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El sastre de Panamá y los desastres de Venezuela

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“Los países también pueden ser personajes”, reflexionaba el ex espía británico que bajo el pseudónimo John Le Carré firmó las veinticinco novelas que publicó en una larga vida que terminó esta semana. La observación se lee en un capítulo de sus memorias Volar en círculos -alevosas y ocasionalmente muy veraces-  dedicado a las circunstancias de la composición de El sastre de Panamá. La acción de este thriller de espionaje tragicómico transcurre en el país más joven de América continental, creado en el alba del siglo XX por la urgencia de construir un canal interoceánico, y cuya primera constitución fue esbozada por un funcionario norteamericano que no fue de primer rango. La dramaturgia era explícita, el país era un personaje en un escenario internacional sobre el cual podía actuar en los dos sentidos del término: en el de obrar y el de representar.

DRAMÁTICAS PERSONAS. En esta semana, pero tal vez en todas las del año, Latinoamérica ha sido muy actoral, con el gusto barroco ibérico por el trompe l’oeil demostrado en la transferencia virtual de mando del Mercosur cuando, como en un truco visual jesuítico, el uruguayo Luis Lacalle Pou hizo pasar de una pantalla a la otra, como por arte de magia o milagro,  el martillo de mando que circula de mano en mano según los turnos presidenciales de la unión regional, según un bien calculado golpe de teatro audiovisual. La actuación con guion estricto no excluyó la improvisación. El orgulloso político blanco. hijo de presidente. le morcilleó al presidente argentino. hijo de juez. si no quería que le pasara también un poco de asado.

BAJO EL SOL DE SATÁN. El uso público nacional de la alegoría protagonizada por un vecindario al que se atribuyen comportamientos redondeados como los animales de las fábulas es otro insumo dramático cuyo rendimiento es difícil calibrar. Después de unas elecciones legislativas en las cuales el oficialismo venezolano obtuvo su rutinaria victoria con un ausentismo que, según el cálculo (optimista) del gobierno. alcanzó sin esfuerzo las alturas del 70% del electorado, la oposición organizó una consulta popular a lo largo de la semana siguiente, durante la cual la ya no menos anticipable participación fue ostensiblemente mayor que la del único día de la jornada electoral oficial. El presidente encargado Juan Guaidó, proclamado tal por una Asamblea elegida en unos antiguos comicios legislativos sobre cuya limpieza no hay debates -como estadísticamente ocurre cuando el gobierno no los gana-, celebró ese resultado como un triunfo opositor. El centrista y democrático presidente colombiano Iván Duque, a quien no se puede acusar de simpatía encubierta por las autoridades de Caracas, considera que de los impasses venezolanos sólo se puede salir con diálogos y transiciones en las cuales el chavismo -con el que reconoce haber establecido los contactos de una diplomacia silenciosa- debe tener voz y voto. El líder opositor Leopoldo López, a su vez, también considera que el chavismo debe tener una silla con buen respaldo en esa mesa. No ha sido esta, desde luego, una posibilidad considerada por la Casa Blanca de Donald Trump.

ACUSADO SIN NOMBRE. También celebraron como auspicioso Guaidó y quienes lo reconocen -aunque aquí no se oyera el megáfono de la Secretaría de Estado- el que la fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) haya dado a conocer esta semana su opinión de que existen fundamentos razonables para “creer que, al menos desde abril de 2017, autoridades civiles, miembros de las fuerzas armadas e individuos a favor del Gobierno” han cometido crímenes de lesa humanidad. Conviene advertir que el dictamen de la acusación habla de gobierno venezolano -no de régimen, ni de dictadura, ni menos arbitraria tiranía-. Complementaria de las justicias nacionales de los Estados, la CPI debe investigar qué ha hecho y qué no la Justicia venezolana respecto de los cargos formulados: encarcelación, tortura, violación y/o violencia sexual y persecución de un grupo o colectivo por motivos políticos. Pero otro paso capital debe dar la CPI para llegar a abrir un proceso: formular acusaciones con nombre y apellido de las autoridades presuntamente responsables de los crímenes cuya comisión consta en el dictamen de la fiscalía. Hasta ahora, sólo enumera los cuerpos y agencias especializadas de las Fuerzas de Seguridad del Estado bolivariano y de organizaciones civiles dependientes del gobierno. Es más que comprensible que Guaidó se congratule, y que felicite a la CPI por redactar las tablas de sangre de un tirano en ejercicio al que todo señala como culpable. Pero la CPI no sólo no llama dictador al presidente Nicolás Maduro: ni siquiera lo menciona.

