De la masificación del tiempo libre a la hiperconectividad: la evolución del ocio
En un contexto donde las dinámicas laborales se transformaron a fuerza de acostumbrarnos a una hiperconectividad permanente, quizá debería considerarse al ocio casi como una necesidad básica, cercana a comer, respirar o dormir. ¿A cuántas personas conocemos que no realizan ningún tipo de actividad recreativa, sea reglamentada, como jugar al fútbol o ir a un taller de pintura, o más libre, como sentarse en un sillón a ver la vida pasar, chequear las redes sociales o escuchar música? Si es algo tan universal tendríamos que pensar al dolce far niente como inherente a toda la especie. Hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 24, señala que toda persona “tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas.” La conquista del ocio llevó mucho trabajo pero, ¿siempre significó lo mismo? ¿cómo fue su evolución y qué pasa ahora?
Homo sapiens, Homo Ludens
El tiempo libre no necesariamente es ocio. El primero incluye, en su definición más laxa, al que destinamos a hacer trámites, viajar al trabajo o bañarnos. El segundo, en cambio, contiene a las acciones pasivas o activas que hacemos voluntariamente para obtener una satisfacción sensorial o anímica.
El juego se encuadra en esta definición y, aunque haya tenido desde dimensiones religiosas hasta bélicas, la humanidad existe porque desde tiempos inmemoriales practica esas actividades recreativas sujeta a reglas, tal como señala Johann Huizinga en su clásico Homo Ludens. Fuesen simulacros de guerra, rudimentos de lo que hoy conocemos como fútbol o juegos de raíces antiquísimas como el ajedrez, jugar es una de las actividades más constantes. ¿Pero cómo se reflexionaba sobre el ocio en la Antigüedad? ¿Qué se decía de él?
Para Aristóteles, “del mismo modo que se hace la guerra para tener paz, la razón por la que se trabaja es para obtener ocio”, según afirma en Ética a Nicómaco. Se refiere a esa parte del día en la que no se trabaja y, por eso mismo, se entiende en el texto, se realiza algo placentero. De acuerdo con el filósofo, es fundamental para la especie humana no solo tener tiempo libre sino emplearlo correctamente, para distraerse y elevar el espíritu.
Para Aristóteles, “del mismo modo que se hace la guerra para tener paz, la razón por la que se trabaja es para obtener ocio” según afirma en Ética a Nicómaco.
Ahora bien: si entre Grecia y Roma existen continuidades, también hay contrapuntos. “Otium” en latín representa ese tiempo de descanso y relax necesario para volver a trabajar, no una actividad humana con valor por sí misma. Sin embargo, sabemos de los banquetes, espectáculos circenses y carreras de carros que condimentaban la vida en la ciudad imperial. Y mientras Cicerón era uno de los que alababa la idea de que la recreación tenía como función principal preparar al cuerpo para soportar una nueva jornada laboral, el poeta Marcial consideraba que el fin de la existencia era “gozar la vida verdadera” y no “soportar los fastidios de los foros”, como recuerda Jean Nöel Robert en Los placeres en Roma. La diversión tenía dos caras, como el dios Jano.
De cualquier forma, y aunque todas las sociedades hayan necesitado (y logrado) alguna forma de esparcimiento, si las mayorías estaban encadenadas a regímenes esclavistas o feudales, mediante los cuales gran parte del día debía dedicarse al cuidado de huertas, al faenado de animales o a la elaboración de utensilios, el tiempo libre apenas alcanzaba para reponer fuerzas. Eso sí: en la Edad Media, por supuesto que en el marco europeo, el calendario de fiestas religiosas cristianas era una oportunidad para el disfrute. “El calendario cristiano contaba cuando menos con unos sesenta días de fiesta”, señala Michel Rouche en el segundo tomo de Historia de la Vida Privada. El goce bendecido por la Iglesia tenía salvoconductos.
Tiempos modernos
Con la reducción de la jornada laboral en el Siglo XX, una creación, en términos históricos, relativamente reciente, comenzó a despejarse una porción de la jornada para otras actividades. Terminadas las diez horas en una fábrica de tornillos o en una de botellas, quedaba algo de tiempo libre antes de buscar el sueño y, en particular los fines de semana, se ampliaba esa posibilidad.
Con la reducción de la jornada laboral en el Siglo XX, una creación reciente en términos históricos, comenzó a despejarse una porción de la jornada para otras actividades.
Cabría preguntarse si el nacimiento y expansión de los clubes en Argentina, más allá de los originarios fundados por ingleses, no estuvo relacionado con el lento avance de los derechos laborales, que liberaron parte del tiempo para que los trabajadores hicieran otras cosas. ¿Qué margen social habría para “pasar un rato” por el buffet de Huracán de Ingeniero White o hacer algún deporte el fin de semana en Defensores de Belgrano, en Capital, si se trabajaba seis días seguidos?
En un movimiento acompasado, el crecimiento de aquellos derechos acompañó la mayor posibilidad de tiempo para entretenerse. Claro que los sectores pudientes ya tenían esa chance, con lo cual esa adquisición beneficiaba principalmente a los sectores populares.
