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OÍD EL RUIDO

Smoke on the Waters, de The Wall a Milei en el Colón

Roger Waters

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Smoke on the water. O, mejor dicho, Waters. Cuánto humo alrededor de Roger. El ex Pink Floyd pone por estos días una cuña entre música y política. Nos convoca a desmenuzar esa conjunción. ¿Qué podemos decir de esa “y”? ¿Qué añade o separa el signo? ¿Cómo se reconceptualizan esaa relaciones ente tiempos de géneros caducados, algoritmos y el ascenso de la ultraderecha (lo que nos permitirá pasar de “Another brick in the wall” a Javier Milei en el Teatro Colón)? Ahí lo tenemos primero a Roger Waters, abriendo una posibilidad de discusión. Bajista errante, inglés y no holandés, porque los hoteles de cinco estrellas de Buenos Aires, Montevideo y Bogotá se negaron a hospedarlo por sus posiciones sobre el conflicto en Medio Oriente. El derecho internacional caduca en Gaza, pero los hospedajes cinco estrellas de Argentina, Uruguay y Bogotá cierran sus filas indignadas por las intervenciones del músico. Hacen valer el derecho de admisión.

Waters (que no es Daniel Baremboim, no tiene su hondura) voló desde San Pablo para presentarse en el estadio Centenario de Montevideo. “No tengo ningún lugar donde parar”, le había dicho días antes a Página 12. Curioso berrinche.

En septiembre de 1960, un Fidel Castro de 34 años -para quien todavía no podía haber pan sin libertad ni libertad sin pan, porque la revolución cubana sería tan verde como las palmeras- fue a Manhattan en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Castro abandonó el hotel que lo iba a hospedar alegando una suba exorbitante de las tarifas. Se marchó hacia el Theresa, en el Harlem, invitado por la comunidad afronorteamericana. Esa mudanza supuso un acontecimiento. Allí recibió a Malcolm X, el primer ministro indio Jawaharlal Nehru e incluso a Nikita Jruschov. Harlem se alborotó.

Claro que el autor de “Us and them” no es tampoco Castro (por suerte en este caso). Apenas una institución musical en sí misma que, desde siempre, ha tratado de encontrar la síntesis entre el confort que brota de su temprana renta y sus posiciones de izquierda declamativa. Quizá por eso no estuvo en su horizonte ocupar de manera revulsiva una habitación de menor coste que desafiara la interdicción. Algunos sindicatos argentinos le ofrecieron sus hoteles en solidaridad con Waters. Se desconoce cuál fue su respuesta.

Recuerda Norberto Cambiasso en su extraordinario ensayo sobre el rock progresivo inglés, Vendiendo Inglaterra por una libra, cómo taladraba la conciencia de Waters la compra de una villa en Volos, sobre la costa griega, en 1974, como fruto del impacto de ventas de The dark side of the moon. “Debo aceptar que a esa altura me había convertido en un capitalista. Ya no podía pretender más que era un verdadero socialista”. Ese dilema lo acompañaría a lo largo de su carrera (y no solo la suya, para ser justos). Dice también Cambiasso: su padre, Eric Fletcher Waters, “condensaba muchas de las contradicciones que más tarde aprisionarían a su joven hijo. Cristiano devoto y objetor de conciencia, se afiliaría al Partido Comunista durante la guerra hasta que un brusco cambio de opinión lo llevara a alistarse. El 18 de febrero del ’44 se lo declaraba desaparecido en acción, presumiblemente muerto, en las playas de Anzio, en la costa italiana”. Por entonces el niño contaba con cinco meses de edad. “Sería su madre Mary, maestra de escuela como su esposo y de convicciones políticas aún más radicales, la encargada de criar a Roger y a su hermano mayor, con la única ayuda de su férrea determinación, en el desolado panorama de ruinas y racionamiento propio de aquella era de austeridad”.

Roger respondió airado que la razón por la cual el país se estaba desintegrando se debía a los sindicatos en huelga y a la pereza de las clases trabajadoras

El pasaje de la adolescencia a la madurez lo encontraría al frente de la rama juvenil de la CND (Campaña para el Desarme Nuclear) y “saliendo con una ceramista devenida trotskista, Judy, que al cabo se convertiría en su primera esposa”. Añade el autor que el “impecable background izquierdista” de Waters sería sometido a prueba “en cuanto la fama y el dinero golpearan a su puerta”. Recupera una anécdota de la artista y activista contracultural Caroline Coon, quien, en las vacaciones de verano de 1972, coincidió con los Pink Floy y su entorno en la isla de Lindos en Grecia. “A su argumento en favor de que los ricos cedieran dinero a los pobres y las bandas de rock hicieran más recitales gratis, Roger respondió airado que la razón por la cual el país se estaba desintegrando se debía a los sindicatos en huelga y a la pereza de las clases trabajadoras”.

