a cuenta propia el miedo del jardinero para ganar la interna del Frente de Todos y la de la sociedad política.

El miedo del jardinero es otra cosa que ese miedo de la sociedad política. Se retroalimenta de inflación, de todo tipo de inseguridades y desengaños propinados por el Estado, de frustraciones pandémicas acumuladas que nunca fueron contenidas ni suturadas. No surge de ámbitos colectivos en el que se discuta sistemáticamente algo (incluso con la pobreza de nuestras reuniones políticas en las que el cachetazo verticalizante del referente que baja la línea, la mercadería y el merchandising, es la realidad efectiva), sino de una cotidianeidad agobiada que se tramita en conversaciones intermitentes en búsqueda de consuelo que van del horóscopo a las iglesias, del psicólogo a los libros de autoayuda, del alcohol, las pastillas, el porro y la merca a los tratamientos psiquiátricos, -y también incluye diálogos incidentales con los vecinos, los comerciantes, las familias y los amigos. 

El miedo del jardinero condensa una expectativa angustiada en la que se agolpan, casi en una gota, los efectos de las catástrofes que van desde los años iniciales del estancamiento económico hasta los efectos recientes del encierro que incluyen las fracturas domésticas, el reinicio agobiante de una vida económica post pandémica empeorada por la inflación y los contratos despóticos. Puede que este miedo sea menos articulado que el discurso político aunque haya que decir que el discurso político, salvo excepciones, se quiere a sí mismo como voz marcial, como grito gutural que apela a las figuras machas que fascinan porque los falsos deconstruidos piensan que hay alguien que goza sin límite alguno. O quizás debamos apreciar la especificidad de los tantos miedos de los tantos que muteamos con nuestras interpretaciones. El miedo del jardinero tiene su propia entidad “otra”: no nace de un proyecto para reformar el país en un sentido o en otro sino de la visión de nubarrones, huracanes y sequías que se proyectan sobre su labor cotidiana y la amenazan casi mortalmente. Tiene otro epicentro: mucha gente teme perder de un golpe lo acumulado, perdido y vuelto a acumular en los últimos años, y mucha gente teme que la violencia, sea cual sea, venga de donde venga, haga más peligrosa la intemperie que padece actualmente. 

Mucho de lo poco que conecta a la sociedad política con la sociedad civil es algo que malamente se llama discursos de odio y es el efecto estratégico del funcionamiento de apuestas conscientes y mecanismos incontrolables que transforma esos miedos en beligerancias. En ese contexto la expropiación del miedo del jardinero, extracción de plusvalía simbólica que se refuerza con la que extraemos contratando, no sólo es parte de la polarización asimétrica en contra en la que, hasta donde yo sé, el peronismo no ganó nada. Esa misma expropiación simbólica es parte del circuito de violencia entre la política y la sociedad. Puesto a pelear la pelea de la sociedad política el gobierno tiene las de perder por partida doble: frente a la oposición que medra con su necesario desgaste, frente a la sociedad civil a la que se quiere llevar puesta con slogans. A una semana del atentado esos riesgos son comprobables en encuestas que muestran hasta donde se agravó la polarización y la poca solidaridad que logra el gobierno encerrado en su cámara de eco: tan grande como para no sentirse minoría, tan pequeña como para no poder formar mayoría.

PS

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