Hernán Camarero es Doctor en Historia y ha investigado las culturas de izquierda en Argentina. Indagó en las formas de esparcimiento que proponían socialistas y comunistas desde fines del siglo XIX hasta los ‘40. “Ambas fuerzas políticas tenían una política estratégica respecto del uso del tiempo libre. A fines del siglo XIX no estaban desarrollados el cine ni la radio y pagar una entrada al teatro era costoso; había un espacio a ocupar, y se buscó que fuese un espacio de socialización cultural alternativo al de las clases dominantes”, afirma.
La Biblioteca Obrera Juan B. Justo, la Sociedad Luz, obras de teatro, proyección de películas, clubes de barrio con nombres como Unión y Trabajo, Sol de Mayo y Estrella Roja. El catálogo de instituciones y actividades que las fuerzas de izquierda proponían a sus simpatizantes para matizar las horas libres eran muy variadas.
Vale la pena subrayar que, para estas agrupaciones, no se trataba de ofrecer consumos diferentes a los dominantes. Se buscaba que los trabajadores también pudieran acceder al mismo tipo de bien cultural del que disfrutaban las clases acomodadas. “Era una cultura obrera que se distanciaba de la cultura popular; de hecho, esos partidos estaban en contra del Carnaval como celebración, hasta hacían fiestas AntiCarnaval. Y las bibliotecas obreras podían tener ejemplares de Voltaire o Diderot, como cualquier biblioteca tradicional. Se buscaba que el entretenimiento elevara a las clases populares”, recuerda Camarero.
El ocio impulsado por socialistas y comunistas, entonces, no necesariamente rechazaba las producciones culturales ya consagradas. El impulso libresco y las visitas a museos lo ilustran. “Había momentos en donde los comunistas organizaban visitas al Museo Nacional de Bellas Artes”, puntualiza el historiador, que señala que se consideraba importante que “los explotados tuvieran espacios propios de entretenimiento y erudición”
Rutas argentinas
¿Y el turismo? Durante el esplendor de la influencia socialista, comunista y anarquista las condiciones de informalidad laboral eran masivas; la idea de vacaciones pagas eran para élites o para sectores de trabajadores muy particulares. Sin embargo, la necesidad de viajar, aunque fuera a escala corta, también era tenida en cuenta por la izquierda. Por supuesto, en vez de pasar todo el verano en una estancia en San Antonio de Areco o en Mercedes, lo que hacían sus dirigentes era organizar picnics a Punta Lara o a la Isla Maciel.
En un plano internacional, Elisa Pastoriza recuerda las iniciativas pioneras en legislación sobre turismo social en países como Francia, Gran Bretaña y Austria, aunque no beneficiaran a la totalidad de los trabajadores registrados. Esas normas ya a fines del siglo XIX otorgaban días libres a oficiales del ejército, algunos empleados públicos, los del ferrocarril, y otros asalariados del sector privado en el caso francés, o lo mismo para los trabajadores industriales del condado inglés de Lancashire, que elegían Blackpool como el balneario estrella.
La masificación del tiempo libre (base para que, dentro de él, se expandiese el ocio), tal como señala el historiador francés Alain Corbin, citado por Pastoriza en su artículo El turismo social en la Argentina durante el primer peronismo. Mar del Plata, la conquista de las vacaciones y los nuevos rituales obreros, 1943-1955, representó “una nueva forma de apropiación del tiempo y del espacio”. En Argentina, el peronismo va a acentuar ese fenómeno al extender las conquistas laborales por las cuales los sectores populares venían luchando desde hacía décadas.
Con los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón se expandió el turismo popular; la proliferación de hoteles sindicales en la Costa Atlántica y en Córdoba (muchos de los cuales subsisten hasta hoy) son signos de ese proceso. Irse de vacaciones ya no dejaba de ser tan inaccesible como pocas décadas atrás. No cambiaba la idea de que el “gran espacio” de ocio era el verano, porque la clase alta nunca dejó de privarse de vacacionar, pero sí se afincó en otros balnearios.
Pastoriza, en el artículo citado, recuerda que “el programa del ocio peronista consolidó líneas ya iniciadas, poniendo en marcha el diseño de un proyecto de Turismo Social asentado en la concepción de las vacaciones como una conquista simbólica asociada al Derecho al Descanso y que la retórica justicialista destinaba a los trabajadores en un discurso fuertemente obrerista”. Lemas como “Usted se paga el viaje, el gobierno el hospedaje”, que las autoridades hacían circular por la época, sumados a colonias de vacaciones, viajes relámpagos y campamentos formaron parte del menú peronista para remarcar que, desde 1946 en adelante, el turismo, una de las actividades ociosas por excelencia, ya no tenía restricciones.
