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Opinión

¡Vayan a laburar!

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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“Los movimientos sociales piden 70 mil dosis”, dice el zócalo. Un zócalo que rima con todo lo que pasa en días así. Los que se sienten fruncidos porque saben que su viejo, su prima médica, su tío, su suegra jubilada todavía no se vacunaron lo ven de reojo, ponen el grito en el cielo y se suben a la ola que comparte en su estado de whatsapp para hacer viral esto: “Señor Presidente, Sr. Jefe de gobierno de CABA, Señores gobernadores. No cumpliremos ninguna restricción hasta que no retiren de la circulación pública al último piquetero. Atte: LA CIUDADANÍA. VIRALIZAR”. 

¿Pero qué era ese zócalo? En una reunión se expresó una idea: quienes trabajan en los casi doce mil comedores y merenderos que existen en todo el país deberían ser vacunados. Considerar personal esencial a quienes cocinan y sirven un plato de comida a los que lo necesitan, a los que hacen fila, a las familias con tupper. Si lo explicás de a uno, si sentás un moderador en cada mesa de cada bar argentino donde se leyó de refilón ese zócalo, se entiende. No están cagando a nadie. Pero hay que desmigajarlo: la vacuna es un bien escaso, nada se cae de maduro. Veámoslo en concreto: un comedor de Villa Soldati da de comer a 580 personas todos los días con merienda y cena que retiran de la puerta del lugar. Lo que llega, como en todo el país, es siempre menos (“tenemos para 350 personas”, me dice Jorge, referente del comedor). Los que cocinan saben cómo hacer rendir para más personas: estiran. Y son siete mujeres que cocinan y dos hombres que ayudan a organizar las filas. Ninguno se vacunó, o los que lo hicieron lo lograron por su cuenta, porque les tocaba. Organizaciones sociales, partidos políticos, iglesias evangélicas, Cáritas, las pastoral de villas, asociaciones civiles, etc., ponen a ese ejército dispuesto a dar la otra pelea de la Pandemia: la del hambre. Se habló de un relevamiento con la ministra Carla Vizotti y alguien planteó un número en el aire: dijo 70 mil. Y ese número rimó con todas las indignaciones. Como dijo Duhalde sentado en una silla de Casa Rosada, una tarde del otoño de 2002 entrevistado por el cronista del canal 26 de Alberto Pierri, mientras cortaba clavos por el acuerdo con el FMI que no terminaba de cerrarse: “en una crisis todos tienen razón”. Todos los estados de whatsapp en las crisis tienen razón. 

Pero retengamos el diálogo de esa tarde de miércoles sobre los supuestos “70 mil vacunados”: el Chino Navarro puso la cara en TN. Salió por zoom desde la oficina. Hablaba con dos periodistas: Nacho Otero y Nicolás Wiñazki. El razonamiento de Navarro seguía la lógica, las interrupciones de Otero eran contrapuntos amables, como una partida de esgrima suave, y aunque los zócalos se graban en piedra se fueron ablandando en el razonamiento (“hablamos de personas que cocinan y trabajan a lo largo del país para que a millones les llegue la ayuda del Estado”). Apareció Wiñazki: “Navarro, acá Nicolás Wiñazky”. El Chino responde: “Nico, decime Chino como cuando me llamás”. Ahí, en esa parada, el hielo se rompió en pedazos. La cosa se hizo tan distendida que al final la idea se entendió: quizás sí, en Argentina, los que cocinan para los que no tienen qué cocinarse necesitan ser vacunados. Quizás ya no se haga, como casi todas las ideas que quedan para la reunión de la semana que viene. Pero cuenta y cuenta y quedará: la distribución de vacunas, a su modo, de costado también es un debate sobre el trabajo. 

Las palabras transforman porque se van transformando por dentro primero. La palabra trabajo. La palabra trabajador o trabajadora. Una pregunta que a su modo organizó el siglo XX: ¿qué derechos tiene un trabajador? Esa pregunta cruzó cien años, sus huelgas, sus mártires, las ideologías que arrastraron las corrientes migratorias, los que llegaron con una mano atrás, otra adelante y los puños llenos de verdades, la experiencia yrigoyenista, el repertorio de dignidades constitutivo del peronismo que partió en dos lo que eran los “derechos”. No debe haber película más reivindicativa de los sindicatos que Las aguas bajan turbias. Aquella joya de Hugo Del Carril, basada en el libro “El río oscuro”, de Alfredo Varela, un escritor comunista rescatado e incluso liberado por Del Carril. Este encuentro tuvo una reivindicación historiográfica y un análisis de la mano de Javier Trímboli y Guillermo Korn con su libro Los ríos profundos: “A través de la genealogía de Las aguas bajan turbias nos interesa dimensionar cuánto el peronismo le debió a la historia previa, es decir, a los materiales y a los significados que ella fue produciendo. El peronismo ya no como una ruptura lisa y llana –tal como si alguna vez así sucediera–, sino como una fenomenal torsión que operó sobre el cuerpo de una cultura, arrastrando flecos de ese pasado para reconfigurarlos.”

