Aborto: lo que ninguna ley puede decir

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¿Qué mujer “quiere” abortar? La experiencia de las mujeres que abortan está lejos del “aborto” del que se habla en el debate. Abortar es un verbo: hay alguien que actúa, una mujer que lo hace movida por la violenta irrupción de un embarazo que no buscó pero que, sobre todo, no quiere continuar y que la compele a tomar una decisión también violenta. La voluntad, su voluntad, no es libre. Esta mujer está entre la espada y la pared: ni quiere tener un hijo ni quiere abortar. Le está vedado batirse en retirada, quisiera no haberse embarazado, quisiera perderlo espontáneamente. Como en muchas otras cosas de la vida, decide hacer algo que no quiere. Signifique para ella una experiencia traumática o solamente desagradable, su situación tiene un sesgo trágico. Una encrucijada donde se juegan la muerte y la vida, todos llevan parte de razón y todos pierden algo.

      Un embarazo no buscado obliga a la mujer a tomar una decisión en el aquí y ahora. Porque no siempre un embarazo no planeado es un embarazo no deseado o indeseable. Aunque el azar o la falta de prevención o, según algunas ópticas, el inconsciente, hayan generado una preñez que terminará con un aborto, ese embarazo imprevisto significa para muchísimas mujeres, incluidas aquellas que están a favor de legalizarlo, un trance que ninguna ideología y ninguna jurisprudencia puede (por fortuna) evitar. Una mujer aborta no porque no hay otro, sino para que no haya otro.     

      Todos sentimos que aborto no es homicidio. Todos podemos conseguir el teléfono de un abortero, pero ¿quién podría conseguir el de un asesino que mata por encargo? Aborto y homicidio tampoco son lo mismo para nuestros Códigos. El Código Penal establece penas de 1 a 4 años para el aborto y de 8 a 25 para el homicidio. Ningún Código Penal equipara aborto y homicidio porque ningún Código Civil equipara a la persona por nacer con la persona nacida. Por eso resulta asombroso que quienes luchan contra la legalización del aborto alegando que aborto = homicidio, no dirijan todo su esfuerzo a cambiar el Código Penal y a modificar la definición de “persona por nacer” del Código Civil. (El artículo 21 establece que si el concebido “no nace con vida, se considera que la persona nunca existió”. O sea que si no llega a nacer, o muere antes de ser separada del cuerpo que la engendró, esta “persona” sui generis no sólo pierde sus derechos, sino que, para las leyes, nunca habrá existido como persona. No se la inscribe ni se la puede inscribir en el Registro Civil, no se la puede enterrar. Para la ley no tiene nombre, nunca existió.) Parece mentira que el debate acerca de cuándo comienza la vida humana transcurra sin que se ponga en evidencia esta distancia entre los argumentos presentados y la letra de nuestras leyes.

Lo que se dirimió en el Senado no es cuándo comienza la vida humana, sino si una mujer embarazada puede o no decidir tener un hijo sin que esto la convierta en una criminal.

Se habla de un conflicto entre “dos individuos” –una mujer y un embrión- que tienen intereses enfrentados y contradictorios entre sí. Pero la mujer embarazada no es = una mujer + un óvulo fecundado. No es una suma ni un compuesto divisible. No somos individuos sueltos que cayeron en el cuerpo de una mujer para pasar nueve meses; el vientre no es “un lugar”. El embrión no es un inquilino, pero tampoco es una parte del cuerpo de la mujer como un riñón o una muela.

No hay aborto sin embarazo. Si fuera sólo por las características del embrión, el descarte de un embrión de probeta debería ser considerado un aborto. Pero no es un aborto ni mucho menos un homicidio. ¿Por qué? Porque recién es considerado “persona por nacer” cuando se implanta en el útero. Parece que lo que nos hace humanos no es nuestra carga genética sino nacer de un cuerpo de mujer, ser –haber sido- su cuerpo. Antes de ser individuos, somos hijos.

El embarazo es una experiencia intransferible que, por ahora, sólo tenemos las mujeres y otras personas con capacidad de gestar. La mujer embarazada corroe la figura básica de la sociedad moderna —el Individuo. El conflicto que aquí se trata no es entre los derechos de dos individuos sino si una mujer puede decidir abortar sin que esto la condene a la clandestinidad con sus secuelas y la convierta en una paria del sistema de salud.