Duermes envuelta en redes
Primero fue la radio, creada en 1920 y masificada en los hogares desde los ’30, luego la televisión, que comienza a reinar en los ’60. Con los años, la propuesta de entretenimiento de agigantó y desde la masificación de Internet, una parte de nuestro tiempo libre lo gastamos ahí. Esa tendencia se acentuó con el desarrollo de las redes sociales y de los servicios de mensajería como Whatsapp.
Usamos la web también para trabajar, pero aparte compartimos fotos y videos, escribimos posteos, leemos muros ajenos, chismes; la usamos tanto para trabajar como pasar el rato. Esa indistinción se refuerza en esta era, en donde al llevar encima un aparato con conectividad, también portamos tanto la posibilidad de ocio como la de trabajo. En el mismo celular nos caen a deshoras mensajes de amigos como temas laborales. El mismo soporte nos ata a nuestras obligaciones y nos propone entretenimiento.
Los adolescentes, se sabe, usan al extremo las redes sociales. ¿Para qué lo hacen? ¿Lo viven como algo recreativo? Roxana Morduchowicz, Doctora en Comunicación por la Universidad de París, dice a elDiarioAR: “El 90 % de los adolescentes entre 13 y 17 tiene algún perfil en alguna red, y ese porcentaje incluye todas las clases sociales. La función principal que cumple para ellos es comunicarse con amigos. Otro uso es informarse, porque 7 de cada 10 adolescentes obtiene información solo de las redes.”.
Ahora bien, ¿Cómo definen ellos ese uso intensivo? “No lo definen como ocio, las redes sociales son fundamentales para ellos, es difícil entender la identidad de los adolescentes sin las redes. Dos preguntas los guían: ¿quién soy? y ¿qué quiero que los demás sepan de mí? Las redes no son una instancia de ocio, son constitutivas de su identidad juvenil”, asegura Morduchowicz.
Para los adolescentes las redes no son un espacio de esparcimiento, aunque para otros sectores sí lo sean. Pero si dedican buena parte del tiempo a Instagram, Tik Tok, Twitch y demás, es porque algo dejaron de hacer los últimos años. “Ocio para ellos es consumo de series, videos y películas, en Netflix, Spotify, o YouTube. Durante la pandemia, cuando toda la vida se trasladó a las pantallas, algunas plataformas como Netflix se usaban para ver películas en red y comentarlas en el momento. Con la Play pasaba lo mismo, muchos chicos se conectaban para jugar pero además charlaban entre ellos ya que no se podían encontrar en el colegio. Se terminaban usando como redes sociales”, agrega la autora del reciente Adolescentes, participación y ciudadanía digital, publicado por FCE.
Para los adolescentes las redes no son un espacio de esparcimiento, aunque para otros sectores sí lo sean. Para ellos son una herramienta inevitable de construcción identitaria.
Ahora bien, ¿qué actividades recreativas ya no hacen adolescentes que sí hacían quienes atravesaban esa etapa veinte años atrás? “Los consumos culturales de los chicos se dan todos en pantallas, pero salvo para eventos deportivos, no se rigen por un menú rígido de programación. Bajó mucho el consumo de televisión en directo y también respecto de los adolescentes de finales del siglo XX también bajó la lectura en diarios de papel como la de sitios web informativos. No es que leen sitios periodísticos; se enteran de las noticias por las redes, sin que sea la intención de ellos buscar esas noticias”, agrega Morduchowicz.
Para Ariel Gurevich, autor de La vida digital. Intersubjetividad en tiempos de plataformas sociales, las actividades recreativas virtuales y presenciales no necesariamente se contraponen. “Creo que lo difícil en todo caso es ver la convivencia y la simultaneidad de estos mundos que se interpenetran, que son como una cinta bifaz. De hecho, mucho de lo que compartimos en Facebook, Instagram o Tik Tok se alimenta de ese afuera, y busca visibilizarse por esos canales para existir más, para prolongar su vida visible”, conjetura.
Probablemente uno de los aspectos perturbadores de las restricciones a la movilidad decretadas el año pasado haya sido la decapitación de muchísimas actividades recreativas, desde dar una caminata o tomar un café mientras se contempla a los caminantes, por no recordar la prohibición de fiestas y eventos deportivos. Mientras el trabajo debía cumplirse (a distancia o en forma presencial), esa necesidad casi básica de esparcimiento estaba acotada a ver televisión o navegar por la web e intentar con distinto éxito replicar pan casero o una clase de zumba.
Si la interconexión permanente nos brinda en el mismo movimiento trabajo y diversión, a lo mejor un nuevo concepto de ocio debería garantizarnos estar offline y evitar esa contaminación. Claro que, como señala Gurevich, “lo que es poco frecuente es generarnos actividades de esparcimiento que impliquen islas de desconexión, sustraernos de la presencia en línea”. Como los sectores más enriquecidos siempre buscan diferenciar sus consumos del resto de la población, quizá una demostración de capacidad económica sea justamente tener acceso al no acceso; espacios de vacaciones y de actividades recreativas liberadas de la tutela del Wifi. Pero al ser tan incierto el futuro, puede que sea ociosa esa conjetura.
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