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Opinión

Tela de juicio

@elchara

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Me interesan las distintas formas de leer. Y la pregunta por las formas de leer conlleva, para mí, la pregunta por las distintas maneras de concebir la ficción. ¿Qué le pedimos a una ficción? ¿De qué está hecha una ficción? ¿Cómo leemos hoy?

La relación entre ficción, realidad y verdad es una relación que ha sido, y sigue siendo, recorrida tanto por el psicoanálisis como por la crítica literaria. Los distintos modos de concebir la ficción muestran que es de por sí problemática, que constituye un problema, que no va de suyo. Un mal de época: leer como realidad fáctica y verificable lo que es ficción; leer como intención del autor lo que corresponde al narrador o a un personaje. ¿Ficciones del yo? No, lecturas del Yo. Desdeñar el pacto de la ficción en virtud de un constante ímpetu verificador de los elementos que la componen suele ser un gesto habitual, sobre todo, en los lectores o espectadores de ficciones basadas en hechos reales. Como si no fuera suficiente esa verdad que produce la ficción, como si no fuera suficiente la lectura que de los hechos reales hacen los autores, guionistas y directores. Como si el artificio de la ficción no produjera, por sí mismo, hechos reales. Como si lo real que decanta de la ficción no tuviera su propia potencia. Entrar en el juego, dejarse afectar por una ficción es, justamente, suspender la pretensión de una verdad verificable opuesta a una mentira verificable. Entrar en un juego, asumir un pacto de ficcionalidad es no jerarquizar la verdad por encima de la ficción. Porque verdad y ficción, como enseña el psicoanálisis, pero también cierta crítica literaria, no son opuestos. Que la verdad tenga estructura de ficción no significa que lo sea, sino que se articula del mismo modo y que no se puede acceder a ella sino a través del artificio ficcional, sobre todo el del lenguaje.

Juan José Saer dice, en El concepto de ficción, que “la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego (...) una fantasía moral”. “La ficción”, agrega, “ha sabido emanciparse de las cadenas de lo verificable”. Lejos de relativizar lo verdadero, de exaltar lo falso o de apelar al cinismo o al escepticismo, “al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria”. La ficción no es mentira o sólo lo es en el plano de lo verificable, cuestión que queda suspendida en el pacto de ficcionalidad al que accedemos cuando entramos en ella. Las decisiones que toma un director de cine al filmar una ficción basada en hechos reales -o basada en una novela-, son decisiones de lectura. Reclamarle que no es fiel a la realidad es arrasar con el pacto de lectura. El gesto de exigirle fidelidad a no sé qué realidad, cuando se trata de una ficción, es un gesto conservador ahí donde no se deja llevar por la invención de una verdad nueva, muchas veces, mucho más potente que la ya sabida y verificada. Escrutar una ficción subrayando las diferencias y similitudes con la realidad verificable resulta una resistencia al poder del arte como artificio. Ese modo de leer, ese modo de esquivar la ficción, desplaza las cosas desde la verdad inesperada y desconocida, como efecto de un decir, de un texto, de una película, hacia la implacable y mustia realidad efectivamente verificable. La ficción como artificio tiene efectos en lo real de los cuerpos, toca la realidad de lo ya-sabido y trastoca supuestos, ideologías. Nos toma por sorpresa y hace que nos pasen cosas más allá de lo que creímos que pensábamos. Es la ficción como mediación la que nos suscita encuentros con lo inesperado, la que nos conduce hacia lugares poco familiares. La mediación, que es muchas veces la mediación del lenguaje, a veces horada y agujerea, sacude y zamarrea esos lastres que portamos sin siquiera quererlos, sin siquiera pensarlos. Argentina, 1985, de Santiago Mitre, ha suscitado muchísimos efectos, ha incomodado a casi todos. Acaso porque es una película que intenta llevar las cosas más allá de la grieta, esa que aplasta cualquier modo de leer. No obstante, la grieta insiste y hubo muchísimas personas que vieron en la película sus propios fantasmitas -cuando no “peros” de una pose-: los antiK vieron un relato K, los radicales vieron que se escatimó el lugar de Alfonsín y los anti radicales vieron una película radical. Coincido con la lectura de Natalí Shejtman: “la película busca volver a recordar los horrores de la dictadura sin la relectura partidizada que se popularizó en la última década y los convirtió en municiones de la batalla cultural hasta anestesiar su sentido primario: tal vez era necesario volver a escuchar que la dictadura hizo parir a una mujer esposada en la parte de atrás de un auto, le prohibió abrazar a su hija recién nacida y recién parida la hizo limpiar una sala; que secuestró a una mujer delante de sus hijos chicos, torturó a un hombre en un centro clandestino durante horas y por diversión, para lograr que dijera que se la comía doblada”. Creo que 1985 es una película loable también en el punto en el que, como dijo Martín Rodríguez, hace popular lo que parecía en retroceso y porque le devuelve por un rato los derechos humanos a la sociedad. Agrego que el hallazgo del  humor en la película resulta fundamental para no sacralizar un tema tan sensible. Y es que la solemnidad muchas veces tiñe los asuntos de inverosimilitud.

