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A Juan José le dicen Chicho. Es un apodo que heredó de Francisco, su padre, que murió en 2005. Chicho tiene un hermano que se llama Norberto, “Beto” para todos. Y tiene, además, dos sobrinos, Javier y Karina. “Vos sabés que hoy me dieron cien pesos de propina”, dice Chicho, una mano en el manubrio para sostener la bici con la que pedalea para pedidosya. Cien pesos de propina “es un montón”. Sale a repartir para la app todos los días, todos: de lunes a lunes. Debajo de la caja-mochila, donde iría una patente, armó un collage con fotos de Alberto y Cristina, y de Sergio Massa. Chicho tiene 63 años, una situación financiera complicada y una orden de desalojo encima. Y tiene, sobre todo, un apellido: Milei. Juan José Milei, Chicho, es el tío del Presidente.

“Te traje las fotos”, avisa Chicho. Saca de una bolsa de nylon un sobre hecho con papel de diarios. En blanco y negro, impresas, en recortes: ahí están los Milei, apilados. Poco se conoce del árbol genealógico del Presidente. Norberto -Beto- y Alicia Luján Lucich son sus padres. Milei contó en varias entrevistas que su padre lo golpeaba y que su madre, por no intervenir, era “cómplice” de las palizas. Los llamó “progenitores” hasta que la pandemia los reencontró, gracias a la mediación de Karina, El Jefe, la hermana. Chicho es hermano menor de Norberto, aquel padre violento. Son hijos del mismo padre, Francisco, pero no de la misma madre. La mamá de Chicho se llamaba Marcela Morlacca. Marcela cosía ropa, hacía tortas y cocinó cada vez que Norberto, su esposa y los sobrinos iban de visita a la casa paterna. El contacto entre los hermanos se interrumpió hace 18 años cuando Francisco —padre en común y abuelo de Milei— murió. “Ahí Beto se hizo cargo de los gastos del sepelio. Yo no tenía un mango. Cuando murió mi mamá, ni un llamado”, dice Chicho.

Las lentes remendadas con cinta aisladora, igual que la pulsera del reloj de mano. Chicho lleva un rosario al cuello. Y también colgado al cuello el teléfono con los gigas que necesita para pedir turno en la app, aceptar repartos, avisar que entregó un pedido. Un amigo le prestó su tarjeta de crédito para sacar el celular en cuotas e ir pagándolo de a poco. Hay una birome pegada al caño de la bici. Chicho dice que es para anotar las direcciones porque “la app te puede mandar a lugares donde te roban el teléfono”. Con un cajón de frutas y unos cartones reforzó la caja-mochila, estropeada por el uso. Una vez, en una pedaleada, la caja se desfondó y las botellas que debía entregar terminaron en el piso. El vidrio roto, el vino corriendo por la calle. Las tuvo que pagar. 

Hoy es jueves: “Hoy es el día de cobro”, anuncia Chicho y levanta el teléfono. “A ver…”, dice Chicho y scrollea la pantalla: “19.786,22 pesos. Los descuentos… A ver…”. A más scroll, menos ganancia. Sigue: “Con los descuentos… 11.777,38. Perá, porque acá hay otro descuento…”. Scroll, pérdida. Sigue: “Acá hay otro descuento, mirá…”. Scrollperdida. Último: “Bueno, esta semana hice 9 mil pesos. Pero tengo 4 mil de propina que me dejan acá en la aplicación… ¿Nueve y cuatro…? ¡Trece! 13 mil pesos esta semana. Pero hoy me dieron cien de propina. Cien es un montón”. Con ese ingreso más lo que suma con el reparto de diarios cuando despunta el día, Chicho paga la luz, paga el gas, la comida del día, la cuota del teléfono. Nada más.

Hace poco llegó la orden de desalojo. A Chicho le dio tiempo la feria judicial. Su versión es que un abogado le prestó plata y, como garantía de pago, le pidió el departamento. El tío de Milei dice que le dio la escritura y que este abogado cambió la titularidad. Chicho debería dejar el ambiente y medio de San Cristóbal en el que vive. Es el departamento que se compró después de vender el tres ambientes luminoso y con balcón terraza en Belgrano que heredó de los padres.

—¿A quién votaste? —pregunto.

—A Massa, ¿a quién voy a votar? —responde Chicho.

—A tu sobrino, se me ocurre.

—Muy buen arquero Javier. Una vez lo llamé porque nos faltaba uno para un partido en cancha de once. Él estaba en la sexta, creo, de Chacarita. Jugó bárbaro. La cancha la pagué yo porque lo había invitado. 

