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Cristina, de la jugada maestra al desencanto y a un nuevo plan para 2023

Cristina Fernández. el jueves, en el cierre de campaña de FdT. Detrás, el Presidente.

Diego Genoud

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Dos años atrás, seguramente, se felicitaba a sí misma por haber resuelto a su favor el acertijo electoral con el dedo, en cuestión de segundos. También pensaba que la designación de Alberto Fernández como candidato a presidente le abriría a su espacio político una puerta de regreso al tiempo del decisionismo y la dinámica arrolladora del primer kirchnerismo. Dos años más tarde, ella primero que nadie tiene claro que esa expectativa se vio frustrada. Aquella eficacia que Cristina Fernández le atribuía a su viejo jefe de Gabinete no sólo no se reeditó desde la presidencia: al contrario, la gestión Fernández la llevó a concluir que se trataba de una característica que Néstor Kirchner le había trasladado al primer Alberto, como parte de un juego general en el que había decidido empoderar a su mano derecha. 

A horas del primer test electoral que asoma como una bisagra para el Frente de Todos y más allá de las postales de unidad que surgen del cierre de campaña, el oficialismo también define cómo y hacia dónde seguir. El desencanto de Cristina Fernández con su propio plan, el que llevó a Fernández a la presidencia, no solo es confirmado por sus allegados: la propia vicepresidenta lo dejó en claro en más de una oportunidad. Cuando llamó a “no equivocarse” con las alianzas con el establishment, en julio de 2020, a través de las redes sociales; cuando se contradijo a sí misma, pidió un acuerdo con todos los sectores para resolver el drama de la economía bimonetaria y ubicó para siempre a una parte del gabinete en el lote de “los funcionarios que no funcionan”, con una carta en octubre de 2020; cuando reclamó que los que tengan miedo “se busquen otro laburo”, en diciembre de ese mismo año; cuando le pidió al Presidente que “ponga orden”, en agosto pasado. También el jueves en Tecnópolis, volvió a decir lo mismo con otras palabras: “Los funcionarios tienen que ser tercos, no tienen que bajar los brazos ante el mínimo impedimento. Tercos no para no escuchar, no para no debatir, sino porque a la primera de cambio que te sale mal abandonás y te vas a hacer otra cosa por temor”.

Más clara no pudo ser, coinciden entre quienes la frecuentan. No fueron solo palabras. La relación tuvo incluso una temporada de frío que se prolongó por 67 días en los que, a un lado y al  otro, admitieron que no había diálogo entre las dos figuras principales de la alianza de gobierno. Y sin embargo, pese al poder omnímodo que le atribuyen, Cristina no pudo lograr que Alberto cediera a sus pretensiones y pedidos en más de una oportunidad. Sucedió por última vez, con el cierre de listas, cuando la vicepresidenta, su hijo Máximo y Sergio Massa pedían que Santiago Cafiero abandonara su puesto y fuera a competir en la provincia de Buenos Aires como primer candidato a diputado. Alberto dijo no y postergó sin fecha el cambio de gabinete que pretendía su gran electora. Para Cristina, afirman a su alrededor, la situación no era sencilla. Como parte de un equilibrio de lo más delgado, no podía debilitar a su propio candidato pero necesitaba al mismo tiempo preservar su propio perfil y hacer oír sus posiciones. 

El primer cimbronazo había sucedido un año antes, con la expropiación fallida de Vicentin. Fernández llevaba apenas seis meses en el gobierno y anunció una medida sorpresiva, que entusiasmó a parte del oficialismo pero lo forzó muy pronto a retroceder, una palabra que no estaba contemplada en el kirchnerismo original. Al lado de Cristina, comenzaron entonces a recordar la expropiación de YPF, cuando Carlos Zannini diseñó un andamiaje judicial que obligó a la multinacional Repsol a hacer las valijas en forma inapelable. Salió bastante más caro de lo que Axel Kicillof había pronosticado, pero no hubo marcha atrás. Con Alberto, en cambio, ya asomaba un estilo peligroso, en el que la práctica podía desmentir al discurso y todo podía resultar provisorio. 