Hay una escena que no me parece menor para pensar la cuestión de la fidelidad que se le exige. La madre de Luis Moreno Ocampo (interpretada por la genial Susana Pampín) -admiradora de Videla y en desacuerdo absoluto con su hijo por ser parte del Juicio a las Juntas militares- escucha en la radio el testimonio de Adriana Calvo y luego lo llama por teléfono impactada, afectada, para darle la razón, para decirle que había que meter preso a Videla. En la realidad la escena fue distinta: no existía la transmisión en vivo y la madre del fiscal adjunto -interpretado por Peter Lanzani- leía las crónicas en La Nación. ¿No es acaso esa escena una escena -infiel a la realidad- en la que los narrados son algunos de sus espectadores? ¿No puede haber acaso entre los espectadores admiradores de Videla, o personas que aún hoy reivindican la dictadura militar o que ponen en duda sus aberraciones, o que discuten cada 24 de marzo la cifra de desaparecidos? Porque si algo hace el film, es interpelar el presente. Por otra parte, que los testimonios hayan sido también ficcionalizados, a pesar de contar con los reales que son estremecedores, permite, asimismo, un nuevo ángulo del asunto: el de ver de frente a las víctimas, el de toparnos con eso sin más -en los documentos no vemos a los testigos de frente-.

No se trata de un documental -como si un documental no tuviera también sus decisiones, su artificio- sobre el Juicio a las Juntas militares, sino una narración ficcional que, como dice Saer, “transcurre en el presente, aunque habla, a su modo, del pasado”. Y ese transcurrir en el presente sólo puede acontecer por medio de un artificio, el de la ficción. Más allá de las intenciones del director, es el presente el que está en cuestión, no sólo el pasado. Es el presente en el que lo siniestro insiste, acecha. Porque el horror sigue vivo, no sólo porque el fascismo está presente acá -y en el mundo-, sino porque todavía no se han llevado a cabo todos los juicios a los represores y porque todavía no sabemos dónde están todos los cuerpos y porque todavía no sabemos dónde están todos los niños apropiados.

Hay un detalle que también considero mucho más potente que si la película se hubiera mantenido “fiel a la realidad”. El alegato final del fiscal Julio César Strassera, en la película interpretado por Ricardo Darín, es leído porque está escrito. Pero la frase final, esa que muchos de nosotros recordamos y aún así esperábamos afectados, “señores jueces, Nunca más”, no está escrita. En la película la dice Strassera, luego de una pausa, sin leerla. En ese momento lo real, como efecto del artificio, se replica en la sala del cine: las personas aplauden al mismo tiempo que los asistentes al juicio. Ahí, en ese instante, entendemos que, como dice Federico Falco, “por momentos la ficción es la única manera de pensar lo verdadero”, incluso o sobre todo cuando se trata de la memoria, de la verdad y de la justicia.

AK

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