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Opinión Las condenas por el crimen de Báez Sosa

Cuánto tiempo es para siempre

Thomsen, Benicelli y Comelli. tres de los condenados a prisión perpetua, el último día del juicio por el crimen de Báez Sosa.

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No es fácil hablar de castigo y derecho penal, y es tanto más difícil hacerlo en un caso de alcance mediático como el de Fernando Báez Sosa. En esta columna voy a intentar explicar qué es y qué implica una pena perpetua. También voy a hacer una reflexión sobre el castigo y sobre cómo esperamos grandes cosas del sistema penal que, spoiler alert, nunca nos va a dar. 

Pero primero lo primero. Las dudas alrededor de las penas perpetuas no están solo en el imaginario social, son reales y tienen una explicación. Históricamente en Argentina no existían las penas perpetuas porque el cumplimiento de una condena suponía un sistema progresivo que iba desde la reclusión total, que constaba de distintas etapas en las que el control sobre la persona iba disminuyendo, hasta culminar con libertades supervisadas. Esto es así porque nuestra Constitución Nacional establece desde 1853 que “las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”, es decir que nuestra Ley Suprema marcó, desde un principio, que las cárceles no son un castigo.

Ya en el código penal de 1921 -aún vigente con sus modificaciones- las penas perpetuas no eran tal cosa, ya que a partir de los 20 años del cumplimiento de la pena podía solicitarse la libertad condicional; y luego de obtenida esa libertad, si transcurrían 5 años sin que se revoque, la pena se extinguía, es decir, se tomaba por cumplida.

Paralelamente, en 1994, una reforma les atribuyó jerarquía constitucional a distintos tratados internacionales de derechos humanos. Esto quiere decir que se tomó la decisión política de que tengan la misma importancia que nuestra Constitución Nacional. Así, entre otros, la Convención Americana sobre Derechos Humanos pasó a equipararse con nuestra constitución, y con ello su artículo 5.6, que reafirma el principio constitucional de 1853 y establece que “las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social de los condenados”. Pensar en penas perpetuas que así lo sean pone bajo la lupa si es esa la finalidad que realmente persiguen.

En 2004, la ley 25.892 conocida como una de las “Leyes Blumberg”, modificó aquel plazo de 20 años para poder solicitar la libertad condicional y lo corrió a los 35 años. Además, aumentó a 10 años el plazo de cumplimiento de la libertad para poder pedir la extinción de la pena, y por primera vez se estableció un listado de delitos que no podían acceder a la libertad condicional.

Luego, en 2017, la Ley 27.534, conocida como “Ley Petri”, incluyó en esa lista a todos los homicidios agravados, junto con otros delitos.

Recapitulando: hasta 2017 los delitos cometidos por los imputados en el caso de Fernando permitían acceder a la libertad condicional una vez cumplidos 35 años de pena, pero ahora están incluidos entre los delitos que no lo permiten. La pregunta entonces es: ¿y ahora qué?

Bueno, la respuesta no es fácil pero la conclusión es una: la perpetua es, efectivamente, perpetua. Ni el código ni las leyes regulatorias imponen límite alguno. Toda libertad anticipada requiere de un determinado tiempo de cumplimiento de pena para poder solicitarla. En el caso de las penas perpetuas, funcionan, además, como un límite temporal. De esta manera, si la libertad condicional no se puede pedir porque el delito cometido no lo permite, entonces no hay límite. Si el código penal no dice cuándo una persona condenada sale en libertad, es porque no sale nunca más.

Pena temporal

Sin embargo, existe otra posibilidad que es convertir la pena perpetua en una pena -larga- pero temporal. Esto pasaba -y pasa- en los despachos de tribunales.

Brevemente, para no aburrir con tecnicismos, quienes no comulgan con las penas eternas, entienden que la pena perpetua no puede superar el máximo de pena posible que establece nuestro código penal para el concurso de delitos (esto pasa cuando una persona comete muchos delitos y todas sus penas se suman, pero sin superar un máximo de 50 años), por lo que la perpetuidad sería, en realidad, de 50 años. Otros piensan que el límite máximo son 45 años (porque la condicional es a los 35 y a los 10 años de cumplida se extingue la pena). Finalmente, y la más difícil, es resolver la inconstitucionalidad de la prohibición de la libertad condicional en casos de condenas perpetuas (pero este debate requeriría muchas columnas más).