Después de la derrota y el gobierno de Mauricio Macri, Cristina asumió a su manera que se había equivocado y buscó edificar una fuerza más amplia. A Fernández se le encomendaba una misión de lo más complicada: sostener la unidad del peronismo, sacar adelante una economía asfixiada por la deuda, el ajuste y la recesión y, finalmente, resolver el conflicto con los factores de poder que se habían enfrentado a CFK. En un orden discutible, la herencia, la pandemia, las diferencias en el FDT y la incapacidad propia, solo le permitieron al Presidente cumplir con el primero de los objetivos. Encender la economía resultó imposible a partir de la irrupción del virus; también acordar un alto en fuego con el establishment, lo que se suponía estaba servido para un Alberto que había edificado una larga carrera de operador detrás de escena. 

El ex jefe de Gabinete no pudo avanzar con medidas audaces como las de Vicentin ni cerrar un pacto con los enemigos de su vice, como la propia Cristina pidió en la carta sobre la economía bimonetaria. En sus dos primeros años en el poder, Alberto dio muestras de que la misión demandaba un liderazgo fuerte y lo excedía. Queda como consuelo la consigna que Andrés Larroque difundió en los últimos días a través de las redes, cuando dijo “No nos confundamos, lo que el poder no le perdona a Alberto es no haber traicionado a Cristina”. 

Entre las tareas que la vicepresidenta le había encomendado en el origen al profesor de Derecho Penal estaba también la de aliviar su situación judicial, el frente en el que acumula una decena de procesamientos -siete firmados por el fallecido juez Claudio Bonadio- y causas que están en juicio oral. Hace apenas 10 días, el fiscal Marcelo Colombo volvió a rechazar el pedido de las defensas que buscan que se cierre la causa que investiga el Memorándum con Irán, el expediente iniciado por el fiscal Alberto Nisman. Siete años después de iniciada la querella, Cristina no logra resolver su situación en una de los causas más cuestionadas y por un entendimiento que nunca llegó a materializarse. 

Por fuera de la batalla judicial, desde diciembre pasado, la ex presidenta comenzó a plantear en todos sus discursos la necesidad de afrontar dos grandes desafíos que tiene el Frente de Todos: el pago de la deuda con el Fondo y la caída prolongada del poder adquisitivo. En el primer caso, anunció en la noche del cierre de listas que el Gobierno no iba a poder usar los Derechos Especiales de Giro para estimular el crecimiento y beneficiar a los sectores más postergados sino para pagarle al propio Fondo los vencimientos de deuda de fin de año. Así se inclinó por la postura de Martín Guzmán y clausuró el debate intenso dentro del oficialismo contra las pretensiones de su propio espacio, que había difundido cartas y comunicados para que esa partida se utilizara con fines domésticos. En el segundo caso, Cristina pidió alinear salarios y jubilaciones con tarifas y precios, una consigna que se cumplirá a medias en el año electoral, con una inflación interanual que ronda el 50% y la mitad de la población hundida en la informalidad laboral. Hoy el salario ya no es el más alto de América Latina medido al dólar oficial, como suele evocar con nostalgia la vicepresidenta: es el más bajo.

En campaña, CFK se mostró siempre en la provincia de Buenos Aires y acompañada por Kicillof, que figura como su heredero principal en la carrera hacia las presidenciales. Contra la idea del Presidente, que cree estar ante un plebiscito y estimula a los que ya anuncian su reelección, Cristina deja abiertas todas las variantes y no abona antes de tiempo la ilusión de un nuevo mandato que se alimenta en torno a Fernández. “Uno nunca sabe dónde está su cabeza. Pero seguro que ya está buscando una salida para 2023”, le dijo a elDiarioAR una de las personas que la acompaña desde antes de que fuera presidenta. 

A partir del domingo a la noche, habrá que contar los votos y hacer un primer balance de cara a noviembre. Después, quedarán dos años difíciles por delante, pero sea cual sea el esquema de futuro que abone la vicepresidenta, algo parece bastante claro: el kirchnerismo actual no quiere atentar contra la unidad del peronismo y profesa el pragmatismo hasta que duela. No solo lo confirma el regreso al útero materno del cristinismo de Sergio Massa, uno de los que se anotó hace rato para ser el nuevo Alberto. También la opción de Cristina en Santa Fe en contra de Agustín Rossi y a favor de Omar Perotti, uno de los que -como ella misma dijo en Tecnópolis- votó su allanamiento en el Senado el 14 de agosto de 2018. No se trata de una súbita generosidad que nace alrededor de CFK sino de una constatación aprendida a la fuerza en los años de Mauricio Macri como presidente. El peronismo no kirchnerista no solo hace falta para lograr una mayoría: además, cuando se alinea con el bloque opositor que conecta al poder económico con los tribunales, puede ser de lo más dañino. 

 DG/WC

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