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Perdón que interrumpa Opinión

Primero de Mayo: alguien tiene que contarla

Primero de mayo: alguien tiene que contarla

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 “Le pongo todo y la pruebo a lo último cuando está casi lista, porque si no me chupo un pan adentro.” Herminio Onorato dice la receta de la salsa para estos mostacholes con pescado que comemos en el patio de la casa de Rubado 3250 de Ingeniero White, frente a un fuego hecho sobre el piso. Desde la casa se ve una mole, los silos de la empresa maltera Boortmalt y también, detrás de la bandera argentina que marca una de las dos entradas al puerto, la llama que desde una torre quema Profertil, la planta de urea y amoníaco más grande del país. Atrás siguen Dow, Proyecto Mega. Mitad en joda mitad en serio, Herminio dice pertenecer al partido del “nadie me regaló nada”. Y andá a contradecirlo. Nació y vivió toda la vida en Ingeniero White, esa ciudad puerto. “Alguien tiene que contarla”, dice en un momento Herminio. Veremos de qué se trata.

Estamos en la casa de su tía Carmela, que me alquiló una habitación al fondo por unos días. Herminio trajo leña cortada de un ficus demasiado húmedo y tuvo que estarle un rato encima para que agarrara. Sigue la receta: “Fritás la cebolla con el morrón y cuando ya está todo medio doradito le echás un caldo adentro cortado con el cuchillo y después le metés la salsa”. Cocinada siempre a fuego lento, la salsa lleva “pimentón, adobo para pizza, un poquito de orégano, perejil y ajo deshidratado. Algunos le echan un poquito de vino. Cuando ya hirvió y calculás que la salsa está casi lista le echás los pescados, porque los pescados en diez minutos están listos”.

Entre la comida y el vino en una noche aún cálida para el frío que promete el otoño, Herminio reconstruyó el relato de la muerte de su papá. Pero antes de eso, le pedí que construyera el camino de ese plato hasta nosotros. Básicamente los camarones, los langostinos y la pescadilla que indistintamente flotaba entre la salsa espesa y rojiza. Cada cosa tiene su camino y no viene sola. En el día de los trabajadores, lo que comemos, ¿de dónde viene, cómo y por las manos de quiénes llega a nosotros?

Pescar con red

Ingeniero White, en el partido bonaerense de Bahía Blanca, es otra aduana de nacionalidades con las que se hizo la Argentina. Con los que se quedaron en el pueblo en el que se bajaron y una argentinidad con vista al mar: su largo relato de fiesta, cantinas, asociaciones y logias, huelgas y comicios, prostitución y amor. De aquella White desbordante se vieron esta semana los pocos barquitos o lanchas que quedan de la pesca artesanal y salen a diario de “Puerto Piojo” para pescar camarones y langostinos. Justo esa misma mañana vimos salir hasta ahí nomás del muelle, a escasos cien metros del puerto, donde tenían puestas las redes. Junto a Herminio, otro viejo pescador, Enrique Russo, nos llevó a acompañar la pesca desde su lancha náutica. Estábamos como las gaviotas: fisgoneando la tarea de la pesca artesanal desde un costado. Lucía Bianco, directora del Museo del Puerto, llevó una cámara para registrar ese momento. La historia dice que los primeros ponceses que llegaron a White fueron los que trajeron esa práctica de la pesca con red. Y después la fueron perfeccionando. “Pero antes -dice Herminio- toda la vida se hizo así, con anclas de fondeo.”

La red es como una bolsa con dos manijas. En la descripción de Herminio: “Es una bolsa pero abajo tiene una parte que es como un culito que ellos abren y tenés un cabo que va derechito desde el medio de la red hasta atrás; y entonces eso es lo que estaban levantando los muchachos: se levanta ese culito de bolsa y van sacando el pescado”. La red queda por lo menos seis horas en el agua porque esas seis horas, dicen, va la correntada para un lado, y luego va seis para el otro. Todo es un aproximado. Al final sacaban, entre tres, el culito de red lleno de pescado, lo escurrían en la misma red, lo metían en unos cajones negros de plástico, después descartaban con unas “zarandas” lo chiquito -como las sardinitas que caen de las mallas de la red para que quede el camarón y el langostino-, y de ahí arriba de la lancha lo cocinaban sobre una gran olla al fuego de una garrafa. “Lo hierven en la olla unos ocho minutos porque al pescado lo llevás cocido. Y ahí cuando se cocinó lo hundís de nuevo en el agua para que se enfríe.” De ahí, el destino, al cajón negro que se venderá.