En un claro, entre las carpas, en la representación de esa explotación salvaje que sufrían los mensúes, Hugo del Carril canta “Noches del Paraguay”. En medio de la historia una microhistoria: la madre de un mensú que se embarca desde Posadas para acampar con los mensúes. Su hijo había muerto ahí en la explotación. Ella dice: desde que murió mi hijo, todos los mensúes son mis hijos. Las madres argentinas indomables. Una ráfaga de tiros y el trueno entre las hojas: los sindicatos llevaron la civilización a esa selva de sangre. Los sindicatos fueron eso: civilizadores. Por abajo y por arriba. A los ponchazos, también. Los sindicatos y las clases medias incluso, esa relación que nombró el presidente Joe Biden en su tierra, hace pocos días, cuando anunció un plan para las familias y el empleo. Lo que no se puede sacar de encima.

Una pregunta del siglo XXI: ¿quiénes trabajan? Si no hay trabajo, ¿se lo inventa? Del aceleracionismo al pos-trabajo, de Mark Fisher a la discusión por el salario universal. Se enreda, se infla, se corretea, pero la palabra trabajo persiste. Trabajadores sin patrón que crean su trabajo, más o menos esa suele ser la forma en que se define la “economía popular”. El mundo se precariza y los trabajadores de algún modo se las arreglan. Pero al trabajo se lo corre por izquierda y por derecha. ¿Hasta dónde se desliza “eso que llamamos trabajo no pago”? ¿Hasta la participación en comedores o el cuidado de personas? ¿Hasta la crianza de los hijos? Hace ya unos cuantos años se discutía si “cartonear” podía considerarse trabajo, el eslabón más débil ante una industria –la del reciclado– que existe y es necesaria. Débora Gorban agarra esto en Las tramas del cartón. La economía de plataformas se elaboró sobre la misma pregunta que la economía popular pero al revés: quiso decir que hay actividades sin patrón, aunque las ganancias se repartan de modo desigual. Colaboradores del mundo, uníos. ¿Y qué hubiera sido de nuestras vidas sin esos muchachos y muchachas sobre ruedas? Los dejamos de cronicar justo cuando vino una Pandemia y nos puso en la cara que su trabajo se creó un minuto antes de que fuera esencial. 

Fuera de radar: el paso de la UTEP

Estos días ocurrió una noticia que voló bajo sobre el radar de las noticias entre la Pandemia que no cede, las internas del gobierno, la conmoción sobre el poder del ministro Martín Guzmán que se llevó la marca (¿puede o no puede diseñar su política económica el hombre que está ayudando a cruzar el río?). El gobierno por momentos parece tomado por la lógica de la contradicción y las mantas cortas que impone su “tensión ideológica”. Y por momentos, parece caminar en “líneas paralelas”. En medio de eso, hay una jugada un poco sorda desde los años noventa: la discusión por la existencia necesaria o no de los movimientos sociales. La presencia en el poder de otra organización, paralela a La Cámpora, aunque menos narrada: el Movimiento Evita. Que condensa (aunque no sea la única organización) esta presencia “incómoda”. Hay que saber mirar esto por ejemplo en la promoción de un gasto social de ingresos directos, desde adentro del gobierno o desde afuera, que se une en un sentido común: el intento de borrar las mediaciones entre pobres y Estado que realizan las organizaciones. Como si dijeran: los movimientos sociales son parte de la gobernabilidad, ¿pero a qué costo? Las grescas en la calle de los últimos días, con grupos de izquierda que exigen más planes Potenciar, ubica esta disyuntiva incluso por afuera del sistema. Pero a la economía popular la llamaron neoliberal, sindicato de pobres, pobristas. Tiene mala prensa desde todos los bandos. Y ahí está. Para colmo, con el soporte moral y conceptual del Papa Francisco que cree en ella. 

