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Opinión

Privilegio eres tú

@elchara

Para Facundo Milman

Fui invitada a un programa de radio para hablar acerca de la cancelación. Estábamos intentando pensar el caso Woddy Allen, cuando una periodista dijo: “el poder de Woody Allen que representa el ADN de la ciudad más importante del mundo, un hombre, varón, de clase media alta, judío, inteligente y un montón de cosas” (sic). Interrumpí a la periodista para señalarle que la condición de judío es una minoría. Luego hubo una serie de balbuceos sin sentido y un “no lo quise decir como una mayoría, disculpas”. Para después decir: “con tantas interrupciones me mezclo y quiero ser respetuosa, de verdad” (sic) -lo transcribo exactamente desde el audio que escuché-. ¿Por qué una persona en un programa de radio me hace a mí, que soy judia, un comentario antisemita, un comentario basado en que los judíos tenemos privilegios y un lugar de poder por ser judíos? Ese comentario no fue premeditado, fue ideológico. Se trató de la ideología que se cuela cuando sólo se piensa el mundo desde una sola variable: el género. Esta persona se llenó la boca con la palabra interseccionalidad, pero todo lo que dijo ahí, en ese programa, fue relativo a mujeres y hombres. Una sola variable, el género, hizo que le pasara inadvertido su antisemitismo. Ese definido por Theodor Adorno como “el rumor sobre los judíos”.

Freud descubrió que uno no sabe lo que dice hasta que se escucha. Uno habla y pone en juego una verdad que, muchas veces, ni sabía que portaba. La ideología suele colarse en los pequeños intersticios que van dejando los discursos estridentes, aparentemente consistentes y bien intencionados; la ideología se cuela entre los agujeritos que se producen cada vez que alguien habla.

Freud descubrió que uno no sabe lo que dice hasta que se escucha. Uno habla y pone en juego una verdad que, muchas veces, ni sabía que portaba. La ideología suele colarse en los pequeños intersticios

Porque hablar, como dice José Luis Juresa, es dejar de ser. En cuanto uno se pone a hablar todo eso que uno creía que era, se pone, cuanto menos, en cuestión, es decir, en forma de pregunta. Hablar es encontrarnos de golpe con que el Yo - ese bodoque sólido y pretendidamente entero- es nada más -y nada menos- que una ortopedia -necesaria- que se refleja en el espejo del ser y no quiere enterarse de aquello que lo atraviesa. El inconsciente es eso que nos hace hablar y nos hace decir una verdad que nos resulta extraña a nosotros mismos. Por eso a veces se dice que el inconsciente traiciona. Traiciona las buenas intenciones del Yo -y de la periodista del programa de radio-. Sin embargo, nada más leal que el inconsciente. Estar muy seguros de lo que somos nos hace aferrar a una fijeza inamovible, incuestionable, estereotipada. Ese ser que creemos que somos nos insta, además, a cumplir con el “deber ser”. En definitiva, creernos muy seguros de ser algo funciona como un tapón que silencia y que impide pensar. Es por eso que ciertas verdades se alojan más en la enunciación que en los enunciados, aunque no haya uno sin la otra. Hasta en el sintagma “llueve” hay enunciación, dice Lacan. Esa enunciación designa no sólo el lugar desde el que se habla, sino las condiciones materiales en las que un discurso es pronunciado. No sólo desde dónde, sino en dónde -no es lo mismo criticar al progresismo desde la derecha que desde la izquierda, no es lo mismo criticarlo en el diario La Nación que en Página 12 y así-. La escena pública, esa que también pasa por las redes sociales, se tensiona y se crispa y son muchas las veces en las que nos sentimos conminados a opinar, a decir, a expresar y a reaccionar. En ese contexto no hay tiempo para pensar, ni para desbrozar las distintas capas de complejidad con la que algunos asuntos están tramados. La radio no es una excepción.

Uno de los tantos problemas de levantar el dedo y hablar desde la certeza de que se está del lado del bien es que el dedo tapa el bosque. El dedo es la estridencia que impide escuchar eso que transcurre mientras tanto, eso que se despliega subrepticiamente y que nos confronta con lo extraño, y hasta desagradable, que también forma parte de nosotros.

Florencia Angilletta habló de palabras llave y palabras tapón: “Las primeras son las que amplían, las que a veces ni siquiera importan en sí mismas sino en sus efectos, en lo que provocan, en lo que pasa con ellas. Las segundas son las que cierran, las que se dicen para dejar de pensar, las que tienen encima tanto acuerdo o desacuerdo que terminan anulando las disputas que supondrían. Más aún: a priori no hay palabras llave ni tapón, sino que operan como modalidades situacionales y relativas. Las luchas por la identidad y la nominación se organizan así, crujientes, encabalgadas entre ambas. El arte agudiza la lengua, muestra qué sigue teniendo fuerza o qué solo agrupa lugares comunes. Aunque ni siquiera porque esas palabras no puedan usarse, sino porque las seguimos usando «a pesar de»”.

