150 huesos esparcidos bajo tierra: cómo se logró identificar al principal sospechoso del crimen de Diego Fernández

Durante cuatro décadas, el misterio de la desaparición de Diego Fernández permaneció enterrado a pocas cuadras de la casa donde creció, en el barrio porteño de Coghlan. Tenía 16 años cuando salió del colegio el jueves 26 de julio de 1984, almorzó en su casa y le pidió plata a su madre para ir a ver a un compañero. Nunca volvió.
El 20 de mayo pasado, una cuadrilla de obreros que construía una medianera en la avenida Congreso al 3700 encontró restos óseos mientras cavaba junto a una ligustrina. Lo que parecía un hallazgo casual, en el terreno de una casona que alguna vez alquiló Gustavo Cerati, terminó revelando el final de una historia familiar marcada por la ausencia, la negligencia policial y una búsqueda obstinada.
Esta semana, el fiscal Martín López Perrando confirmó un dato que cambia el eje de la investigación: Cristian Graf, de 56 años, dueño del chalet donde apareció el cuerpo y vecino del barrio desde los años 70, fue compañero de colegio de Diego en la ENET N°36. El dato lo aportó un testigo que vive en el exterior y que los conocía a ambos. “El Gaita” Fernández y “El Jirafa” Graf, contó, eran conocidos. En el chat de egresados de esa promoción, la noticia del hallazgo causó conmoción. El testigo declarará este jueves por Zoom.

La fiscalía nunca había descartado del todo a la familia Graf, propietarios históricos de la casa de Congreso 3742, donde se hallaron los 150 huesos esparcidos bajo tierra. Pero hasta ahora no había elementos que vincularan directamente a alguno de sus miembros con la víctima. El testimonio del ex compañero podría ser la pieza que faltaba para que el fiscal cite a indagatoria a Cristian Graf por el delito de homicidio, aunque todo indica que, por el paso del tiempo, la causa será declarada prescripta.
Los restos de Diego fueron identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que cotejó una muestra genética de su madre. El padre del adolescente ya había muerto en un accidente de tránsito. Durante años, creyó que su hijo había sido captado por una secta. En 1986, la revista ¡Esto! le dedicó una nota a doble página al caso. “La Policía dice que tiene tres mil casos iguales. Desde el primer momento lo caratularon ‘fuga de hogar’. ¿Qué quiere que investiguen si ya dan por sentado que él se fue, no que me lo robaron?”, dijo entonces el padre.
La investigación posterior reveló detalles espeluznantes. El informe forense indica que Diego recibió un puntazo mortal en la cuarta costilla derecha. Luego intentaron descuartizarlo con algún tipo de serrucho, pero no lo lograron. La fosa tenía apenas 60 centímetros de profundidad, lo que hace suponer que fue cavada con apuro y descuido. Entre los huesos hallaron una suela de zapato número 41, un llavero naranja con una llave, un corbatín azul de colegio, una ficha de casino, una moneda japonesa de 5 yenes —usada en los años 80 como dije o amuleto— y un reloj Casio CA-90 con calculadora, fabricado en Japón en 1982.
Ese reloj, junto a la ropa del colegio, fue clave para avanzar en la identificación. También lo fue la memoria de un sobrino de Diego, que al ver la noticia del hallazgo —en la casa contigua a la que había ocupado Cerati entre 2002 y 2003— ató cabos. El adolescente era un fanático de las motos, como su presunto asesino, y jugaba al fútbol en Excursionistas, donde lo recordaron con un posteo en redes sociales. Su familia conservó intacto su cuarto durante años.
En el chalet donde estuvo enterrado el cuerpo aún vive la madre de Cristian Graf. Sus dos hijos se fueron hace tiempo: ella al sur del país, él se quedó en el barrio. Graf, electricista de oficio, era conocido por su habilidad para arreglar motos. Nunca había sido convocado por la Justicia, ni como testigo ni como imputado.
Ahora, tras la revelación del vínculo entre víctima y sospechoso, el fiscal evalúa interrogar a los miembros de la familia Graf. Pero el paso del tiempo y la prescripción del delito podrían dejar el crimen impune.
Sin embargo, el caso no está cerrado. La verdad, aunque tardía, empezó a abrirse paso. Y con ella, quizás, llegue algo parecido a la justicia, o al menos una forma de reposo para quienes pasaron la vida preguntándose qué le había pasado a Diego, que salió una tarde de invierno y nunca volvió.
Porque no siempre es el Estado el que resuelve. A veces, es el azar. O la memoria de quienes no olvidaron.
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