Las opiniones de Waters suelen tomarse demasiado en serio, como a Pink Floyd. Sé que en esto hay lectoras y lectores que pueden estar en desacuerdo: espero poder explicarlo. Adoro The Piper at the Gates of Dawn, el primer disco, de 1967, contrapunto inevitable con el Pepper de los Beatles, atravesado por la imaginación del malogrado Syd Barret. Tras la partida de su alma mater se editó A Saucerful of Secrets, ya con David Gilmour, aún bajo los efectos de la deliciosa estela de los orígenes. Tres años más tarde, después de los artificiosos Ummagumma y Atom Heart Mother (puro humo ambos), llegó lo mejor que hizo ese grupo: Meddle. El primer lado de ese disco, “Echoes”, es, con toda su veta concretista, propia de los laboratorios de la música electrónica en días analógicos, el cenit del grupo.

Recurro otra vez a Cambiasso: “Habrá que concederles que el entrenamiento arquitectónico del Regent Polythecnic los preparó para construir un edificio sólido y ordenado a partir de un caótico rompecabezas de piezas sueltas. Muchas de estas ideas (o del tema de apertura de Meddle, ”One of these Days“) se repetirían en sus piezas más famosas, como Dark Side... o The Wall. Y no siempre serían mejoradas”.

Pink Floyd no descollará por su ni sofisticación armónica y melódica. Tampoco por la calidad de sus voces o el desenfado rítmico. La singularidad textural que fue dejando en el camino la compenso con una música legible y abierta a la masividad. Es interesante observar lo que sucede con “On the run”, en The dark side….Todo el trabajo de profundidad en el espacio estéreo y el entramado de las cintas se pone en entredicho en la canción misma. Sin embargo, ha sido esa inclinación pop la más celebrada.  

Señala Phil Rose en Roger Waters and Pink Floyd. The concept albums, que Animals, de 1977, es una crítica de los sistemas económicos e ideológicos de las democracias liberales de finales del siglo XX. La principal preocupación del compositor fue aquí “revelar los efectos que las relaciones económicas capitalistas tecnocráticas tienen sobre la naturaleza de los seres humanos y las evidentes divisiones que las estructuras de poder no democráticas crean entre nosotros como individuos”.

Pero esa pedagogía política, con sus alegorías, es de una simpleza musical ramplona, una suerte de realismo socialista electrificado (basta comparar qué tipo de praxis proponía por entonces Rock in opposition, un movimiento encabezado por Henry Cow y los italianos de Stormy Six, entre otros, interesados en superar la didáctica musical y las veleidades de las estrellas). Y ahí tenemos una clave de interpretación, ya insinuada. La música de Pink Floyd desde 1973 hasta The final cut es tan sobrevalorada como las opiniones mundanas de su principal fuerza compositiva. Resuenan tanto porque discute casi en soledad, salvo esporádicas controversias como las que tuvo con Radiohead por su presentación en Israel.

Esa distancia -entre el valor de la obra y su condición de ciudadano preocupado por juzgar una época- se refleja en Ça Ira, (“Todo irá bien”). Waters escribió esa ópera en tres actos para tematizar la revolución francesa. La versión original se grabó a finales de 1988. Al escucharla, el presidente francés, François Mitterrand, recomendó a la Ópera de París que la programen para los fastos del bicentenario de 1789. El pedido no prosperó, debido, según el ex Floyd, al “chovinismo francés. Ça Ira, cuyo libreto le pertenece a Etienne Roda-Gil, tropieza con los mismos anhelos de pomposidad de otros roqueros que quisieron tener su oropel clásico y apenas orquestan sus canciones. En este caso la tarea quedó en manos de Rick Wentworth. ”Algunos fans de Floyd lo entenderán y otros se sentirán decepcionados“, se atajó Roger. La obra es un canto a la monotonía, cerca del peor Andrew Lloyd Webber. The New York Times detectó no obstante algunos gestos a lo Giacomo Puccini (Tosca sería la ópera favorita de Waters). Pepitas de italianidad. Aunque el subtítulo de Ça Ira es ”hay esperanza“, el resultado invita al desconsuelo. El ideario abstracto de la revolución no es garantía de una realización artística.

