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OPINIÓN

Los últimos días del sujeto

Mark Fisher

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Estoy en un cumpleaños de un nenito. Es un lugar de paredes blancas, con mesas blancas donde están servidos algunos dulces y gaseosas. Hay un mago que hace ciertos trucos para los chicos que se le acercan reticentes. Cuando falta poco para que termine la fiesta, empiezan a llegar los padres de los chicos: un japonés muy delgado, un gordo inmenso con rastas, en la puerta de entrada aparece un hombre calvo, en silla de ruedas, pero que cuando intenta entrar –la puerta es angosta– decide pararse porque parece que lo que tiene no es tan grave y puede caminar con cierta dificultad y deja de lado la silla que una de las empleadas del lugar acomoda en un costado, donde están los regalos en bolsas, acumulados. Tengo una sensación de déjà vu hasta que me doy cuenta: un japonés, un gordo inmenso con rastas, un hombre que llega en silla de ruedas y de golpe, cuando entra al salón puede caminar: es el elenco de Lost, la serie que vi durante varias temporadas en la televisión. Es probable que todos terminemos perdidos en esta fiesta infantil para siempre, que no podamos salir nunca más y los chicos –que por ahora juegan entre sí siguiendo las consignas del mago– se conviertan en los tripulantes perdidos en medio de la jungla de El Señor de las moscas, esa novela de William Golding que inspiró a Lost. Esos chicos eran de temer. 

Pienso en la inmanencia de esta fiesta de cumpleaños, en los ritos en los que vivimos, como si no hubiera un afuera de la estructura del capitalismo: condenados todos a replicar un bucle de realidad, una repetición sistémica para pasar una tarde de calor atroz –afuera- porque acá adentro, en la fiesta de Lost, el aire acondicionado funciona a full, probando la paciencia de los motores que lo producen. De golpe me parece que ya no es posible diferenciar lo animado de lo inanimado. Donna Haraway escribió que las máquinas están inquietantemente vivas y nosotros aterradoramente inertes. Mark Fisher, el escritor de Realismo capitalista, utiliza este concepto y lo vuelve productivo para escribir lo que fue su primer libro inédito hasta ahora y que se llama Constructos Flatline. Este libro fue su tesis doctoral escrita sobre el final de la década del 90 y se convirtió en una obra de culto en la blogósfera incluso antes de ser editada como libro. ¿Qué se habrá hecho de la blogósfera? ¿Habrá vivido alguien alguna vez en la blogósfera? ¿Y la second life? Que podía tener conciertos en vivo de U2 mientras uno jugaba a ser un avatar digital con una nueva vida sin cuerpo, pura virtualidad. La vida sin cuerpo, el cuerpo sin orgános, el mecanicismo friccionado con el vitalismo, es una de las líneas que se debaten en el libro de Fisher. 

En Constructor Flatline hay una tensión por desarmar los dualismos. De ahí viene el concepto de flatline (línea plana que aparece en la pantalla del hospital cuando un cerebro entra en muerte cerebral) . Pero para Fischer esta línea es un lugar donde hay vida mezclada con la muerte, una zona intermedia. De ahí el subtítulo del libro, Materialismo gótico, un nuevo sujeto impreciso que es orgánico e inorgánico y que está tanto en las fronteras de la vida como de la muerte: en realidad, la muerte es un componente vital de nuestra experiencia y no necesitamos llegar a un punto cero para que empiece a funcionar. La muerte está entremezclada con la vida y viceversa, como una enredadera distópica.

Acá se pone en cuestión lo animado y lo inanimado. Como en el libro Alma Máquina, de George Makari –que es un buen contrapunto para leer este ensayo largo de Fisher– las tensiones entre las filosofías vitalistas y mecanicistas se sacan chispas: ¿De dónde viene el espíritu si es que existe? ¿El cuerpo sabe más que el alma? Para Descartes –con su fanatismo mecanicista– todo lo que está en la naturaleza responde una mecánica casual y sólo el ser humano tendría un alma. En el libro de Fisher, siguiendo las novelas de J.G. Ballard –sobre todo La exhibición de atrocidades–, las novelas de William Gibson –Neuroamante en especial– y la película Blade Runner, entre otras cosas, se trata de monitorear –todo condimentado con la filosofía de Baruch de Spinoza y Mil Mesetas de Gilles Deleuze y Félix Guattari– estas preguntas que se hizo Sara Connors: ¿Las máquinas están vivas? ¿Pueden las máquinas salirse de control y doblegar a los humanos?

Para Fisher, el sujeto no sólo ha perdido su centralidad, sino que está constituido, es casi un remanente de la impersonalidad de la técnica. Citando a William Burroughs, ese genio de la derecha psicodélica americana, en el libro de Fisher se dice: “El deseo aprende a amar su propia represión, al permitirse ser enlazado a una repetición desolada de patrones mecánicos de estímulo y respuesta”. Hay algo en este primer libro de Fisher tan notable por su inmersión en la cibernética, el cyberpunk, lo gótico, lo inorgánico y la oscuridad del ser, que parece prefijar el destino trágico del autor. Cuando elige citar un ensayo sobre la obra de Ballard, escribe que en su novelas hay “un reemplazo de un mundo confiable de objetos durables por un mundo de objetos titilantes que hace que sea cada vez más difícil distinguir la realidad de la fantasía”. Como en La nueva Eloísa de Jean Jacques Rosseau, vivimos en un mundo en que todas las cosas embriagan nuestros sentidos, pero ninguna toca nuestro corazón.

Esto es un hecho politico: nuestra red de nervios es también el circuito de una máquina de ensamblaje. Ya no hay aura, porque las máquinas se manufacturan como en copias perfectas al igual que los replicantes de Blade Runner. Y los sujetos que parpadean en los reels de Instagran son todos iguales. 

Nuestro recuerdos pueden ser implantados ( y ahora con el nuevo liberalismo, importados) y pueden ser producidos por alguna corporación china. 

Es más ¿no es acaso este cumpleaños donde estoy una reprodución de miles de cumpleaños? Los gestos que hacemos, las cosas que decimos, no son un bucle repetitivo de miles de escenas que vimos en televisión en dónde se transmitía este cumpleaños? ¿No es la televisión un sujeto táctil tanto que podemos acercarnos a ella y besar la pantalla hasta que nos devore como sucede en Videodrome de David Cronemberg? En la cultura mediatizada hay una compulsión por la repetición. No va a pasar mucho tiempo para que la pantalla del celular forme parte de nuestro cuerpo y no tengamos que sostenerlo con las manos. 

Así como el trébol deleuziano necesita de la avispa para reproducirse, la máquina necesita del ser humano para reproducirse. Y acá entra en juego la brujería: esa ciencia peligrosa por esotérica que puede producir ciertos hechos pero no los adecuados, porque a veces no sabemos cómo controlarlos. Fisher cita un ejemplo: “Una familia hace un conjuro para conseguir dinero. Lo consiguen, pero recién cuando muere el hijo de ellos y cobran el seguro de vida”. No es lo que querían. Las máquinas y la brujería no tienen en cuenta las sutilezas. Por eso hay que tener cuidado cuando pedimos algo por una aplicación: nos pueden traer cualquier cosa. 

FC

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