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Perdón que interrumpa Opinión
Julio César Strassera y la historia de los comunes: apuntes sobre Argentina, 1985

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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En 1983 la clase obrera no fue al paraíso y la clase media fue mayoría. Como realidad y como deseo, como resultado también del experimento de esos años. De clase a ciudadanía: los mocasines en la fuente. Por eso, esa línea de la película Argentina, 1985, de Santiago Mitre en la que Luis Moreno Ocampo presume que “hay que convencer a la clase media”, pero luego sentencia que “sabemos que la clase media justifica cualquier golpe” omite justamente lo que la sostiene: el alfonsinismo. El sueño de esa clase y de ese juicio. El sueño de ser republicanos e hijos de padres separados, de domesticar al peronismo con ley Mucci y de mandar a los militares a los cuarteles. Pero ese “orden” finalmente ardió entre las gomas quemadas de la híper, los remarcadores del Supercoop, las corridas cambiarias, los saqueos de los humildes y el betún de los milicos con anfetas (esas otras “falopas duras”). 

Los ochenta no se fueron: son el bronce y el fuego al que volvemos. Y vamos a volver cien veces para mirarnos en el espejo del “¡metiste a Videla en cana, papá!” y también en eso que aún no sabemos darnos: una economía para el desierto argentino. Los ochenta no están hechos sólo con solemnidad. Fueron años en que la guita fue el gran tema. Una década corta con dos monedas y una híper. El incendio en que terminó el Plan Austral fueron las llamas en las que se quemaba también la Brasilia fría del sueño radical (mudar la capital a Viedma: nueva ciudad para una nueva República). Sabemos hacer negocio con el bronce, pero no sabemos hacer de bronce los negocios. Somos plata quemada y moral orgullosa: monos con navaja de la economía y caballeros de nuestro Núremberg.

Si una película también define su éxito en el contexto, el contexto de Argentina, 1985 no es estático. La película prácticamente se estrena en la emergencia de educar a los Copitos, y ocurre también en paralelo a otras noches de lobo: por ejemplo, la de este jueves en la que la policía bonaerense conducida por el gobernador Axel Kicillof cazó a hinchas de fútbol en el bosque de La Plata durante el partido entre Gimnasia y Esgrima de La Plata y Boca Juniors. El temblor de los “consensos” no reconoce geografías. Si tanto se menta el consenso democrático para el debate de la polarización, entonces traten de garantizarlo. No se trata de malos o buenos sino de quién gobierna (al “mal”). El consenso democrático no es sólo un debate entre teóricos, es una política de decisiones. Y entonces, ¿qué policía tenés? No justamente por adhesión al “garantismo” es que la mayoría de la gente desconfía de la policía. Lo que la película divide entre buenos y malos en su trama convencional no es lineal al salir de la sala. La pregunta de la democracia no es solo sobre las intenciones de los gobiernos. La pregunta es otra: ¿que controla un gobierno? El gobierno nacional (y provincial) a esta altura parece no controlar ni la moneda, ni la policía, ni el histórico conflicto con los mapuches. ¿Cómo podría controlar algo un gobierno cuando nunca pudo ordenar del todo su propia cadena de mando? El Frente de Todos es el tema del Frente de Todos: una metapolítica, mientras que abajo el caldo social se espesa, y ya parece que estamos al ritmo de un hecho de violencia por semana. Con presidente, vicepresidente, ministros y gobernadores que comentan hechos de la realidad, oficialistas críticos que hablan como opositores con goce de sueldo, y trovadores de una canción desesperada contra la violencia de la policía de Larreta que se convierten en realpolitiks de situación frente a los muertos propios. También 1985 es una película que se proyecta sobre ese terreno resbaladizo de desgobierno: ¿que controla un gobierno? Alfonsín debía gobernar eso. La película no es tan seguro que sembrará más alfonsinistas, tal vez sólo hará mirar en el espejo de aquel desafío de los lejanos ochenta (¿cómo entraba una citación judicial a un cuartel?) las mezquindades, corporativismos y cobardías actuales.

