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Opinión

La gestión de la empatía

Refugiados ucranianos en Polonia.

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La invasión que padecen los ucranianos generó una ola mundial de solidaridad pocas veces vista. Por todas partes la gente se compadece de las víctimas y deplora la avanzada rusa. Las portadas de los diarios, los perfiles de redes sociales y la televisión se llenaron de banderas ucranianas. Hasta el periódico deportivo Olé le dedicó su tapa. “¡Estamos en guerra!”, escuchó mi hermana en la peluquería apenas comenzada la invasión: un nosotros inclusivo que hermanaba el barrio de Once con los suburbios de la lejana Kiev. En la movilización emotiva que genera y el involucramiento unánime, nos recuerda el atentado contra Charlie Hebdo de 2015. También entonces todo se llenó de banderas francesas y todos fuimos Charlie. 

Toda esta empatía nos enaltece. La sensibilidad y solidaridad frente al padecimiento ajeno están entre los sentimientos más admirables de los que humanos somos capaces. Es lo contrario de la indolencia, del egoísmo, de la insensibilidad. Es poder salirse de los propios zapatos y ponerse en el lugar del otro. Es pensar en el prójimo. Nada menos. No hay vida social posible sin esa capacidad: la civilización se extinguiría en un segundo sin ella.

Claro que, como en todo, hay una política de la empatía. La palabra “prójimo” viene del mismo origen que “próximo”. Tendemos a compadecernos más de los sufrimientos de quienes sentimos cercanos, parte de lo que somos. Y lo que somos, el “nosotros”, también se define políticamente. La empatía y la solidaridad muestran la mejor cara de los humanos allí donde son universales, internacionalistas, cuando nos impulsan a horrorizarnos de los padecimientos de cualquiera, sin importar la nacionalidad, el color, la clase, el género, la religión. Cuando, por el contrario, nos invitan a una solidaridad con el prójimo que se niega a sujetos un poco más distantes, corren el riesgo de transformarse en vehículo de un tribalismo primario, la exaltación de un “nosotros” restrictivo que deja afuera a los otros. O que, incluso, invita a violentarlos. Pasó con lo de Charlie Hebdo, cuando el “Je suis Charlie” fue aprovechado por grupos xenófobos como oportunidad para alimentar el odio a los inmigrantes musulmanes. “Yo soy Charlie” y vos no sos bienvenido entre nosotros.

El riesgo de que nuestra solidaridad con los ucranianos sirva al tribalismo blanco, europeo, occidental, se hizo evidente en las coberturas de la invasión en medios locales e internacionales. En la BBC escuchamos llamados a la alarma que destacaban que las víctimas, esta vez, eran europeos “de ojos azules y cabello rubio”, lo que aparecía como motivo de especial urgencia. El mismo argumento se repitió en otras cadenas internacionales con perturbadora uniformidad. Lo implícito: no son cuerpos marrones o de países que a nadie deberían importar. ¡Hagan algo! ¡Estos sí son cuerpos que importan!

Pero no es sólo una cuestión de racismos implícitos (que por supuesto los hay). La contracara de ese uso tribal de la empatía es la intensidad con la que, a cuento de la decisión de un gobernante ruso, se está alimentando la rusofobia más brutal. Los ejemplos circularon por todas partes: un curso sobre la obra de Dostoievski censurado, un concierto de Chaikovsky cancelado y una cantidad de artistas rusos hostilizados o marginados en las programaciones teatrales de Europa o Estados Unidos. En el colmo de la estupidez, se quitaron los honores a Yuri Gagarin de una conferencia espacial: el pionero cosmonauta, muerto hace décadas, ciudadano de un país que ya no existe y que incluía a la actual Ucrania, paga por ruso las decisiones de Putin. Y eso no es todo: en Mánchester retiraron una estatua de Friedrich Engels, el escritor comunista alemán del siglo XIX. Porque si es comunista algo tendrá que ver con Rusia: que pague él también. Seguramente todas las personas que motorizaron esas reacciones creían estar solidarizándose con los ucranianos.

Que hay un verdadero gerenciamiento político de nuestra legítima empatía queda probado por la insólita decisión del magnate dueño de Instagram, Facebook y otras redes sociales de suspender sus habituales políticas de control de contenidos que ponen límites a los discursos de odio. Hasta nuevo aviso, se permitirá que los usuarios den rienda suelta a la rusofobia, incluso en sus manifestaciones más violentas y peligrosas. La situación al parecer lo amerita. Por un lado, la banderita ucraniana para compartir en tu perfil. Por el otro, vía libre al odio contra un pueblo entero e impulsos a borrar de la memoria su legado intemporal. 

El gerenciamiento político de nuestra empatía también se notó en la intensa campaña de intimidación que sufrieron todos los que osaron mencionar la expansión de la OTAN como elemento necesario –junto con el principal, que es la vocación guerrera de Putin– para explicar lo que ocurre en Ucrania. ¡De eso no se habla! Y una actriz argentina recibió el escarnio de los medios y redes sociales por el mero hecho de recordar que las guerras en el mundo no empezaron hace algunas semanas, que la invasión de Ucrania es comparable a otras perpetradas recientemente por Estados Unidos y que todas merecen nuestra condena. ¡No te metas con el “nosotros” occidental! ¡Odiá a los rusos! ¿No ves que nos están atacando?

En este contexto, es fundamental hacer una defensa de la empatía. Es preciso sostener y ampliar nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano agredido sin permitir que sea utilizada para otras finalidades políticas o para reforzar lealtades tribales que puedan volverse con violencia contra las vidas de otras tribus. Las guerras no han cesado en las últimas décadas. Las ocupaciones militares tampoco: hay otras en curso en este mismo momento. Mientras Rusia entraba en Ucrania, otras poblaciones siguieron bajo bombardeos en guerras igualmente injustas, pero que permanecen fuera del radar de los medios de comunicación, de las agendas políticas y de nuestra empatía. Se cumplen en estos días 19 años de la Guerra de Irak, una guerra injustificable librada por Estados Unidos, Gran Bretaña y aliados que costó, como mínimo, 110.000 vidas (quizás muchas más). Vidas que no eran blancas, europeas, ni de ojos azules, pero que también eran vidas. Vidas que no vemos, entre otros motivos, porque no tenemos registros visuales que nos conmuevan, ya que hubo una política deliberada –el llamado “periodismo integrado” (a las tropas)– para que los periodistas no pudiesen trabajar libremente en la zona. De nuevo, la gestión política de nuestra capacidad humana de ponernos en el lugar del otro.  

Es necesario proteger y cultivar nuestra empatía, alejarla de los tribalismos que la mutilan, mantenerla verdaderamente universal e internacionalista. No hay dudas de que, cuando la ocupación de Ucrania termine, la vamos a seguir necesitando.

EA

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