LAS RAÍCES DEL CIELO. Guaidó se dice dispuesto a un diálogo que incluya a todos, con la sola excepción de los funcionarios o militantes del chavismo sobre los no pesen acusaciones de crímenes de lesa humanidad, terrorismo y narcotráfico. Dejemos por completo de lado la cuestión sustantiva más grave, si existe o no sustento para los cargos atroces. Aquí es irrelevante, por escandaloso que nos parezca que, aun en un experimento mental, los derechos humanos dejen de ser la cuestión decisiva de un argumento. La excepción explícita que hace Guaidó es la clave y la debilidad de su posición: le sumó apoyos que perduran sin desfallecer a pesar de que hasta ahora los rendimientos de su axioma resultaron fatalmente decrecientes. Católicos como Joe Biden o el Papa, que operaron en pro del deshielo de Estados Unidos con Cuba en tiempos de Obama, podrían contribuir a un entendimiento cuyas bases lucen similares a las que considera inescapables el colombiano Duque. Para Guaidó, tal conversación es indeseable. A la transición hay que forzarla. En la historia nacional ha encontrado un modelo de cambio a su gusto en la caída de Marcos Pérez Jiménez en 1958, cuando la noche del 22 de enero le recomendó famosamente  su socio el también  general Luis Felipe Llovera Páez: “Vámonos compadre que pescuezo no retoña”. Diez años de Pérez Jiménez en el gobierno llegaron a su fin con la aquiescencia a este consejo oportunista que interrumpió la partida de dominó que estaba jugando. La aviación ya había bombardeado el Palacio de Miraflores. Las Fuerzas Armadas le habían quitado el apoyo a Pérez Jiménez; que hoy den vuelta su lealtad y se la retiren a Maduro es aparentemente un plan de acción válido para el democrático Guaidó.

IMPUNIDAD, DIVINO TESORO. Hay que reconocerle a Guaidó que su esquema es el único viable en las circunstancias actuales para sus altas exigencias. En especial, para su intolerancia con la impunidad. Quienes apelan a esta noción y la vuelven la base ética de un programa político declaran que les resulta intolerable vivir en un futuro sin castigo efectivo para ciertos crímenes. Sólo con castigo habría justicia, a sus ojos.  Hay que recordar que muchas veces en décadas recientes, aun cuando las dos partes enfrentadas estuvieran de acuerdo en que habían sido cometidos crímenes de lesa humanidad -y no es en absoluto el caso venezolano-, sólo por el compromiso de  renunciar a procesar y castigar a quien estaba en el poder se pudo avanzar. Las transiciones democráticas latinoamericanas a comienzo de la década de 1980 muestran distintas formas de este compromiso más o menos decepcionante, más o menos gratificante. Las variaciones y evaluaciones posteriores de aquel compromiso siguen pesando. Los tibios y limitados esfuerzos de Dilma Rousseff en pro de una recapitulación de los crímenes de la dictadura militar le merecieron más fuertes repudios entre quienes después votaron por el actual presidente Jair Bolsonaro que renacimientos de la mística militante en la propia tropa. Y la cuestión influyó en el voto favorable a la moderación socialdemócrata en las últimas elecciones locales brasileñas. La resaca por la sobriedad de treinta años de gobiernos chilenos para investigar al pinochetismo pesó en el estallido de violencia contenida en el Chile del año pasado, pero el año que viene el reflujo del rechazo cada vez mayor a las aristas cortantes de ese mismo revisionismo le ganará votos al candidato de la derecha ‘de gestión’ social -que muestra diferente cara que el ‘empresarial’ del actual presidente liberal Sebastián Piñera-, el cristiano alcalde Joaquín Lavín.

A veces, pareciera que a Guaidó. imaginar soluciones para las encrucijadas de Venezuela al estilo de las que Mandela y el obispo anglicano y Premio Nobel de la Paz Desmond Tutu bendijeron y abrazaron para Sudáfrica. le resulta repugnante, inadmisible: poca y mala cosa para un país al frente del cual está hoy a quien ve como un híbrido del Chapo Guzmán y de Osama bin Laden.  

 

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