Lo que pasó fuera de radar: el jueves 29 de abril se presentaron las autoridades del sindicato UTEP. En una asamblea constitutiva con secretarios de consejo directivo y secretario nacional. Acá está el video, vean el cierre de Esteban “Gringo” Castro. Un paso más hacia “la institucionalización de la herramienta gremial”, definió una dirigente. “Los descamisados del siglo XXI”, los llamó Juan Carlos Schmid. En el ministerio de Trabajo se presentaron al otro día, el viernes, las afiliaciones, el estatuto y el acta constitutiva para que comience el proceso de aprobación y posterior otorgamiento de personería social. Una novedad cruzada por la época: el estatuto incluye un artículo que precisa que en todos los órganos al menos un 50 por ciento tienen que ser mujeres. “Vamos a lanzar la campaña de afiliaciones más grande de la historia para sindicalizar a los 4 millones de trabajadores y trabajadoras de la economía popular que pelean y siguen esperando por sus derechos”, dijo Gildo Onorato. En la tipología de Emilio Pérsico (“la crema, la leche y el agua”) son el agua. Las ramas de actividades que definen: Servicios Socio Comunitarios; Comercio Popular y Trabajos en Espacios Públicos; Servicios Personales y otros oficios; Recuperación, Reciclado y Servicios Ambientales; Construcción e Infraestructura Social y Mejoramiento Ambiental; Industria Manufacturera; Agricultura Familiar y Campesina; Transporte y Almacenamiento.

Justo antes de concluir el gobierno de Cristina, en diciembre de 2015, se publicó una resolución que creaba un registro de organizaciones sociales de la economía popular. Las organizaciones que lograran inscribirse gozarían de una personería social. Pero esa resolución se cayó y paradójicamente la retomó la gestión en el ministerio de Trabajo de Jorge Triaca. “La resolución fue un paso en reconocimiento –dice Paula Abal Medina– pero otorgaba competencias muy simbólicas, de poca intensidad, bajo palabras como promover, colaborar, proponer, participar de foros, propiciar la mejora de condiciones de vida, cosas con la que no se corta ningún bacalao. No se reconocían prerrogativas especiales como a los sindicatos con personería gremial, que asumen la representación de afiliados pero también la representación colectiva.” Durante buena parte de 2020 se realizaron reuniones en el ministerio de Trabajo para idear un reconocimiento estatal capaz de brindar herramientas efectivas para la representación de la realidad de un sector muy numeroso en la Argentina: los trabajadores sin patrón. “Y más allá de la terminología podemos decir que las competencias y prerrogativas que se establecen se han ideado en espejo con la ley de asociaciones sindicales. La UTEP en definitiva también es, y cada vez más, un sindicato que representa trabajadores. Suelo decir que la UTEP tiene dos almas: una gremial y otra comunitaria. Sin embargo su desarrollo más reconocido en la opinión pública es la segunda dimensión, como movimientos sociales. Más como pobres que como trabajadores. Ahora la UTEP ganará reputación sindical. El estatuto y la composición provisoria de la comisión directiva muestran esta intención. Falta aún una masiva campaña de afiliación para concluir la etapa con una elección muy participativa y en unidad”, redondea Abal Medina.

Podemos contar la Argentina a través de esta palabra: trabajador. Quién entra y quién se queda afuera. El trabajo fordista permanece en la idea. La imagen canónica de la clase obrera en su 17 de octubre: hombres y mujeres de mameluco. Hijos de tanos, gallegos, santiagueños o diaguitas, pero la clase era homogénea. Un grueso, un hueso duro, de la politización argentina se hizo de casa al trabajo y del trabajo a casa. En la Argentina el desempleo parió no pocas veces al trabajador-desocupado. El “trabajador” sobrevivió: se podía estar desempleado pero se mantenía esa condición política. La conversión de trabajadores en trabajadores-desocupados, el nacimiento de los movimientos de desocupados en la década del noventa (¿recordamos la sigla MTD?) y actualmente incluso la palabra “planeros”, parece definir contornos vivos, límites en movimiento. De hecho, “planeros” podría parecer una palabra hija de la palabra “piqueteros”, que es prima, la prima pobre, de la figura histórica del “empleado público”. Porque en el fondo, es sobre la idea de Estado lo que también estamos discutiendo. Y un prejuicio permanente: la ventaja de cobrar por no trabajar que se supone que da el amparo estatal. Como dicen muchos: la teta del Estado. Se vio en Pandemia: los estatizados, los que no temieron que el mes que viene no les depositen el salario. ¿Puede el Estado crear trabajo? Pero sigamos en las palabras. Desocupados que se siguen llamando trabajadores. Aristocracias obreras bajo convenio colectivo. U otro clásico: el de los privados que con sus impuestos sostienen a los millones que cobran del Estado (seis millones contra veintiún millones se suele cifrar). En ese caleidoscopio gira el “trabajo argentino”. Lo tenemos a flor de piel, es un sentimiento horizontal y vertical. Pasa uno y en la punta de la boca ahí está: “¡vayan a laburar!”.

MR

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