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EN PRIMERA PERSONA
El nido se vació y ahora son mis hijos adultos quienes me enseñan cosas a mí

Un nido de golondrinas.

Ibone Olza

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Una vez, caminando por el encinar, encontré un hermoso nido en el suelo, bajo un enebro. Mi impulso inmediato fue intentar colocarlo en su sitio, busqué un hueco en el árbol donde se sostuviera. Luego me di cuenta de lo absurdo, además de inútil, de mi gesto, que seguramente tenía que ver con no comprender que el nido se vacía y se abandona porque ya no se necesita. Poco después vi otro nido hermoso en casa de una amiga colocado en un estante a modo ornamental. ¡Qué bonito! -pensé- ¿y dónde estarán ahora los polluelos que se criaron en ese nido? Quién sabe…

Lo del “nido vacío” suele tener una connotación negativa, nos hace pensar en madres abnegadas que, cuando sus hijos se independizan, se deprimen porque ya no tienen a quien cuidar ni casi otros intereses ni ocupaciones propias. Más aún cuando se califica de síndrome, palabra que también añade un matiz de negatividad a muchos procesos relativamente normales.

Pero los tiempos han cambiado tanto que ahora lo del nido vacío tampoco es lo que era: primero porque con la precariedad laboral es muy difícil para muchos jóvenes salir del hogar familiar y muchos nidos no sólo nunca se vaciarán, sino que, al revés, se volverán a rellenar incluso si no toca. Pero también porque muchas madres -y padres- venimos viviendo el nido medio vacío desde que nos separamos y apostamos por la custodia compartida, ese fenómeno social que para muchas madres equivale a la mítica habitación propia que reclamaba Virginia Wolf: tener al menos algo de tiempo propio, unos días cada una o dos semanas sin niños en casa, treguas de nido vacío que nos permiten tener la mente en otros lugares y que también nos preparan para ese día en que los hijos salen de casa definitivamente.

El día que mi hija pequeña cumplió 18 años, mi hijo mayor le regaló un salto en paracaídas. Casi me da un infarto. Pensé, y creo que hasta lo dije, “ten hijos para esto” (ahora al escribirlo me quedo preguntándome si tener hijos puede ir seguido de “para”, pero ese es otro asunto). Pocas semanas después allá se fueron los dos hermanos juntos, tan contentos como sonrientes, dispuestos a hacer su primer salto al vacío desde una avioneta en los páramos toledanos. Antes me habían preguntado si los quería acompañar o llevar en coche, invitación que decliné. En vez de eso me quedé en casa inquieta esperando un mensaje de que todo había ido bien mientras intentaba no permitir que la parte más miedosa de mi mente se entretuviera imaginando catástrofes paracaidistas. Lógicamente el mensaje no tardó mucho en llegar: el salto había sido lo mejor del mundo y una de las primeras cosas que me dijeron a la vuelta fue “mamá, lo tienes que probar”.

Aún no he saltado en paracaídas, pero creo que aquel salto fue un buen anticipo de lo que vendría después, o tal vez una buena metáfora de que a mí también me tocaba saltar para abandonar definitivamente el nido. Pasas un tropel de años intentando protegerlos de todos los peligros reales e imaginarios y de repente llega un día en que se lanzan en paracaídas y además te invitan a saltar con ellos. Se van por el mundo sin cobertura, se lanzan a escalar o se recorren medio país en bicicleta.

Ser madre de hijos adultos tiene su cosa y su gracia. Sobre todo, se trata de soltar, un soltar que a veces es saltar, y tienes que pensar que el paracaídas, lo que de verdad protege, son todos esos años que pasaste criando y que ahora te cuesta creer hayan terminado. Los míos tienen el bonito detalle de llamarme cuando están en apuros y eso me produce un extraño alivio: no es que me alegre cuando las pasen canutas, pero sí me ayuda el saber que si están mal saben pedir ayuda, que a veces simplemente consiste en algo tan potente como escuchar al otro lado del teléfono, y con esa escucha ayudarles a que ordenen sus ideas.

Nada de juicios, que eso también me lo siguen enseñando con claridad mis hijos: “mamá, confía en mí, mamá, no me juzgues, mamá, quiero que nuestra relación sea horizontal, mamá, piensa en ti”. Y ahí me quedo pensando en cómo lograr que nuestra relación sea horizontal. Mis hijos me siguen ayudando a desaprender y a deconstruirme, o lo que es lo mismo, a ir soltando viejos patrones ya obsoletos sobre cómo deberían ser las cosas entre madres e hijos.

A veces me parecen demasiado radicales en su apuesta por la ecología: igual traen comida del “recicle” (el contenedor de la basura que cada noche se rellena de lo que tiran los supermercados del barrio) que visten con ropa de quinta mano o cuestionan mis, cada vez más esporádicos, impulsos consumistas. Otras me ayudan a ver la viga en mi propio ojo cuando yo andaba entretenida viendo la paja en el ajeno (¡qué bien me señalan cada vez que les juzgo con la excusa de ayudarles!). Muchas me descubren poetas, raperos y muralistas.

Sus amigos merecen un capítulo aparte. Ahora que cada vez son más escasos los lugares comunitarios donde relacionarnos gente de edades diversas es un placer llegar a casa y encontrar una cocina llena de jóvenes debatiendo. Veladas en las que por unas horas se vuelve a llenar el nido, aunque ya no sea yo la que cocina. Cuando me cuentan sus planes termino pensando que igual soy yo la que también tiene que ir pensando en cambiar de nido, igual es que a mí también me están creciendo las alas.

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