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Opinión-Economías

Retenciones y distribución del ingreso: quiénes ganan realmente con el impuesto

Retenciones. Dada la escasa incidencia que tendría un aumento de esos impuestos en la producción, es básicamente una cuestión de distribución del ingreso y, por lo tanto, de intereses económicos.

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Hace poco más de un año escribí un artículo en el que explicaba, entre otras cosas, que los datos correspondientes a los 20 años últimos, en los que hubo “retenciones” (impuestos a las exportaciones), indican que la producción agropecuaria no se vio afectada en forma significativa por esos impuestos. Todo indica que, pasado un umbral de rentabilidad, la producción agrícola depende fundamentalmente del clima –a largo plazo, también de la evolución tecnológica–, no de los tributos que paga. Y que nunca se ha estado por debajo de ese umbral: la prueba es que la mayor cosecha de soja de nuestra historia fue en la campaña 2014/2015, cuando las “retenciones” a la soja estaban en su máximo; y, dado que el precio internacional tampoco ayudaba, el precio interno de la soja –medido en términos de pesos de valor constante– estaba cerca de su mínimo de los últimos 20 años.   

En este momento, los precios internacionales de los productos agropecuarios están en uno de los niveles más altos del siglo, habiendo aumentado –de acuerdo con la estadística que elabora el Banco Central– 35% en 7 meses. Como consecuencia, los precios internos –medidos en poder adquisitivo constante– han estado, a partir del segundo semestre de 2020, cómodamente por encima del promedio de, al menos, los 10 años previos. 

Estos precios altos se traducen en rentabilidad elevada, pero esta rentabilidad no origina un salto productivo: el valor agregado de los cultivos agrícolas en el año 2021 fue inferior al promedio de los años 2016-2019 (a pesar de la sequía del año 2018) cuando los precios, tanto los internacionales en dólares como los internos medidos en pesos de valor adquisitivo constante) eran más bajos. Y en el primer trimestre de 2022 tampoco parece haber un crecimiento de la producción. Lo que refuerza la conclusión: a corto plazo, lo que determina el nivel de producción es, fundamentalmente, el clima; los precios –luego de impuestos–percibidos por el productor, cuando superan cómodamente el costo marginal de producción, no muestran una incidencia importante en la oferta agrícola.

No hay mayor respaldo, basado en datos, para decir que la política tributaria es anti-exportadora y, por lo tanto, generadora de ineficiencia en la asignación de recursos productivos. La discusión acerca de las retenciones a las exportaciones agrícolas no es sobre esa asignación, sino sobre distribución del ingreso. ¿Quiénes pierden y quiénes ganan con este impuesto?

Cuando un bien relativamente homogéneo (como los cereales y oleaginosas) se vende tanto en el mercado interno como en el externo, un impuesto a las exportaciones es equivalente a un impuesto a las ventas (o sea, a la producción) más un subsidio al consumo interno. El precio en el mercado internacional, restados los impuestos a la exportación y traducido a pesos por el tipo de cambio, es lo que recibe el vendedor internamente. El precio no podría ser distinto en el mercado interno que en el externo: si lo fuera, nadie vendería en el mercado que tuviera el precio más bajo, hasta que en ambos mercados se iguale lo que obtiene el vendedor. Así, el impuesto a las exportaciones implica un menor precio cobrado por los vendedores, un ingreso al fisco por la parte que se exporta y un beneficio para los consumidores –por el menor precio a pagar– en el mercado interno.  

Los que pierden con el impuesto a las exportaciones de granos son los productores agrícolas (los exportadores son intermediarios, que trasladan el efecto del impuesto a los productores). Y los que ganan son los consumidores internos y el fisco. ¿A quién beneficia ese mayor ingreso fiscal? Depende del destino que se le dé. En las circunstancias actuales –se acordó con el FMI una reducción del déficit fiscal, que por ahora no se evidencia– podemos conjeturar que se usará para bajar el déficit fiscal y/o para evitar reducir gastos públicos; por ejemplo, en asistencia social o en inversión pública.

La reducción del déficit fiscal tendría a corto plazo un efecto positivo en las expectativas y –de persistir– a mediano plazo colaboraría con una mejora en la estabilidad macroeconómica. Con eso podríamos beneficiarnos el conjunto de los argentinos. Pero para buena parte de la población no le resulta evidente la vinculación entre el déficit fiscal y la estabilidad económica, lo que da espacio a quienes alientan el déficit como una solución a la puja distributiva (permite aumentar gastos sin subir impuestos), sin visualizar sus costos.

