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Alberto, el reparto del poder finito y la búsqueda de una “meseta” a lo Néstor

Alberto Fernández durante un acto de homenaje a Néstor Kirchner

Pablo Ibáñez

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- Le piden que sea como Néstor... ¿Y quién sería el Duhalde de este Néstor? ¿Y quién sería el Moyano, el sindicalista que someta a los demás sindicalistas?

El imaginario de un Alberto Fernández en modo Néstor Kirchner, un espejo incómodo para el presidente, arreció luego de la derrota del 12-S como artefacto para reaccionar ante el sablazo electoral, el recurso de redoblar, como aquel Kirchner post 2009 que perdió en la provincia de Buenos Aires y en vez de retroceder, avanzó: semanas después, se presentó la AUH, se avanzó con una reforma política que parió las PASO, ley de Medios, Fútbol para Todos, demás. Una contraofensiva política del llamado doble comando: Cristina presidente, Kirchner jefe.

La referencia a una reacción a lo Néstor genera, en el microcosmos albertista, lecturas peculiares. Una, que la pronuncia un funcionario de extrema cercanía, remite a que la existencia de un Kirchner supone una totalidad: Kirchner rompió con su promotor, Eduardo Duhalde, estableció una jefatura verticalista en la CGT y alineó, entre simpatías y chequera, a los jefes territoriales. De ahí la pregunta que se hace un entornista de Fernández sobre quién sería el Duhalde de un Alberto K, ¿y el Moyano?

El de Fernández es, en definitiva, el cuarto mandato K y, como tal, navega entre las expectativas y los recelos que eso significa. La expectativa y los costos de ser la continuidad.

Fernández, se sabe, fue una pieza clave en esa etapa de Kirchner pero ya no formaba parte del dispositivo oficial en el 2009, la segunda ola nestorista, la posterior a la derrota electoral del 2009 que astilló la proyección, exagerada o no, del 4+4+4+4, las presidencias continuadas e intercaladas entre el matrimonio, construcción que terminó de romperse con la muerte del patagónico el 27 de octubre de 2010.

Pero el presidente se proyecta -o quiere proyectarse- en otro Kirchner, el del ciclo 2003-2007, y más que en la construcción política, en el escenario económico. “Busca las condiciones que tuvo Néstor durante su presidencia: tres años sin pagar deuda, economía creciente, demanda internacional”, lo traduce un funcionario y habla de la “meseta de Kirchner”, el periodo que fue entre el rebote que vino luego de la devaluación del 2002, aquella religión nestorista del superávit gemelo, y una economía que creció 9 puntos, en promedio, durante cuatro años, hasta la pendiente del 2008.

Son las dos versiones del mundo que combinen en el Frente de Todos, la necesidad de un gobierno con más ejecutividad, un Fernández más proactivo, pero dentro de un ajedrez político interno frágil y en constante mutación. Desde el 14 de noviembre, resultado que fue como un shock de desfibrilador para Alberto, y con la marcha del 17 y la cena en Olivos esa misma noche, Fernández se muestra revitalizado. Persigue, como siempre ocurre, una zanahoria móvil: un pronto y relativamente soportable acuerdo con el FMI que le dé una tregua, considere planteos de Argentina y le permita un horizonte de recuperación económica. El eslogan, que suscriben todos en el FdT, de “crecer para pagar”.

Motivaciones

“Voy a hacer lo que tenga que hacer, le guste a quien le guste”, lo han escuchado decir al Presidente. Sus interlocutores salen motivados de esas juntadas aunque, luego, se preguntan cuánto de eso se cristalizará. Es un mensaje en varias direcciones: a la relación con los empresarios, con los medios y hacia dentro de la coalición de gobierno. En ese renglón, aclaran “todo es frentodismo”, sin escenario de conflicto o fractura pero con otra dinámica. En el kirchenrismo detectan ese movimiento: hay un repliegue para ver el cómo y hasta donde, pero en paralelo se activa la orfebrería política para contar lo que tiene cada uno. La salida de Débora Giorgi de la subsecretaría de Comercio Interior se debe leer como un escarceo, menor pero gráfico, de ese juego de posiciones.

La tensión de Fernández con Máximo Kirchner, que elDiarioAR contó el domingo pasado, es también un reflejo de esa etapa fernadista. Un dirigente que cenó con el presidente contó que en ese encuentro, Fernández objetó que Máximo tenga una actitud pública de malestar. “Esos modos no van más”, le habría planteado. El diputado, en privado, expresa su inquietud y se queja de la falta de información sobre las principales medidas del gobierno. Un ejemplo: desconoce en qué consiste el meneado plan plurianual que presentará Martín Guzmán, cuya confección es un 98% del ministro, que evita dar detalles a los que se los piden, más allá de generalidades como que sería un plan quinquenal para que “involucre a la oposición”.