-Cuando vuelven con la lancha con todos los cajones, ¿dónde van esos cajones?

-Llamás a la camioneta al frigorífico y vienen a retirártelo. Lo llevan, lo pesan y después te pagan por día, por semana o por mes, si vos querés.

-¿Y estos muchachos trabajan por su cuenta o son empleados del dueño de una lancha?

-Los que vimos al principio, uno era el dueño. Los otros eran empleados.

-Me contabas que el accidente de tu papá pasó a dos horas de lancha de acá, pero hoy vimos que estos pescadores ponen las redes casi en frente del puerto.

-El pescado es una lotería. Ahora estaban pescando en Galván (una de las terminales cerealeras más antiguas de Ingeniero White) y en Galván dicen que ya se achicó el pescado y que viene de otra calidad. Entonces tenés que esperar, por lo menos, tres o cuatro lunas. Porque hoy el pescado, esta semana, está así. La semana que viene está así y la otra semana está así. Crece luna en luna del pescado.

- ¿Luna a luna?

-Cada cosa tiene su naturaleza, cada pescado, cada animal. Bueno, el pescado tiene el crecimiento así. Es la naturaleza misma.

¿Y cómo se hervía antes el pescado?

En la época que vinieron los ponceses de allá, de Italia, lo hacían a leña, arriba de la costa. Metían un tacho lleno de agua y le mandaban leña. Después se implementó, cuando vino el kerosene, unos mecheros con ida y vuelta, con el estilo espiral. Le dabas bomba con un tanque redondo como si fuera una cámara de bicicleta, y abrías la canillita y salía el kerosene con mucha presión. Entonces el keronese pasaba al mechero y era como si fuera un soplete.

-Tu viejo murió en el 89 y tenía 51 años, o sea que nació a fines de los años 30. ¿Él vino después de la guerra, no?

-Después de la guerra me parece. Mi abuela tuvo cuatro criaturas: mi tía, mi tío Vicente, mi tío Antonio y mi viejo. El marido de ella (mi abuelo) sí murió en la guerra. Nunca encontraron el cuerpo. Y resulta que había una mujer en Ponza, que era una gitana, que tenía amor por mi abuelo. Y le dijo a mi abuela que la maldecía toda la vida. Le dijo “Vos vas a ver morir a tu marido, a todos tus hijos y después te vas a morir, ése es el sufrimiento que vas a tener en la vida”. Y así fue: vio morir a todos los hijos, al marido no lo encontraron nunca más. Y a lo último murió ella sola a los 90 años.

-Chupate esa mandarina… esa gitana se la dijo.

-El que murió primero de sus hijos fue mi tío Vicente, a los treinta y pico. Y el último que murió fue mi viejo. Que mi abuela fue a ver el cuerpo allá en el muelle. Los vio morir a todos. Y ella quedó como diez años más, sola.

-¿Y cómo estaba?

-Entera. 

“Uno la tiene que contar”

Silverio Onorato, padre de Herminio, era un italiano clásico, y como miles de whitenses: venido de la isla de Ponza. Tenía el destino encima: llevaba el mismo nombre que el santo de los pescadores. De hecho, la fiesta de San Silverio se hace todos los noviembres en White. Antes se hacía en junio, pero fue necesario cambiar la fecha para mejorar las condiciones para muchos mayores y porfiados que seguían yendo a la procesión y se cagaban de frío. Pero Silverio Onorato murió una triste tarde de febrero de 1989. “Te cuento las cosas como fueron”, me dice Herminio y como fueron es también cómo las cuenta: el tono, los detalles, la tanada. Fondo, forma, uña y mugre. Tanta información en ese cómo, una partícula de una historia gigante. Herminio y su propio santo ahogado. 

-¿Y cómo fueron?

