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columna nómade

Algunas tardes con Teresa

Mi tía Teresa me llevaba al cine Los Andes que estaba en la esquina de mi casa. Ahí veíamos unas tres películas en continuado, y salíamos en estado de shock del cine los domingos por la tarde.

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Mi tía Teresa tenía el pelo blanco y nariz aguileña. Un pelo abundante que se cortaba regularmente. Una vez, dicen, porque yo era muy chiquito, se lo tiñó de azul para ir a un casamiento y fue una catástrofe: esto sucedió allá por los setenta, un poco antes del punk. Mi tía Teresa era una persona muy divertida: siempre se estaba riendo. Tenía frases que nos repetía a nosotros, sus sobrinos, que eran geniales: “Ustedes van al río y lo secan”, ésta la usaba cuando perdíamos algo y ella lo encontraba enseguida. También podía ser escatológica: “Cómo se nota que tienen el culo lleno”, si nos ponía un plato de comida en la mesa y nosotros decíamos que no nos gustaba. Cuando se reía por algún chiste repetía: “Qué plato”. 

Mi tía Teresa era la hermana de mi papá, pero de diferentes madres: mi tía era blanca, de ojos celestes, mi papá moreno, de ojos negros y penetrantes. Mi tía le decía a mi papá “el negro o el negrito”.  Mi papá le decía “negra” o Teresa. En una casa grande vivíamos todos juntos, mi mamá, mi papá, mis hermanos, mi padrino Bruno y mi tía Teresa con su hijo Carlos. Carlitos, “primo Carlo”, en la lengua infantil que practicábamos.  

Mi primo Carlos es como mi hermano mayor, mi Tía Teresa fue como otra madre para mí. Tenía una cualidad suprema: darle amor a los demás por sobre todas las cosas, incluso por encima de sus propios intereses. No puedo recordar ningún gesto egoísta de ella, ningún tipo de conato de pelea, aunque era una persona de carácter fuerte. Una vez le pregunté cuándo iba a llegar el fin del mundo y ella me dijo: “El fin del mundo llega cuando uno se muere”. Esto, pienso ahora, estaba relacionado con una idea de que el mundo era eterno y nosotros sólo paseamos un rato por acá. Pensar que el mundo nunca se va a terminar era un idea muy propia de mi tía Teresa. 

Mi tía Teresa me llevaba al cine Los Andes, que estaba en la esquina de mi casa. Ahí veíamos unas tres películas en continuado, y salíamos en estado de shock los domingos por la tarde. Recuerdo que la realidad me parecía chirle, comparada con las películas que acababa de ver. También teníamos un rito particular, nos gustaba viajar en subte, explorar las líneas, ver los diferentes vagones que habían, sentarnos en el último vagón para ver cómo se inclinaba la densa oscuridad del túnel a medida que avanzábamos. En el cine no pagábamos, ya que el boletero era un vecino que tenía una hija que era policía. Me acuerdo perfecto de esa chica, alta hermosa, saliendo de la casa de mitad de cuadra vestida de uniforme azul. “Estuvo en un enfrentamiento con la guerrilla y se volvió loca, ahora dice que la persiguen”, me contó mi tía muchos años después. 

Algo que no voy a olvidar nunca eran las manos de mi tía. Eran nudosas, fuertes, cobijaban. Yo le daba mi mano cuando me llevaba al colegio, por las mañanas. Será por eso que ahora a mí me gusta agarrar la mano de las personas que amo. Mi tía gustaba de las pastillas. Siempre tenía DRF verdes guardadas en su ropero. Cuando salíamos para nuestras incursiones, a comprar algo o a la plaza Martín Fierro –donde me llevaba hasta que se hacía de noche y se encendían los grillos- ella me convidaba esa pequeña hostia de mentol. Caminar con mi tía era una felicidad increíble. 

Y tenía razón, el mundo sigue pero la vida de uno se termina. Si bien durante mucho tiempo tuvo algunos achaques, ella era muy estoica y reacia a ver los médicos. Yo me ocupaba de llevarla a las consultas cuando, por ejemplo, a los ochenta años tuvo una úlcera. Y se curó. Lo curioso era que el médico de mi tía estaba hecho pedazos, era viejísimo, pero implacable. Me acuerdo que una vez me mostró una radiografía de Teresa y me dijo: “Ves, acá está la fisura, tiene que ocuparse la especialidad”. Esa frase me pareció casi un verso de un poema. Traducida, quería decir que había que internarla. 

También tuvo una arritmia y tuve que tramitar para ella un marcapasos. Fui a acompañarla el día que se lo pusieron. Era un aparato microscópico que daba pequeñas descargas y mantenía en línea al corazón. Cuando el corazón cabeceaba para dormirse, el pequeño golpe eléctrico del marcapasos lo despertaba. Otra de sus frases para esa época: “Ya no me queda mucho hilo en el carretel”. 

Cuando mi tía murió le sacaron el marcapasos y yo lo fui a retirar del hospital. Era un objeto ínfimo, parecía de metal, estaba metido en una caja. Era un modelo alemán, con especificaciones técnicas. Yo lo miraba en el colectivo donde estaba sentado. Ese pequeño objeto sostuvo en vilo a un corazón inmenso. 

FC

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