En la gran mayoría de los países, el Banco Central no emite dinero obligado por la necesidad de financiar el déficit fiscal, y no es porque lo pide el FMI, sino porque es lo más conveniente. Su población parece tener clara la necesidad de evitar un proceso inflacionario, que implica inequidad en la distribución del ingreso, ineficiencias en el funcionamiento económico y un serio obstáculo para el crecimiento. En Argentina falta el convencimiento de la necesidad de bajar el déficit fiscal de niveles que no pueden financiarse sin tener que emitir dinero (más tarde o más temprano); y, claro, nuestra inflación es varias veces la inflación mundial.   

En casi todo el mundo hubo este año un fuerte aumento de los alimentos, a partir de la invasión de Rusia a Ucrania. Argentina no fue excepción, lo que implicó una redistribución de ingresos, en beneficio de los productores de materias primas alimenticias, y en perjuicio de los consumidores de alimentos, existiendo además gastos fiscales para compensar a algunos sectores perjudicados por la aceleración de la inflación. En ese marco, se ha planteado la discusión de un aumento en los impuestos a las exportaciones de los productos cuyo precio internacional aumentó fuertemente este año, repercutiendo en el precio interno.

Dada la escasa incidencia que tendría un aumento de esos impuestos en la producción, es básicamente una cuestión de distribución del ingreso y, por lo tanto, de intereses económicos. Podríamos decir que es también una cuestión ideológica, vinculada con quienes quieren una mayor o menor intervención del Estado; pero esa cuestión ideológica no es abstracta, parte de apoyar a alguno de los intereses económicos que se ven afectados, positiva o negativamente, por las “retenciones”. Es un asunto que trasciende a la economía, es una cuestión política.

Y, para analizar la política, partamos de que, de acuerdo con la Constitución Nacional, el aumento de los tributos debe ser decidido conjuntamente por el Poder Ejecutivo y el Congreso. En las elecciones de 2019 se eligió un Poder Ejecutivo que, más allá de las expresiones de los funcionarios, está apoyado por una coalición de intereses que, en estas circunstancias, tiende a estar a favor de que se modere el aumento de precio de los alimentos, y que no disminuya el gasto público. Pero en las elecciones de 2021 ganaron coaliciones partidarias que respaldan los intereses de los productores agrícolas, que se verían perjudicados con la medida. Este triunfo hace que la iniciativa de aumentar los impuestos tenga muy pocas chances de ser aprobada y, por esa razón, si el Gobierno la presenta, se arriesga a una derrota con muy alta probabilidad.  

En su carta de renuncia, el ex Ministro Kulfas propuso una alternativa, que llamó “Fondo Soberano” y que yo llamaría “Fondo de Estabilización de precios agropecuarios”. Lo plantea como una especie de fondo anticíclico, destinado a moderar las variaciones de los precios que reciben los exportadores; el Fondo proveería un “precio sostén” (un precio mínimo para asegurar rentabilidad) para situaciones de bajas pronunciadas en los precios internacionales. Plantea, además, que una parte de los recursos del Fondo se destine a financiar gastos del Estado y a obras de infraestructura en el campo argentino. Y yo agregaría que también podría financiar un seguro gratuito contra desastres naturales, que compense a los productores agropecuarios en casos de pérdidas por sequías o inundaciones.

Desde la teoría está interesante: pero desde la política choca contra la misma pared que el aumento en las “retenciones”: las coaliciones partidarias que respaldan los intereses de los productores agropecuarios se opondrían y, por lo tanto, el Congreso no lo aprobaría. Y la oposición podría ser más feroz que la que enfrentan las “retenciones”; porque en el caso del “Fondo”, Kulfas propone institucionalizarlo, es decir, darle continuidad en el tiempo; mientras que, con las “retenciones”, los productores siempre pueden tener la esperanza de que suba un gobierno afín y las elimine o las reduzca sensiblemente, como hizo Macri a fines de 2015 (más allá de que en 2018 se haya visto obligado a reponerlas, contra su voluntad).

Para resumir, entonces: los impuestos a las exportaciones, en las presentes circunstancias, pueden usarse como instrumentos para la redistribución de ingresos; pero, más allá de las posiciones que cada uno tenga respecto a la equidad de esa redistribución, si los sectores que tendrían que pagar esos impuestos tienen capacidad de impedir que el Congreso los apruebe, el Poder Ejecutivo deberá pensar en otras herramientas.

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