-Bueno, hacía tres o cuatro días que no podíamos salir a pescar. La lancha, llamada “Sacrificio”, era nueva y, cada vez que llegábamos al muelle, la Prefectura estaba anunciando un temporal. Nos decían que no saliéramos, pero las lanchas salían y no había ningún temporal. Y ese día dijo mi viejo “ya estamos listos para salir”. Ya habíamos sacado la red, habíamos dejado la canoa con los materiales fondeada arriba de las anclas. Cuando mi viejo nos pasó a buscar con la lanchita, vimos que le va a dar marcha atrás para tomar envión y que nosotros subamos y dice “no tengo marcha atrás”. Dio la vuelta y nos agarró a la pasada. Pero le dio la vuelta y dijo “no tengo marcha adelante”. Y dijo “perdimos la hélice”. Era todo nuevo el barco. Mismo el vientito, estábamos a 30 metros de la costa, el agua me llegaba hasta la cabeza. Le dije “pará”. Me agarré, me tiré de la canoa con mis hermanos y fuimos hasta la costa. Toqué abajo y la hélice estaba. Se había desprendido de adentro. Cuando empezó a crecer la marea los otros ya casi estaban en el puerto, nosotros estábamos a una hora y media de distancia. Y se empezó a levantar el viento. “Vamos a reparo”, dijo mi viejo. Nos fuimos a la otra costa. Teníamos a cuarenta metros la costa. Y le dije a mi cuñado “mirá qué tormentón viene del otro lado, del oeste”. “No, eso no es un tormentón, es un tornado”, me dijo cargándome porque él sabe mucho de eso. Y le dije “¿en serio?”. “Sí”, me dijo. Y por ahí mi viejo vio que se venía, se venía, y dijo “preparen el ancla, vamos a picar el ancla, vamos a fondear”. Entonces el bote, con el clavo tirante, se metió al viento que viene y él con la marcha de adelante mantuvo y el ancla ayudó a que el bote se mantenga derecho. Y vino el viento de ahí, pero vino del sur también, hizo un remolino: nos levantó en el aire y no nos dio tiempo a nada. Ni siquiera a fondear. Y cuando nos quisimos acordar estábamos patas para arriba en el agua, pero fue una cosa que duró cinco minutos. Para mí, mi viejo se había golpeado y quedó adentro de la cabina. Después íbamos nadando, pero el viento no nos llevaba a la costa. Nos llevaba de la costa que habíamos salido al principio, de esa costa, y nos llevó, nos llevó. Yo no daba más. Primero, estaba con las botas largas, el equipo de agua puesto. Iba a caballito de mi cuñado. A él hacía poquito lo habían operado de la pierna. Mi hermano Marcelo salió adelante y se perdió. Y yo iba a caballito de mi cuñado hasta que dije “no, nos vamos a hundir los dos, seguí vos adelante, uno la tiene que contar”. Y ya se me empezó a entumecer el cuerpo. Era febrero, eran días lindos.

-“Seguí vos que alguien tiene que contarla”, le dijiste. Estabas duro, acalambrado, y le dijiste a tu cuñado que siguiera él. No sé cuántas decisiones así uno toma en la vida.

-Y mi cuñado llegó hasta arriba de unas anclas, donde estaban otras canoas fondeadas, las desató, armó los remos y salvó a mi hermano Marcelo. Se subieron a la canoa los dos. Yo seguí navegando mar adentro pero con los dos brazos acalambrados y las piernas que no las sentía más. Veía los corchos de las anclas que están en el agua, quería desatar uno para aguantarme porque ya sentía que me iba, pero no tenía fuerza, los acariciaba de la impotencia, hasta que… justito toco y siento algo. Había quedado arriba de una montaña de barro y había ido empujado a la costa, donde estaba la canoa. Me quedo ahí arriba, acalambrado, no me podía ni mover. Y por ahí veo que venía gente corriendo, eran las 4 y media de la tarde. Eran mi cuñado y mi hermano. Me venían a buscar. Habían parado la canoa adentro de un ranchito y me dijeron: “Parece que perdimos a papá”. Nos juntamos los tres ahí, lo buscamos y ya sabíamos de una lancha que había ido adentro de un riacho a resguardarse de la tormenta. Pero esa lancha era ilegal, no había dado salida a Prefectura, a ningún lado. Le cabía una multa, todo, pero los locos nos agarraron cuando les dijimos que nos fuimos a pique. Y empezaron a armar un reflector, anduvimos reflectoreando por toda el agua de la ría, y nada. Cualquier cosa que veíamos la alumbrábamos. Podía ser el viejo, aunque esté muerto, pero al menos recuperábamos el cuerpo. No encontramos nada. Y nos vinimos al puerto. Mi hermano Claudio había estado llamándome porque él estaba en el Pascual, otra lancha. Estaba ahí nomás, cerquita nuestro. Nos llamaban por radio pero nosotros ya estábamos en el agua. Y ellos se fueron todos para tierra y cuando llegamos a tierra con la lancha esa, los milicos de Prefectura se lo llevaron a mi hermano Marcelo para afuera otra vez. Con tanta mala suerte que se quedaron sin combustible justito en el área donde estábamos nosotros. No habían llevado comida, nada. Se lo llevaron a mi hermano todo así mojado como estaba.