 

La historia mitrista

 

Señores jueces, nunca más… ¿Aquel alegato funciona también como el epitafio de un país que no existe más? Puede ser que también, que incluso -¡que además!- la Argentina del fifty-fifty se vele en ese juicio. Santiago Mitre no es de la familia Mitre. Es el hijo del “Turco Mitre”. Ricardo Mitre es un político de la izquierda peronista de estrechísima cercanía con el dirigente Carlos “Chacho” Álvarez, el único vicepresidente que pegó un portazo en el año 2000. Santiago Mitre halló en el relato original del juicio una historia que calcarle encima: la del héroe gris. Un Marvel de Tribunales: Julio Cesar Strassera. Los detalles de esta ficción reproducen, pinchan o inflan lo que estaba en el original: la madre de Moreno Ocampo, los servicios, las amenazas, las guapezas y arrugues radicales, el miedo de los testigos y su valor… Y además el reclutamiento del equipo “joven” de la fiscalía. Ese capítulo es clave y lo muestra la película: un casting que busca jóvenes sin filiación política, democráticos y “sui generis”, como mano de obra de una investigación conducida por Strassera y Moreno Ocampo. Esa “convocatoria” replica a la Conadep, es decir, forma otra Conadep: la de los comunes. Nadie quiere dormirse aquí. La verdad en el nuevo orden civil la construye en parte la sociedad contra el Estado. Sea con notables, o con desconocidos.

La Buenos Aires de 1985 se recorta sobre esas veinte manzanas de las que hablaba el viejo presidente, Arturo Illia. Barrio de San Nicolás, Retiro, Microcentro de Buenos Aires donde arde el Palacio. Pero está hecha para el afuera de esas manzanas. Está hecha para la señora del barrio de Flores y el pibe de Villa Lugano. Ahí está la virtud de Mitre: cómo hacer popular lo que parecía estar en retroceso. 

Subo a un taxi: lo maneja un último mohicano, “Pocho” Loidi, que está a poco de cumplir cincuenta años de taxista en Buenos Aires. La larga charla de ese lado de afuera. Cincuenta años de madrugadas, de comer un sándwich con el auto en doble fila, de llevar a Enrique Pinti o a Sergio Denis al teatro, a un político desde Libertador y Salguero (donde viven todos, como dice el libertario José Luis Espert) hasta el centro, de cafés al paso en la GNC, de plazas, de represiones, de noche y niebla y de cobro en Patacones. Intercalo su voz entre estos apuntes sobre una película que, me dice, “no vi, no creo que la vea, arriba del taxi ya vi todo”.

Enero del 73: Pocho, el taxista, va con sus padres a dar el examen para sacar el registro. Pasa la prueba de manejo con el Fiat familiar. No había cumplido los veintiún años, le faltaban seis meses. El 6 de febrero de 1973 sale desde el Puente Saavedra a las seis de la tarde con un Falcon 70, lo sabe de memoria: “Mi primer viaje fue desde Cabildo y Congreso hasta la estación de Colegiales”. Miles de viajes y recuerda el primero. Esos años había tanto trabajo que le metía más de doce horas si podía. “Era nuevo y no me bajaba del auto, almorzaba ahí mismo. A veces metía cuarenta y cinco viajes, una barbaridad. Cuando llegaba a Corrientes a la tarde, veía que la gente se peleaba por agarrar la manija. Si iban para el mismo lado llevabas dos personas o tres, era impresionante.” Último recuerdo de un país que no existe: los pasajeros de Pocho, la Argentina que se empieza a hundir en el 76.

“En el tiempo de la dictadura nosotros trabajamos sin problema, pero había muchos controles”, dice. Cada vez que lo hacían bajar del auto para un control tenía que abrir la puerta con la mano del lado de afuera, y cuando lo paraban tenía que poner las dos manos sobre el volante. “Lo más feo fue una madrugada que, sin darme cuenta, me metí en un tiroteo y paré el taxi. Entonces se me acerca un tipo que estaba agachado y me dice, ‘salí despacio que estás en medio de un quilombo’”, recuerda Pocho.

La mano invisible de la historia

Todos los excesos que ahorra Santiago Mitre en su película están fuera de ella: el contexto, las críticas que le demandan tal o cual línea ideológica y el deseo de ubicarla en una tarea pedagógica definitiva. Argentina, 1985 es una historia del Juicio a las Juntas: una película de acción, la justicia a paso de hombre que hubo que hacer más rápido. ¿Quedó afuera el movimiento de derechos humanos, las internas políticas vidriosas, la épica de Alfonsín? Contar es recortar.

