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Opinión
A seis meses de invasión rusa el planeta tiembla ante la amenaza de una solución nuclear

Imagen de la central nuclear de Zaporiyia, en Ucrania, tomada por los rusos. EFE/EPA/SERGEI ILNITSKY

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El principal perjudicado por la invasión es Ucrania, especialmente su población. Se estima que desde que comenzó el conflicto, cerca de ocho millones de personas han debido abandonar el país. Quienes se quedaron, deben convivir con la incertidumbre y la fragilidad de una vida cotidiana atravesada por la amenaza que supone la incesante presencia de misiles y tanques rusos. Lo que sucede en Mariupol, ciudad portuaria y una de las más importantes del país, sirve como muestra. De acuerdo a The Kyiv Independent, más de 20.000 personas fueron asesinadas desde que el ejército ruso comenzó su asedio, situación que incluye la acumulación de tumbas colectivas en las afueras de la ciudad. Quienes sobrevivieron y padecen hoy la ocupación lo hacen en condiciones precarias, que generan un promedio de 25 muertes diarias y aumentan la posibilidad de que se propaguen enfermedades como el cólera. El avance ruso también ha causado un enorme daño material –del cual Ucrania tardará varios años en recuperarse– en el que están involucrados viviendas, hospitales, caminos y redes eléctricas pero también edificios que forman parte del patrimonio cultural, como la Catedral de la Dormición de la ciudad de Járkov. Los peligros que se posaron sobre el territorio no están exentos de una posible amenaza nuclear, como queda evidenciado en el caso de la Central de Zaporizhia, que se convirtió bajo el actual control militar ruso en una bomba (atómica) de tiempo. 

El impacto de la agresión también se hizo sentir en el resto del mundo, especialmente en el aumento global de los precios de alimentos y combustibles –que afectan sensiblemente a los sectores más desprotegidos de la población mundial– y en la amenaza de que Europa no pueda contar con la suficiente energía para afrontar la temporada invernal que se avecina. Pero incluso en el cambio de posicionamientos geopolíticos que parecían inamovibles, expresados en la histórica neutralidad de países como Suecia y Finlandia, que han solicitado su ingreso a la OTAN a raíz del accionar ruso. Como era de esperarse, la invasión hizo resurgir en distintas partes del globo un sentimiento antirruso que se aplica de manera arbitraria y afecta a sujetos que poco tienen que ver con la guerra. Paradójicamente, esa maniobra refuerza las motivaciones del presidente Putin al apuntalar su diagnóstico de que “el mundo odia a Rusia”. La rusofobia se expresó en diversas cancelaciones culturales, académicas y deportivas como quedó demostrado, por citar un solo ejemplo, en la última edición del torneo de Wimbledon donde se prohibió la participación de tenistas rusos. La agencia se reemplaza por la esencia.  

Rusia no ha quedado indemne de su propia jugada y viene sufriendo también dislocaciones en varios niveles. Un impacto importante, al menos al nivel económico, se puso de manifiesto en la retirada de varias firmas internacionales, como Shell, Visa, McDonald’s y Starbucks, por citar algunos casos notorios. En esa dirección contribuyen las distintas sanciones económicas que aplicaron países como Estados Unidos, que si bien en el plano ideológico pueden jugar a favor del régimen (nuevamente aparece en el discurso la idea de “miren: Occidente no nos quiere y estamos solos frente al mundo”) en el plano material afectan la posibilidad de conseguir piezas importadas para el funcionamiento de distintas industrias, como la automotriz. Estas acciones no solo repercuten en la imposibilidad de la población de acceder a determinados bienes y servicios sino que también afectan los niveles de empleo, ya sea por el cierre de locales de empresas extranjeras o por la suspensión de actividades en las fábricas que no cuentan con los insumos necesarios para producir. 