La actual gira “This is Not A Drill” gira alrededor de esas polaridades: grandes hits mechados con un fuerte posicionamiento sobre la actualidad. Las canciones se acompañan de material documental asociado a la guerra, discursos de Ronald Reagan, capturas de tuits e incitaciones a resistir contra el capitalismo, el fascismo y la guerra. En Montevideo, Waters reivindicó los derechos de palestinos, yemeníes e indígenas, así como los derechos reproductivos y de los trans. Venga acá una digresión. La misma noche en que el pucciniano Roger se presentaba en el Centenario, Javier Milei y su acompañante, la imitadora Fátima Florez, ocuparon un palco del Colón en la última función de Madama Butterfly. ¿Le habría cantado ella al oído “Un bel dí vedremo” simulando ser Cristina Fernández de Kirchner? Hablamos de la maravillosa aria de esa ópera de Puccini que habla sobre renuncias, traiciones, delirios y desesperaciones. ¿O fue al Gran Teatro en busca de un capital simbólico de la distinción que lo sacara del mundo canino? El dictador Jorge Videla lo había hecho en 1980. Se convirtió en público interesado al estrenarse el Segundo concierto para cello, de Alberto Ginastera. La revista Gente lo fotografió en estado meditativo. Mauricio Macri, más sincero, se quedó dormido durante la gala de reapertura del Colón con la IX Sinfonía de Beethoven. Ocurrió en 2010, en plena polarización, pero a nadie se le habría ocurrido lanzarle un insulto. Milei se encontró con algo más que toses: un coro puteador, indignado. Se tuvo que ir sin el excedente que había procurado. La política electoral, y algo más que eso, se metió en el entreacto de la ópera y borró de un plumazo los límites que plantea la autonomía artística en medio de situaciones dramáticas. Las autoridades municipales trataron de minimizar el incidente.

Habría que viajar en el tiempo, hasta el 6 de junio de 1925 para encontrar un episodio de interferencia aproximado. Cuenta Osvaldo Bayer en su biografía sobre Severino Di Giovanni lo que sucedió después de que el embajador italiano en Buenos Aires, Luigi Aldrovandi Marescotti, conde de Viano, entrara al Teatro junto con el presidente Marcelo T. de Alvear, la Primera Dama y sus ministros. “Todo está magníficamente organizado y con la ostentación propia de los actos fascistas. Cualquier intento de desorden será inmediatamente reprimido por la juventud camisas negras de la colectividad”. Al entrar al palco presidencial, Alvear es recibido con aplausos. De pronto, la banda municipal interpreta el Himno. Luego, la marcha real italiana. Todo el mundo canta. “Pero parece que hay alguien que quiere hacer amargar la noche a esa gente tan entusiasta. Desde la platea se comienza a percibir como un murmullo que va bajando desde el paraíso”. El grito es: “Asesino”.  De inmediato, esa voz recuerda a Giacomo Matteotti, el parlamentario socialista asesinado por las hordas de Mussolini. “Toda la sala se ha levantado y mira hacia arriba. Siguen cayendo volantes. La orquesta continúa tocando, pero ya nadie le presta atención”. Batalla campal. A Severino lo arrastran por un pasillo. Pide a los gritos no olvidar a los 700 anarquistas asesinados. Otros nueve como él son arrestados.

No había ácratas en el Colón durante la función de Madama Butterfly. El carácter excepcional de esos minutos de cólera reside en que nadie los había planificado. El azar juega también sus cartas del enfado. En cambio, durante los rituales de Waters sucede lo contrario: se trata de una bronca planificada con el estado del mundo. Casi todo ha pasa entre juegos de luces por el filtro de la codificación. Se sabe qué sucederá: una acción que invita, intercambio mediante, a purificar conciencias. Sin embargo, ese pacto, aún con sus flecos, puede ser rechazado.

En 2018, Waters se presentó en Brasil cuando concluía la campaña electoral que consagró al ultraderechista Jair Bolsonaro. El ex Floyd mostró la etiqueta #EleNão y llamó a repudiarlo en las urnas. Sonaron abucheos (el carácter consensual de su música permite incluir a simpatizantes del ex capitán del Ejército: quizá también a votantes del anarcocapitalista). “Eso es lo que obtenés si sos un izquierdista de limusina que no sabe nada de Brasil y quiere parecer cool”, escribió en Twitter Roger Moreira, de Ultraje a Rigor, una banda bastante exitosa en los ochenta como Titãs y Os Paralamas do Sucesso. Lobão, otra figura de esa década, conocida por sus polémicas con Caetano Veloso, acusó por su parte al músico inglés de vivir en “una burbuja” e ignorar “solemnemente el complejo contexto nacional”. Votante de Bolsonaro, Lobão calificó al inglés de “irresponsable” por “practicar proselitismo político con sesgo demagógico”.

Nadie lanzaría en Buenos Aires esas acusaciones en su contra por dos motivos. Waters, el incontinente, parece no tener nada que comentar acerca de nuestra coyuntura. De otro lado, su plus de politicidad, aun con aquello que pudiera detectarse como un gesto comfortably numb, se mira en un espejo invertido donde reconocemos los rostros de parte sus colegas argentinos. No polemizarían. La contingencia los descoloca. En noviembre de 2019, la chilena Mon Laferte apareció en los Latin Grammy con una inscripción en su cuerpo: “En Chile torturan, violan y matan”. Cuatro años después, ningún músico argentino presente en la velada española sintió al parecer el impulso de comentar el posible drama en ciernes en su país: a ellos les vale la idea de la autonomía tan preciada por la alta cultura. En esta encrucijada que es más que electoral, el arte del silencio ha prevalecido en roqueros consagrados, con una curiosa excepción que me recuerda a Lobão, aunque no es mamífero sino un salmão. Y eso es lo que también el caso Waters pone en escena.

AG

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