Y Amazon puso la plata, no la mano invisible. La avant premiere distribuía el packaging de un vaso negro y una bolsa de pochoclos con un cartel de Argentina, 1985. Nos decía: Bienvenidos al show del horror. Por la misma escalera del Cinemark Puerto Madero bajaron Susana Giménez, Adrián Suar, Boy Olmi y Nora Cortiñas. Lorena Álvarez apunta acá el efecto Darín. Eso que aparece atrapado en las garras del mercado implica, también, otra fuerza paradójica de la película: los derechos humanos retornan a la sociedad. Vuelve a contarse su historia menos estatalizada, menos “partidizada”, menos sujeta a las batallas por “los usos del pasado”, ni al tironeo de manta corta entre rivalidades políticas (“¡eso que denunciás en CABA no lo denunciás en la Provincia!” y viceversa; esa doble vara -que es un recurso político universal- se las ve difícil con la universalidad de los derechos humanos). Si la película es un “éxito” que se presenta unánime, este “éxito”, entonces, ¿le devuelve por un rato los derechos humanos a la sociedad? Escuchar de nuevo a las víctimas. En palabras de Natalí Schejtman: “Pasó demasiada agua abajo del puente y quizás teníamos que volver a escuchar cómo parió a su bebé una detenida desaparecida”. ¿Cómo se sale del laberinto? Por el principio.

Vuelvo al relato de Pocho, el taxista. “Empecé a trabajar en los setenta, en una empresa que vendía cañerías para industria pesada, exportábamos mucho. Después empiezo en el 73 en el taxi y en el 74 compré mi primer auto, ahorré como loco. Juntaba en veintiocho días lo que podía y lo llevaba a Ayacucho, mi pueblo y mi viejo lo ponía en el banco comercial de Tandil.” Para tener su auto se endeudó y al otro año lo agarró el Rodrigazo: “Las cuotas subieron y gracias a Dios pude cancelarlas”. Muchos perdieron. “Los bancos no perdonan, viven de tu esfuerzo”, dice.

Argentina, 1985 está al resguardo de un equilibrio finito: contar fácil lo difícil, contar para los que saben poco, sublimar las ínfulas colectivas reservadas para el héroe gris de Julio César Strassera y guiar la emoción infante como si vieras por primera vez lo que ya sabés. Evita algunos nudos. Esquiva las condiciones en que se hacía el cine de los ochenta: no escenifica la tortura, sólo reproduce testimonios. Los actores en tal caso reconstruyen los testimonios canónicos del juicio original. Compiten contra la sombra de lo que vimos. Había una idea de Rodolfo Fogwill que perfectamente aplicaba al estatus de la cultura de la “primavera democrática”: reproducir en detalle el horror podía denunciar tanto como prolongar los efectos de ese mismo terror denunciado. Generar escándalo y/o dar miedo. Las dos cosas. El efecto de mirar La noche de los lápices llevaba al púber no sólo a poner en imágenes ese horror del que se hablaba, también –quizás- llevaba a su intimidad un balance de buhardilla: “jamás me meteré en política, mamá”. El llamado “cine por la democracia” temblaba en ese aparato invertebrado que no controlaba tanto el manejo de sus símbolos. El Estado y su electricidad. El cine denuncia, el cine picanea.

El crítico Miguel Fernández dice: “Difícil para una película decirle que es una ‘película necesaria’… digámosle de última ‘oportuna’”. Cine de Estado, cine de mercado, ¡y cine constitucionalista! ¿Le pediremos tanto a la película hasta estatizarla? Naranja Mecánica: el plus eufórico y didáctico con 1985 en el “sueño” de sentar a Javier Milei con los ojos abiertos hasta su “educación”. La película, como un tratamiento Ludovico. Todos tenemos que verla. ¿No se les ocurre una frase mejor? 1985 vuelve al origen de las cosas. Tanto mentar el consenso democrático y acá está la historia de su grado cero. El cine de la dictadura nos pone profesores de instrucción cívica. Pero acá hay algo más, ya no es -cuatro décadas después- un cine sobre la dictadura. 1985 es una película sobre la democracia, sobre el cemento fresco de una primavera vidriosa que tenía de un lado a Federico Moura y del otro a Antonio Tróccoli. Si pasás el alegato al revés, dice también: es indispensable bailar.