En vez de enfrentar la cuestión de si una mujer que quedó embarazada puede decidir abortar sin convertirse en una criminal, se multiplican las montañas de textos que desplazan el eje del problema hacia un interrogante que, cuantas más respuestas recibe, más lejos está de encontrar una solución. Empezar por la pregunta de qué es una persona y cuándo comienza, es el mejor modo de no salir jamás de ese interrogante, que empezó hace miles de años y que, como toda buena pregunta, no encontrará jamás una única respuesta. 

¿Es el embrión una individualidad o parte de otro cuerpo? El embrión atrapado en esa alternativa no es un embrión cualquiera, es el protagonista del aborto. Fuera del debate del aborto, nada conmina a clasificarlo ni como parte del cuerpo gestante ni como individualidad viviente en él. Pero ¿puede algo formar parte de otra cosa y ser al mismo tiempo una individualidad? La contradicción lógica es flagrante; pero el problema no es para el huevo-cigoto ni para la mujer que decide cortar o seguir ese embarazo, sino para quienes pretenden reducir la Vida a las categorías de la Lógica.

En el debate del aborto los dos términos más prestigiosos de los derechos humanos —Vida y Libertad— se enfrentan a muerte. El conflicto es tan irresoluble como inesperado: ¿cómo comprender que el mismo fundamento sirva para avalar la prohibición y la legalización del aborto? El problema es profundo y no se trata ni de hipocresía ni de contradicción. Si la bandera de los derechos humanos pudo convertirse, especialmente desde los ochenta, en un comodín al que recurren tanto izquierdas como derechas, feministas como militantes Pro-Vida, es porque encarna los dilemas existenciales que el derecho por sí mismo no puede resolver.

 Y como somos las mujeres las que tenemos la capacidad –don o condena- de dar la vida, somos sólo las mujeres las que tenemos también la capacidad de no darla. Y eso es precisamente lo que significa ab-ortar: privar de nacer.

      Con la legalización del aborto no termina el problema del aborto: los conflictos que esta práctica pone en juego sacuden desde la institución familiar y las relaciones de género, hasta los derechos humanos, las religiones y el Estado, y en los últimos años se ha convertido en una “guerra cultural” de amplio espectro. Hay que tener presente que en algunos países donde el aborto ha sido legalizado, como en Estados Unidos, el Terrorismo Pro-Vida ha llegado hasta a asesinar profesionales que cumplían con su deber de realizar abortos dentro de la ley. También las leyes han sido objeto de ataques virulentos y retrocesos nada menores al punto que, siendo legal abortar, en la práctica se ha vuelto frecuentemente inviable.

Pero hay algo más. Aunque no hubiese críticas ni retrocesos político-jurídicos, la legalización del aborto no pone fin a los problemas que plantea: finaliza el calvario de los abortos clandestinos y sus secuelas (morigerado enormemente en la última década por los acompañamientos feministas para abortar con misoprostol), pero hay conflictos que la cuestión del aborto desata que ninguna ley puede erradicar. Ante la irrupción de un embarazo no buscado, las mujeres seguiremos atravesando el trance de decidir si traeremos o no una nueva vida al mundo. Aunque no haya ningún impedimento legal, religioso o moral, y aún si previamente se haya tomado la determinación de no tener (otros) hijos, esta decisión sobre la vida y la muerte nunca será un trámite.

No teníamos el derecho de abortar, pero teníamos el poder. Este poder, ahora legitimado por el derecho, no es universal. Y esta “injusticia” también es fuente de conflicto, ya que sólo las mujeres y algunas otras personas que han nacido con la capacidad de gestar pueden abortar. Al avanzar en el mundo la legalización del aborto esta desigualdad se puso de manifiesto con el grito del “derecho a la paternidad” (cuando la mujer abortaba clandestinamente, con frecuencia a instancias o a espaldas del propietario del esperma, hete aquí que no aparecía como reclamo). Pero mientras los varones no queden embarazados, este poder de gestar, de parir y de abortar, que fue históricamente don y condena para las mujeres, les será siempre ajeno.