Un detalle. La noche de la elección del 14 de noviembre, en el Complejo C, desde el camporismo reprochaban que Máximo no había sido consultado ni notificado sobre el discurso que esa noche grabó y luego difundió el presidente. Vale, también, para el programa Guzmán, una ingeniería que tiene como anticipo el presupuesto 2022 y como marco general el acuerdo con el FMI, remite a la ilusión albertista de un ciclo venturoso, parecido al de Kirchner. Lo que otro funcionario, de la trinchera política, llama la “meseta de Kirchner”, es período de economía creciente. El rebote del 2021, que terminaría con un indicador entre los 10 y los 11 puntos, debería dar un plafón para que en el 2022, el crecimiento tenga un piso de 3 puntos, ya proyectando una media de casi 7.

En el planeta Cristina hay, con menos expectativa, una mirada similar respecto a que un acuerdo razonable con el FMI puede darle al gobierno dos o tres años para recuperarse. “Con un acuerdo más o menos bueno, la segunda parte del gobierno de Alberto debería ser otra cosa”, apuntan en el entorno de Máximo donde la demanda número uno es aplicar medidas para mejorar la distribución del ingreso.

Poder finito

Pero hay, se admite, un océano de diferencias con aquel periódo de Kirchner: los indicadores sociales más en rojo, la pandemia que arrasó, la inflación que es cinco veces más alta que en aquel período, la fortaleza política de un gobierno sin la novedad de aquel. El de Fernández es, en definitiva, el cuarto mandato K y, como tal, navega entre las expectativas y los recelos que eso significa. La expectativa y los costos de ser la continuidad.

Fernández pareció volver a sintonizar bien con Sergio Massa, luego de un año cruzado por las sospechas en la que el diputado fue -o así se vio- un socio permanente de Máximo, con quien promovió, por caso, que Santiago Cafiero deje la jefatura de Gabinete para ser candidato. En paralelo, La Cámpora menciona a Massa como una figura que Fernández debería incorporar a su staff de ministros, esa ida de “superministro” en materia de Producción y Desarrollo, alternativa que el presidente resistió y que en el entorno de Massa atribuyen, no sin picardía, a una maniobra para sacarlo de la presidencia de Diputados.

Aunque no haya espíritu de conflicto, la matemática del poder es rígida. Un dirigente habla del teorema del poder finito. “Si Alberto se empodera, Cristina pierde poder. Funciona así, no hay otra manera”, afirma y repasa lo que, según su criterio, fueron errores de la vice: la renuncia de Eduardo “Wado” De Pedro -cuyo efecto, en el vínculo personal, todavía perdura respecto a la relación con el ministro- y la carta posterior, dos acciones que tuvieron un efecto -el cambio en el gabinete- pero que en un sector del FdT se entienden como mala praxis política de la vice.

Otro dirigente, que transita en los distintos campamentos, recurre a una definición de politólogo que habla del poder como -cita de memoria- un “quantum de energía que siempre da cero”. Es decir: lo que uno gana, otro lo pierde. Pero aporta una mirada más amplia, también material: cuando el poder del FdT está reducido, el porcentaje de Cristina es más fuerte, y el rol de Fernández debería ser, justamente, el de ampliarlo.

La expansión del FdT y un Fernández con más volumen aparecen como dos precondiciones para imaginar que hay vida más allá del 2023. Massa sorprendió a un puñado de diputados con una metáfora llamativa pero brutal: “Primero tenemos que lograr que el río tenga agua, después vemos cuál es el pescadito que nada mejor”. Traducción: antes que cualquier discusión interna, primero el FdT debe volver a ser competitivo, y si eso ocurre, ver cuál es la mejor carta (figura, candidato) para una hipotética continuidad.

El reparto del poder entre los Fernández es invocado, con menos dramatismo por un albertista, que prefiere hablar de “reescribir el contrato del FdT”. Para los sectores que entornan a Cristina, es impensable imaginar un esquema donde la vice deje de tener el protagonismo que tiene que, per se, consideran esencial por su peso político y electoral aunque no siempre se replica con su involucramiento en la toma de decisiones. Aparece, ahí, un gap entre la importancia y la incidencia de la expresidente.

La última semana de noviembre, luego de un pico crítico en los indicadores de imagen del gobierno y de la cúpula del oficialismo, aparecieron señales de mejora, con el crecimiento algunos puntos de Fernández y de la gestión, según la medición de una consultora Inteligencia Analítica, que se convirtió en una especie de nuevo faro del frentodismo porque había preanunciado la derrota del 12-S y anticipó, el sábado anterior a la general, el “empate técnico”.

PI

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