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OPINIÓN

Y el tiempo estranguló mi estrella

El partido ha terminado: Gastón Gaudio, nuevo campeón en Roland Garros, saluda a Guillermo Coria.

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–¡Gaudio, vos no te merecés esto! ¡Siempre fuiste un cagón, Gaudio!

El piedrazo verbal emergió del núcleo duro del clan Coria y lo escuchamos nítido, porque estábamos allí, a pocos metros. Por tratarse de una final entre compatriotas -una obra cumbre que difícilmente vuelva a suceder-, a los pocos periodistas argentinos de gráfica que cubrimos Roland Garros 2004 nos dieron un palco especial que nos permitió estar cerca de los equipos de cada jugador. Pero cuando la tía de Coria arrojó el exabrupto, sus partículas de odio se disolvieron en el bullicio enloquecido de la elegante tribuna del Phillipe Chatrier.

París ya era una fiesta: Gastón Gaudio acababa de derrotar en cinco sets a Guillermo Coria en la final y para festejar había subido hasta allí, a escasos metros nuestro, para abrazarse con Franco Davin, su coach, y con su preparador físico. Ellos no escucharon el ataque: todo era algarabía, euforia. No más de cinco metros arriba, los Coria, que habían llegado en tropel desde Venado Tuerto, se hundían en un melodrama familiar del que todavía no escapan. Recuerdo el llanto inconsolable de su hermano menor, Federico, en ese entonces de 11 años, abatido, terminado. Al crack de la familia se le había escurrido la posibilidad de convertirse en el rey naranja del tenis. Y, a pesar de tener solo 22 años, nada volvería a ser igual para él.

En Los Excéntricos Tenenbaums, un integrante de la familia, tenista profesional, colapsa mentalmente en la final de Wimbledon. Abandona en pleno partido y se pierde, se va a vivir a altamar. A Coria, en ese momento, se le insularizó el alma. Siguió jugando un tiempo más pero hubo algo íntimo que gemió, algo más, fisuró para siempre. Su fuego sagrado quedó atrapado entre los bosques del boulevard de Boulogne.

Aquel insulto significaba más que la frustración mal digerida de una tía intoxicada de pasión. Era también el último grito de una guerra que se libraba silenciosamente desde mucho antes, una batalla despiadada entre esos dos chicos que marcaron una época de oro del tenis vernáculo. Montescos y Capuletos criollos, algo plebeyos, resolviendo sus asuntos en una de las mecas del deporte mundial y rodeados del jet set europeo.

Como todo duelo de barrio, su guion estuvo empachado de argentinidad. Fue exagerado, agónico, casi insoportable. Un partido para mandar a terapia: por su nervio óptico circularon ráfagas enloquecidas de autoboicot, angustia y de una espesa melancolía.

Tal como había sido su cabalgata hasta allí, Coria arrancó arrasando, deslizándose en el court como si calzara patines de tela sobre un piso encerado. Más que ir perdiendo, Gaudio estaba siendo humillado por sí mismo, jugando como un novato sin sangre. A punto de perder más rápido que nadie hasta entonces una final, empezó a mejorar recién en el tercer set, cuando la neurosis se instaló del otro lado: fue Coria el que empezó a acalambrarse, nervioso ante la inminencia de la consagración. Otra vez el desconcierto y el estupor se instalaron en aquella tarde primaveral de París: parecía que ninguno quería ganar. El partido recién fue partido en el quinto set, que ganó Gaudio 8-6 luego de levantar dos match points.

Algo de la victoria de Gaudio me recuerda a Desde el jardín, el film de Hal Ashby en el que su protagonista, Mr Chance (Peter Sellers), llega a Primer Ministro de carambola, porque estaba ahí (de hecho, así se llama la película, Being there). No, no es lo mismo, lo sabemos: Gaudio técnicamente era un crack -su revés a una mano debería estar guardado en el Louvre-, de ninguna manera era el fronterizo y desorbitado de Chance, pero fue uno de los tipos más frágiles e inesperados que pisó una cancha de tenis.

Recuerdo un episodio del Roland Garros del año siguiente. Gaudio era el campeón reinante, quinto puesto del ranking mundial, las puertas del cielo se habían abierto para él. Jugaba por los octavos de final contra David Ferrrer, guerrero español, una sanguijuela con raqueta. El partido era parejo, luchado: esos duelos que para el español eran exaltadores de su libido y para Gaudio criptonita pura. Había muy poca gente -creo que jugaba Nadal a la misma hora- y con un reducido grupo de periodistas argentinos estábamos sentados a un costado del pequeño estadio auxiliar. Tras un revés paralelo que quedó en la red, Gaudio nos miró con sus ojos de perro mojado y nos dijo, de un saque: “Si no tengo confianza en la vida en general, ¿cómo voy a confiar en mi juego?” Pocas veces asistí a una sesión de streap tease emocional en vivo tan descarnada. Era como ver a un novio, a punto de dar el sí en el altar, diciendo: “La vida no tiene sentido, me caso, pero también podría limpiarme”. Gaudio, pionero de la generación de cristal.

Pero es imposible hablar de la final sin referirse a sus estertores. Porque cuando Coria erró el segundo match point a favor estando 6-5 arriba con su saque en el quinto set -una derecha ancha-, una ligera falla se produjo en la Matrix del tiempo y por esa grieta se escaparon, sin remedio, trofeos, contratos, gloria personal, un lugar en el Olimpo mayor del deporte.

Y al margen de su narcisismo herido, el mundo del tenis en esos días comenzaba a vivir una transformación brutal, el inicio de una era dorada que transformaría el deporte para siempre. Con escasa diferencia de meses, dos cohetes despegaron hacia el cielo: Roger Federer y Rafael Nadal arrancaron sus notables carreras. En rigor, Federer ya había ganado Wimbledon un año antes, pero recién en ese 2004 se consolidó como el N°1 del mundo. El español, en cambio, en la edición del 2005 -la misma en la que Gaudio sucumbía antes sus fantasmas- colocó el primer ladrillo de su catedral de hazañas. Para Coria fue demasiado: si en los años 2003 y 2004 se había convertido en uno de los mejores del mundo, la llegada de esos genios -a quienes al poco tiempo se sumó Novak Djokovic- hizo todavía más difícil su regreso a la cima.

Ya nada fue igual para él. El karma de esa derrota se hizo insoportable. Podría decir, parafraseando a Alejandra Pizarnik, “Y el tiempo estranguló mi estrella”.

PP/MG

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