-¿Y cómo siguieron buscando a tu viejo?

-Teníamos un amigo que tenía avioneta. Hicimos unos vuelos pero no vimos nada. Después me fui con una lancha chiquita como la mía a recorrer y, cada vez que la lancha se movía, ya me daba ese vértigo, viste. Y al otro día nos vinimos para tierra y fuimos con mi prima a ver una curandera. A veces es creer o reventar.

-¿Una curandera de White?

-No. De la zona. Una amiga que nosotros visitábamos. Y me dijo: “Herminio, tal día lo van a encontrar”. Justo ese día lo encontramos. “Lo va a encontrar en una lancha que tiene dibujado un santo”. Y tal cual, fue “La Nueva Lucía” que tenía dibujado a San Silverio. “Va a estar en una gran mancha de aceite y las gaviotas lo van a estar velando. Tiene un golpe en la espalda y otro en la cabeza”. Y así efectivamente fue. “Y después una gran lancha blanca con dos anclas cruzadas lo van a traer a tierra”. Y fue la de la Prefectura. Pero los milicos lo querían agarrar con el bichero, con el gancho que usás para arrimar las cosas. Y con eso rompés todo el cuerpo. Y el Gordo dueño de La Lucía los mandó a los marineros a que le pasaran un pechal por abajo. El pechal es el culo de bolsa ese que tenían, doble. Lo pasaron por debajo del cuerpo y lo levantaron entre cuatro personas y lo metieron sin hacerle daño al cuerpo. Después hubo otro problema. Cuando llevamos el cuerpo a tierra, que estaba toda la gente ahí, dijeron “hay que llevarlo a la morgue y hacerle la autopsia”. “¿Qué autopsia le vas a hacer?”, le digo al milico. “¿Qué te pensás que maté a mi viejo? Estás loco vos”, le dije. Me peleé con todos los milicos. Y no sé si se la habrán hecho o no. Lo dejamos ahí en la morgue y fui directamente a la casa velatoria y listo.

-¿Qué pasó con la lancha?

-Con mi hermano la reflotamos. Estuvimos laburando como tres o cuatro meses más pero tenía muchos problemas con la gente, para laburar, me cagaban porque yo no salía ya a pescar. Agarraban más pescados de lo debido. Por ahí la lancha era para 50 cajones y le metían 100.

- O sea después de lo de tu papá la seguían usando.

-Sí. Decidí pararla. Y se la donamos al Museo del Puerto.

-Tu viejo Silverio como el santo y vos creés en el Santo, ¿te enojaste cuando pasó la tragedia?

-No. Son cosas que pasan. Y toda la vida van a pasar. Después murieron muchos amigos acá que ni siquiera se pudieron encontrar los cuerpos. Vos sabés desde el momento que pisás el agua lo que te puede pasar. Mi hermano Claudio se hundió dos veces. Un día con 600 cajones de pescado. Se salvaron de pedo. El pescador sabe cuando sale pero no sabe cuando vuelve. Siempre fue así. El asunto es que no le tenés que tener miedo, y yo le tengo miedo a veces, eh. Y es ilógico que yo diga esto con cuarenta y pico de años que tengo de pescador, pero antes los temporales eran una cosa divina para mí. Y ahora cuando veo que se mueve un poquitito el agua me quiero ir a la mierda. Y ya pasaron más de treinta años. Pero le tengo respeto al agua, que es lo que se le tiene que tener.

MR

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