1985 cuenta además el cómo se empezó a contar el pasado en el imperativo alfonsinista: somos la vida, somos la paz… salvemos a la sociedad. Zona de simulaciones: ¿se sabía lo que había pasado?, ¿cuántos se hicieron “los que recién se enteraban”?, ¿cuántos fueron honestos en lo que sabían? Los ochenta proponían para la sociedad el otro “destape”: ahora todos sabremos qué había detrás de aquel espejo. La democracia nace con una fuerza ficticia para la sociedad: “no sabíamos”. La democracia es el indulto permanente de la sociedad a sí misma. 

¿Y dónde queda Alfonsín a todo esto? En una escena curiosa en la que no dice nada. Mitre lo pone detrás de un vidrio empañado. Lo que ya nadie hace con ese “bronce”: ponerlo en el misterio. Hay que acercarse, secar y que cada cual vea lo que quiere o puede ver. La dirigencia peronista hace años tuvo un plan: ponerlo en una estatua a Alfonsín. Menem lo llamó estadista después del Pacto de Olivos. Duhalde lo llamó “socio” después de su gobierno. Cristina le puso el busto para agradecerle la democracia. Y Alberto Fernández lo declaró su inspiración intelectual. El único que lo ninguneó un poco fue Kirchner, que después se disculpó por línea privada. Incluso su supuesto rival histórico, Antonio Cafiero, dio el mejor discurso de homenaje ante Alfonsín en un acto que organizó Scioli como gobernador. Lo dicho: fue el “abrazo con Balbín” de cada líder peronista.

Pocho retoma el 76: “momento tan jodido”, dice. “Fue que había dejado un viaje a unas cuadras y de repente me encuentro en un lugar a la madrugada, y empecé a sentir disparos y ahí paré el auto”. No sabía qué hacer hasta que se le acercó el muchacho que le dijo seguí avanzando, “te voy a sacar de este quilombo”. “Él estaba de civil, era joven, treinta años ponele, y con la mano derecha iba agarrado de mi puerta y en la otra llevaba el revólver”. Despacio, en primera, Pocho arriba del auto, el otro usándolo de escudo. No se entendía nada, pero las balas picaban cerca. Despacito, despacito, salieron de la balacera. “Él encontró un lugar en el cual se pudo también guarecer”, dice Pocho. “Metí segunda, tercera, cuarta, rajé de ahí.”

La tarjeta de “Pocho” dice “viajes media y larga distancia” y su número de celular con característica de Ayacucho. No fue a la Plaza de Mayo en el 82 porque escuchaba en su pueblo una radio uruguaya “que decía la verdad de lo que estaba pasando en la guerra”. Las únicas veces que estuvo en una manifestación “fue en el año 78 y en el 86 cuando fuimos campeones del mundo”. “Después vino Alfonsín y la democracia, todos estábamos esperanzados. Mi trabajo tuvo altibajos. Con Menem también hubo trabajo al principio, pero entregó el país. El 2001 fue lo peor que pasó, tocamos fondo. Era triste ver a la gente salir de los supermercados con comida y todo lo que podían llevar. Había gente que pasaba hambre hasta en Capital. En los pueblos hay más recursos y la vida se pelea de otra manera. Con mi hijo en el campo hemos llegado a cazar perdices y chajás. Con Néstor mejoramos mucho, pero los últimos años de Cristina se fueron complicando por la inflación y la falta de dinero en la calle. Yo esperaba que con Macri cambiaran las cosas pero me equivoqué. Siguieron años parecidos al gobierno anterior y el cuarto ya fue un desastre. Nada se puede comparar a los primeros años del setenta”, dice Pocho. Está orgulloso de haber nacido en esta tierra: “Amo a mi país como a mi madre, y quiero a su gente, a la que trabaja y lucha cada día. Pero hay otros personajes que en su afán de acumular dinero no tienen reparo en destruir al prójimo”, dice nuestro payador. Un tipo que estuvo cincuenta años arriba del taxi en esta ciudad y una película que muestra aquella primera ciudad gótica de la democracia. Ese juicio, la semilla transgénica del orden civil. 

Mitre, invitalo al cine. Ponele la bolsa de pochoclos en la mano y que mire por una vez una historia con final feliz. Algo que nos salió bien. De lo poco, poquito.

(Martín Rodríguez junto a Federico Scigliano formaron el equipo de investigación de la película.)

MR

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