—¿Pero lo veías en la tele? Cuando era panelista, por ejemplo.

—Ahora cable no tengo yo, lo di de baja. Pero cuando Javier estaba en la tele, si enganchaba una película que me gustaba cambiaba de canal. Los debates los vi. El primero, que le fue más o menos. El del balotaje, ahí estuvo mejor. A mí me avisó una prima que Javier había ganado. Me escribió un mensaje: “Tu sobrino es Presidente”. Yo no creo que Javier tenga tantos votos, lo habrá votado la juventud. A mí mi hermano… Es que nunca quise saber nada con ellos. Refinados, guapos. Medio chantas. Cuando fue el cumpleaños de 15 de Karina, ahí en Villa Urquiza, yo me fui. Me fui a casa en el colectivo. Mi mamá cumplió años y un perfumito le regalaron. Una cosita… Esto (levanta un sobre de azúcar) era más grande. Una vez vino un primo nuestro de Italia. Y Beto, que tiene palco en la cancha de Boca, le dijo al primo que lo iba a llevar. Yo soy de Boca. Y soy el hermano. ¿A vos te parece? A mí, que me podía llevar en cualquier momento, nunca me invitó.

Hijos del mismo padre —Francisco, un hombre que vendía frutas en un local de Belgrano—, los hermanos hicieron cada uno su curva, quizás, en sentidos distintos. Norberto, el padre del Presidente, arrancó como chofer de colectivos en la línea 21 y terminó comprando la empresa. Sin dejar de conducir, invirtió en otra, la Rocaraza, dejó el volante y devino empresario del transporte. Fue por más: adquirió una financiera, una empresa ganadera, una algodonera y un negocio inmobiliario. Chicho, en cambio, combinó el trabajo en la frutería del padre con otras ocupaciones. Fue cadete en una fábrica de calderas, armó cajas en una fábrica de camisas, estudió para masajista deportivo pero salvo a las amigas de la madre no atendió a nadie porque “quién iba a entrar en mi casa, nadie me llamaba”, dirá; entrenó en pádel y nunca tuvo alumnos, lavó autos, fue sereno en un edificio, ayudó en la pizzería de un amigo: “Lavame esto, Chicho”

Ahora Chicho vive de pedalear. Reparte diarios por la mañana, descansa al mediodía, vuelve a salir con la bici a la tarde para la app. En dos años podría jubilarse. “Pero yo no tengo aportes de nada. Y hace ocho meses que no pago el monotributo”, aclara en voz baja, por si alguien aquí escucha, como si confesara un delito. Hace memoria. De los sobrinos hay recuerdos dispersos. Cuenta aquella vez en la que su hermano los invitó a cenar a un restorán de lujo y él se sintió demasiado incómodo como para pedir un postre. Cuenta sobre Cindy, una perra que les regaló Alicia, madre del Presidente. Cindy no era una cachorra. Sólo terminó en la casa de Chicho después de que su mamá le dijera a la madre de Javier “qué linda la perrita”. Cuenta la vez que pasó por la casa de su hermano y tocó el timbre pero salió la mucama a decir que “los señores no estaban”. Si el árbol genealógico de Javier Milei tiene pocas ramas, el mapa familiar de Chicho es una isla.

—¿Llamaste a tu sobrino? ¿Tenés forma de llegar a él? —insisto.

—Nah, ¿qué le voy a decir? Mis amigos me dicen “pero si ahora es el Presidente, Chicho, escribile” pero… No, no —responde Chicho. Yo espero que le vaya bien a él. Pero, no sé. No me interesa tanto.

Pero Chicho sí le escribió a Javier Milei. Fue por Facebook, hace una semana. Y el mensaje dice esto: “Felicitaciones Javier soy Juan José hijo de Chicho y Marcela fuerte abrazo PRESIDENTE”. Una botella arrojada al mar, él lo sabe. Miramos las fotos. Entre las fotos hay una en blanco y negro. Es la noche del casamiento de Norberto y Alicia, los padres del Presidente. Torta de dos pisos, la champaña abierta, las copas en alto. Los novios miran de reojo a Francisco como si algo estuviese a punto de suceder. Chicho no se encuentra en esa foto, pero se detiene en otra, de la misma noche. Su hermano baila el vals con su madre. Norberto Milei es alto como una montaña y pálido como la nieve. Pronto serán las cinco, pronto será la tarde. Verano naciente en Buenos Aires, Chicho dirá que este es otro buen día para subirse a la bici. 

VDM/JJD

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