Argentina en estado de excepción: entre la proscripción política y el colapso social

La Corte Suprema acaba de confirmar la condena a Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad. Un fallo sin pruebas, con motivaciones políticas explícitas y consecuencias institucionales devastadoras. Esta decisión no puede entenderse de forma aislada: es la culminación de un proceso sistemático de persecución contra la principal dirigenta opositora del país y una ofensiva directa contra la voluntad popular.
No estamos ante un acto de justicia. Estamos ante un acto de disciplinamiento. La condena y proscripción de Cristina son el golpe más contundente del lawfare en Argentina: una estrategia de poder que usa el aparato judicial como brazo ejecutor de intereses políticos y económicos que no pueden triunfar en las urnas.
Este patrón no es nuevo ni exclusivo de nuestro país. Lo hemos visto replicado en toda América Latina: con Lula Da Silva en Brasil, con Rafael Correa en Ecuador, con Evo Morales en Bolivia. Siempre el mismo esquema: persecución judicial, proscripción electoral, demonización mediática y finalmente la imposición de modelos neoliberales a espaldas del pueblo. El objetivo es claro: domesticar a las democracias para que dejen de ser herramientas de transformación social y pasen a ser meras administradoras de la desigualdad.
En Argentina, esta ofensiva llega en un momento de profunda crisis económica y social. La inflación erosiona salarios y jubilaciones, la pobreza se multiplica, los servicios públicos se desfinancian y el hambre vuelve a instalarse en miles de hogares. Todo mientras el Gobierno aplica las mismas recetas de siempre: ajuste, endeudamiento, desregulación. Las mismas recetas que ya conocimos con Martínez de Hoz, Cavallo o el macrismo. Las mismas recetas que siempre conducen al mismo resultado: destrucción del tejido productivo, expulsión social, concentración de la riqueza.
Pero esta historia no comienza hoy. Desde hace más de siete décadas, los sectores del poder concentrado han perseguido a quienes se atrevieron a poner los intereses del pueblo por encima de los privilegios de unos pocos. Lo hicieron con Perón, bombardeando la Plaza de Mayo e instaurando una dictadura que proscribió al peronismo durante 18 años. Lo hicieron con Evita, borrando su nombre de los libros, profanando su cuerpo, intentando enterrar su memoria. Lo hicieron con los trabajadores, con los estudiantes, con las Madres y Abuelas, con cada generación que defendió los derechos conquistados y luchó por ampliarlos.
Porque el poder real nunca perdona a quien reparte, a quien incluye, a quien construye justicia social. El poder real no tolera que el pueblo se vuelva protagonista. Por eso repite sus métodos: persecución, censura, represión, proscripción. Y por eso mismo, el pueblo también repite los suyos: resistencia, organización, memoria, lucha.
Cada ciclo de retroceso encontró su contracara en la dignidad del pueblo movilizado. Y esa dignidad habilitó nuevas etapas de esperanza, de reconstrucción, de gobiernos populares que pusieron nuevamente a la Argentina de pie. Así fue en 1945, en 1973, en 2003. Así volverá a ser.
En este escenario, la proscripción de Cristina no es solo un ataque personal. Es una advertencia al conjunto del movimiento nacional y popular. Es el intento de borrar de la escena a quien encarna una memoria activa de los derechos conquistados, un modelo de país inclusivo, soberano y solidario. Pero también es un golpe simbólico a una historia colectiva que, una y otra vez, resurge con más fuerza.
Este intento de clausurar políticamente al peronismo no es nuevo. A lo largo de la historia, fuimos proscriptos, bombardeados, desaparecidos, encarcelados, perseguidos. El poder concentrado siempre intentó arrancar de raíz lo que el peronismo representa: la posibilidad de que el pueblo sea protagonista de su destino.
Y esta vez, el contexto global es aún más inquietante. El ascenso de discursos de odio, la proliferación de gobiernos de extrema derecha, la criminalización de la protesta y el debilitamiento de las instituciones democráticas están configurando un escenario internacional en el que los derechos retroceden y el autoritarismo avanza. No es casual que en esta etapa la justicia se convierta en instrumento de venganza y no de equilibrio; que los medios de comunicación actúen como fiscales antes que como informadores; que los poderes económicos recuperen sin disimulo su aspiración de gobierno permanente.
Por eso, la respuesta no puede ser el silencio. Tampoco la resignación. Lo que está en juego es demasiado importante. Frente al odio y la persecución, el pueblo argentino volvió a salir a la calle. Con amor, con memoria, con dignidad. No solo para defender a Cristina, sino para defenderse a sí mismo. Porque lo que se pone en juego en esta hora crítica no es solo el destino de una persona, sino el rumbo de toda una Nación.
Cristina no está sola. La historia del peronismo lo demuestra: pueden perseguir, encarcelar, proscribir, incluso intentar matar. Pero no pueden con un pueblo que no se rinde. A las mismas recetas, los mismos resultados. Y también: a la misma injusticia, la misma resistencia.
En este momento de gravedad institucional, económica y social, cuando la democracia tambalea y los derechos se desmoronan, lo que se pone de pie es un pueblo entero en estado de alerta.
Porque cuando la injusticia se convierte en ley, la resistencia se vuelve un deber.
Y porque, aunque la condenen, la proscriban o la encierren, Cristina vive e ilumina el corazón de millones que no se resignan a vivir en un país sin justicia, sin futuro y sin dignidad.
*La autora es diputada nacional por Unión por la Patria
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