La palabra “privilegio” se está convirtiendo en una palabra tapón. Denunciar que los privilegios son siempre del otro -y siempre el mismo otro- tapona nuestros propios agujeros/privilegios. No se trata de sentirnos culpables y pedir perdón por nuestros privilegios -posición habitual que no deja de estar en espejo con la de no verlos-, sino de estar advertidos de nuestras propias condiciones de enunciación. Hoy en día se denuncian los privilegios de género desde una clase dominante, sin que eso genere pudor ni temblor. No reconocer la clase privilegiada a la que pertenecemos hace que se cuele el clasismo y que le atribuyamos constantemente los privilegios al otro. Y cuando el debate se reduce a “hombres y mujeres” (si es que no “hombres vs. mujeres”), la condición de clase no aparece y sólo se discuten las condiciones de género. Si creemos que los únicos privilegios son los del género y hablamos solamente de mujeres y varones, tendemos a no ver qué relación establecemos con las posiciones de poder que las mujeres ocupamos. Visibilizar una sola cosa empieza a invisibilizar otras. O, como diría Alan Pauls, producimos exclusiones en nombre de la inclusión. Más que visibilizar, el gesto del dedo levantado se transforma en una luz de frente que nos encandila, nos enceguece y nos hace chocar. Visibilizar una sóla cosa nos impide revisar nuestros propios prejuicios, nuestra propia ideología.

Guarecerse en el ser feminista mujer es relativamente sencillo, lo que inquieta un poco más es encontrarnos con nuestros propias conductas abusivas, con nuestros propios prejuicios, con nuestra ideología en términos de falsa conciencia. En la conversación que mantuvieron Judith Butler, Vir Cano y Laura Fernández Cordero -editado como Vidas en lucha, de Katz editores-, Butler dice: “Para mí la actividad de la crítica, o lo que podríamos llamar un pensamiento crítico, no emerge de la categoría de identidad. No es que tengo una identidad y luego actúo sobre la base de la identidad. Por el contrario, yo actúo y hablo, y luego gente interesante como ustedes me dice lo que «soy». Habrán notado que no rehúso que me llamen «feminista», pero sería raro que empiece una frase diciendo: «como soy feminista creo que…» (...). Para mí, hay una operación crítica del pensamiento que no cae fácilmente dentro de ninguna categoría identitaria”. Luego, Cano y Fernández Cordero le preguntan lo siguiente: “Atendiendo a tu crítica sobre los riesgos de asumir una posición identitaria al nombrarse como feminista o lesbiana o judía, ¿no sería posible leer estas inscripciones como un modo estratégico, no esencialista y provisorio, de asumir una posición discursiva identitaria?”. Butler responde: “Vivimos en un mundo en el que se habla de las feministas, las lesbianas y lxs judíxs de una cierta manera (...) donde el discurso tiende a establecer significados hegemónicos así como oportunidades para su disputa (...). Cuando uno habla de ese modo, no está tanto describiendo lo que es, sino más bien respondiendo a una interpelación o referencia, o contestando a un discurso (...). En otras palabras, tenemos que conocer las conversaciones y los contextos discursivos más amplios en los que irrumpe una declaración, y qué diferencia produce. Quizás no sea importante para mi crítica de Israel el hecho de que sea judía, pero es como judía que desarrollé esa crítica a Israel, y eso es importante comunicarlo, especialmente cuando la oposición asume que nadie que se identifique como judxo criticaría abiertamente al Estado de Israel. En esas ocasiones es absolutamente verdadero que soy feminista y que soy judía, pero eso no significa que ninguna de esas categorías capture toda la verdad de lo que soy”. “Es importante comunicarlo”, dice Butler, cuando se está frente a un prejuicio. En ese mismo sentido es que Hannah Arendt dice “Si te atacan como judío, debes defenderte como judío”. Hay personas, muchas, que no consideran que el judaísmo sea una minoría. El antisemitismo actual, no el estridente de las derechas del mundo, sino ese más sutil, más pequeño, ese que se cuela en las posiciones que se autoperciben del lado del bien, también me asusta, pero sobre todo por lo inesperado.

Quizás porque ese antisemitismo pasa más inadvertido, quizás porque ese antisemitismo suele ser aceptado y circula en el discurso público más de lo que me gustaría, es que hace un poco más de un año escribí Y sin embargo, soy judía.

AK

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