A pesar de la apatía o del apoyo pasivo –producto de la propaganda oficial– expresados por la mayoría de la población, desde el inicio de la invasión se generaron diversas demostraciones callejeras, pero también en redes sociales, que apuntaron a impugnar la decisión del Kremlin. Sin embargo, en los últimos meses esa iniciativa decayó. Para ello colaboró una ley sancionada por el gobierno que prevé la posibilidad de condenar con hasta 15 años de prisión a todo aquél que emita “noticias falsas sobre la operación militar especial”, el eufemismo oficial para hacer referencia a la agresión sobre Ucrania. De acuerdo al prestigioso sitio OVD-Info, más de 16.000 personas fueron encarceladas desde el 24 de febrero. El poder se encarga de acallar la más mínima expresión disidente y los ejemplos llegan a situaciones absurdas, como el caso de Aleksey Argunov, profesor de historia y filosofía de la ciudad de Barnaul que fue multado por haber colocado likes en diferentes posteos de redes sociales que hablaban en contra de la guerra. Nadie está exento de las persecuciones: Vladímir Mau, rector de la Academia Presidencial Rusa de Economía Nacional y Administración Pública y con estrechos contactos con la elite política, cayó en desgracia y fue acusado de fraude, a pesar de haber firmado una carta de rectores de universidades que apoyaban la “operación militar especial”. El resultado no es solo la cárcel, las multas o la posibilidad de ser etiquetado como “agente extranjero”  –figura legal que dificulta la vida cotidiana de personas e instituciones señaladas como tal– sino también el silencio –que refuerza la ya propagada indiferencia social– o directamente el exilio, como sucedió con la política Nina Belaieva, la bailarina del Teatro Bolshoy Olga Smirnova y cientos de miles de intelectuales, profesionales y técnicos que debieron abandonar el país en los últimos seis meses. A pesar de ello, sigue habiendo notables intentos para doblegar la propaganda mediática, como se pone de manifiesto en los proyectos de Doxa Zhurnal, Vestnik Buri, el movimiento Vesná y la Resistencia Antiguerra Feminista, entre tantos otros. 

En los últimos seis meses el presidente Putin reforzó la tendencia autoritaria y ya directamente dictatorial que se venía observando en los últimos años de su gobierno, al punto tal de que ni siquiera el canciller ruso, Serguey Lavrov, sabía de antemano el inicio de la invasión. Si bien en un principio la posición oficial apuntó a una acción preventiva ante la amenaza que significaba el avance de la OTAN –cuestión que efectivamente la alianza militar nunca dejó de reforzar– luego el discurso mutó a una serie de justificaciones que apelaban a “desnazificar Ucrania” y a enmendar el “error cometido por Lenin y los bolcheviques”. Respecto de lo primero, el gobierno nunca pudo encontrar pruebas efectivas que apuntalaran su posición. Por el contrario, su accionar se acerca por momentos a aquello que dice combatir. En el reciente funeral de Daria Dugina, Leonid Slutsky –diputado de la Duma y líder del Partido Liberal Demócrata de Rusia– pronunció la frase “Un presidente, un país una victoria” que remite directamente al slogan nazi: “Un pueblo, un imperio, un líder”. Respecto de lo segundo, como explica Claudio Ingerflom en su reciente libro El dominio del amo, lo que en verdad se revela son objetivos que remiten al viejo imperialismo ruso basados en la creencia actual de que Rusia debe liderar un nuevo mundo fundado sobre valores tradicionales y reaccionarios. Sin embargo, no deberíamos descuidar el aspecto interno: como sostiene Boris Kagarlitsky, a lo largo de su historia Rusia ha intentado resolver problemas domésticos apelando al mecanismo de la guerra. Esta cuestión no debería descartarse como un recurso al cual el gobierno apele para reforzar su poder y tener un mejor margen de maniobra ante una situación social de crisis, en medio de rumores de un presidente enfermo y sin sucesor a la vista. 

Desde hace seis meses asistimos a un conflicto armado en una región central del mundo (Europa), con una potencia mundial (Rusia) involucrada y otras (Estados Unidos) envueltas indirectamente al prestar apoyo económico y logístico. Rusia pretende imponerse como un eventual líder en el reordenamiento mundial. Estados Unidos no quiere perder ese lugar. Dentro de esta situación, el escenario que se vislumbra es el de un conflicto de, al menos, una mediana duración: ninguna de las elites gobernantes globales parece estar dispuesta a salir derrotada. Mientras tanto, quienes siguen perdiendo son los habitantes de Ucrania, los soldados rusos que mueren en una invasión absurda, los disidentes de ese país, la inmensa población pobre del mundo que sufre los efectos de la inflación y la escasez y un planeta que tiembla ante la latente amenaza de una solución nuclear. 

MB

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