Igualmente, si nos atenemos a lo que dice la ley, no existe un límite temporal claro.

Además, vale aclarar que la Ley 12.256 de ejecución penal que rige en el caso concreto no permite a los condenados por homicidios agravados acceder a un régimen abierto (seguir preso, pero con un régimen más flexible y en un espacio abierto) ni a las salidas transitorias.

Ahora que pasamos la parte más compleja, quiero retomar los primeros párrafos, esto es, que la pena tiene un fin, que ese fin es la reinserción social, y que por eso existe un principio de progresividad de la pena.

Sin embargo, si la pena es para siempre, entonces no existe la progresividad, y si no existe progresividad, no hay reinserción social. Entonces si la pena no tiene un fin, es un castigo.

¿Pero qué implica que sea un castigo?

Nils Christie, sociólogo y criminólogo, en su libro “Los límites del dolor” dio una definición simple de la pena: la imposición de un castigo dentro del marco de la ley significa causar un dolor deliberado. A pesar de ello, como la imposición de dolor no va de la mano con principios valorados por la sociedad como la bondad y el perdón, suelen hacerse intentos por esconder el carácter básico del castigo y cuando no es posible ocultarlo se lo justifica. A su vez, explica que las diversas formas de control de la delincuencia aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, como un péndulo, y que ninguna de las posiciones extremas es estable.

A propósito de Christie, en Argentina las cárceles se caracterizan por la superpoblación y el hacinamiento, por la violencia por parte del sistema penitenciario y violencia entre aquellos que lo habitan. Nuestras cárceles no son sanas y no son limpias. Una pena perpetua en una cárcel de Argentina es, en efecto, un castigo perpetuo. Y sí, lo que hicieron los imputados en el caso de Fernando es aberrante y la pena puede estar bien aplicada desde lo teórico. El problema es que ese castigo no resocializa, tampoco intimida al resto y evita que otros cometan el mismo delito, y no es necesariamente un acto de justicia.

La prisión perpetua solo hace responsable al autor individualmente y no recoge las responsabilidades sociales. Es más fácil señalar con el dedo a Máximo Thomsen y pedir un castigo perpetuo como sinónimo de justicia, que pensar que las lógicas con las que se manejó y las lógicas de la cárcel son un reflejo de lo que somos como sociedad. Creer que impartiendo más dolor se puede compensar otro dolor es un error. Aquellos que piden livianamente que en la cárcel sufran lo mismo o más que su víctima, o abogados que no empatizan con la descompensación de un chico de 23 años que va a pasarse una vida en la cárcel, no hacen más que reproducir las lógicas violentas que nos marcan como sociedad y son las mismas que se disputaron en un ataque 8 a 1 a la salida de Le Brique.

Nunca el derecho penal es una buena solución porque lo único que tiene para ofrecernos es un castigo, y ese castigo es deshumanizante. Y haciendo propias las palabras de la abogada Luli Sánchez, no hay justicia posible si los procesos no registran la humanidad que está en juego, tanto de las víctimas como de los victimarios.

El dolor de una víctima y el de sus familiares, del delito que sea, es inconmensurable, y por eso no podemos exigirles a los papás de Fernando, o a cualquier víctima de un delito gravísimo como este, que no litiguen por una pena perpetua, ni tampoco que comprendan que reclamar más derecho penal no es la solución.

El trabajo es institucional y nos obliga, me incluyo, a los y las operadores del derecho, a asumir un rol objetivo en el análisis. El derecho penal no puede ser la moneda de cambio ni una forma de vendetta particular. Los esfuerzos se tienen que concentrar en abordar los problemas estructurales que tenemos como sociedad, ese es un buen punto de partida. 

La pena puede ser perpetua pero no puede ser eterna, es necesario que tenga una fecha límite, para cumplir con el principio de progresividad y, sobre todo, el de humanidad. Así lo marca nuestra Constitución y los tratados internacionales con su misma jerarquía.

Si no repensamos cuál es la lógica del castigo que reproducimos, aumentar penas que tanto pedimos impartir y sumar delitos que no obtengan libertades condicionales no va a impedir que siga habiendo muchos más Fernandos y Máximos.

 

Abogada y docente (UBA), maestranda en Derecho Penal (UdeSA), y ex alumna del Centro Universitario de Devoto.

 

 

 

 

 

 

 

 

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