Ciencias
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Crónica
Cómo ver un rayo cósmico
“El buen gourmet” está a diez cuadras del observatorio. En una de las mesas de fuera tres empleados de una petrolera con mamelucos azules piden una milanesa con puré para cada uno. Dentro suena una radio, un locutor da las noticias: “Al señor Fernández, González dice que no libere las vacas, que mañana las pasa a buscar”. Miguel, el dueño de la cantina, marcha la orden de milanesas mientras piensa en voz alta:
- ¿Sabés qué es lo loco de estos tipos? Que vengan para acá cuando todos estamos viendo cómo hacemos para irnos.
Habla del observatorio de rayos cósmicos más grande del mundo, que está en Malargüe y se llama Pierre Auger en honor al físico francés que “descubrió” estas partículas hace un siglo. El edificio central, donado por la Universidad de Chicago, es posmoderno: una apuesta geométrica con tres prismas encimados que de forma indiscreta sabe homenajear la memoria de Euclides. Está a la entrada de la ciudad de Malargüe. Se accede por un caminito escoltado por las banderas de diecisiete países: todos los que pusieron plata para hacer posible esta estructura de dos pisos. Abajo hay una sala de conferencias, un museo y algunas oficinas. Arriba, más oficinas y un espacio central con un ventanal gigante que da a la estepa. En una de las paredes está el mapa de los detectores de superficie con lucecitas. Si están verdes, están activos. Las computadoras siempre están encendidas; siempre hay gente de guardia para verificar que no se apaguen. Por eso hay un futón de madera con un colchón de cuerina amarilla, de los que se usan en las casas de vacaciones patagónicas o en los cuartos de huéspedes porteños. Científicos de más de veinte países se han echado en ese futón mirando hacia el horizonte, donde están esos cientos de detectores de superficie, en una planicie infinita y amarilla. Cada detector es un tanque de agua con aparatos encima: son casi los únicos habitantes de estas 3.000 hectáreas despeinadas por el viento Zonda.
Malargüe está a mitad de camino entre Cuyo y la Patagonia, en la provincia de Mendoza, más cerca de Santiago de Chile que de Buenos Aires. Es una ciudad gris de 20 mil habitantes, atravesada por la Ruta nacional 40, que une de norte a sur la Argentina. El territorio tenía que ser más o menos así de extenso (once veces el tamaño de la ciudad de Buenos Aires), estar más o menos a esta altura sobre el nivel del mar (1.400 metros) y aproximadamente en estas coordenadas (35 grados de latitud sur). Es lo que buscaban en 1995 el premio nobel de Física James Cronin y su colega de la Universidad de Chicago, Alan Watson, para el proyecto cuyo nombre originalmente era “5.000 kilómetros cuadrados”.
Cronin y Watson habían visto otras planicies altas y desérticas en Australia y Sudáfrica; pero esta les gustó más para ver “todo el cielo del hemisferio sur”. Hay otro observatorio grande que tiene 800 kilómetros cuadrados y está en Estados Unidos; pero está en el hemisferio norte y solo desde el sur se puede ver el centro de la galaxia.
El científico más importante del Pierre Auger se llama Ricardo Sato. Es brasileño descendiente de japoneses, tiene 48 años pero aparenta menos. De mediana altura, pelo largo y lacio con algunas canas, lleva un barbijo gigante, buzo gris, blue jeans, unas zapatillas negras. Como la mayoría de los japoneses que llegaron a Brasil, sus padres se instalaron en Mogi das Cruzes, cerca de São Paulo. Al observatorio, Sato llegó para hacer su tesis de doctorado y nunca más se fue. Hoy es el coordinador de la cooperación científica. “El doctorado lo hice sobre un elemento que está ahí, ¿viste?, en el edificio de fluorescencia: el telescopio. Estuve trabajando en el desarrollo de la lente”, cuenta.
El conocimiento científico nunca es el ¡Eureka! de un individuo en un laboratorio. En el observatorio de rayos cósmicos Ricardo Sato y su equipo no sacan conclusiones, arman una jugada que se termina en otras latitudes. Los rayos cósmicos son un subproducto al que se arriba con cooperación y del que sale cooperación. Los rayos cósmicos son la materia prima para que científicos alrededor del mundo produzcan conocimiento. De ahí puede florecer un paper, mil papers, una convención mundial de ciencia, un gran paso para la humanidad. O nada.
- ¿Cómo empieza todo, Ricardo? ¿Cómo comienza el camino de un niño paulista que termina coordinando una cooperación científica mundial en la Cordillera de los Andes?
- Cuando me tenía que anotar en la universidad no sabía si escoger Matemática o Física; medio que tiré la moneda y salió Física. Y después...bueno.
Una vez que decidieron dónde montar el proyecto, los físicos que lo armaron necesitaban el aval del presidente Carlos Menem. Su Gobierno prometía “vuelos a Japón en una hora y media a través de la estratosfera” mientras mandaba a “lavar los platos” a los científicos y retiraba el Estado de todo lo que podía.
Todos los funcionarios argentinos que lo conocieron hablan bien del premio nobel James Cronin. Coinciden en que era un tipo humilde, “pero distraído como él solo”, según Alberto Maroto, quien en 1995 era presidente de la Comisión Nacional de Energía Atómica y uno de los que conectó al nobel con el presidente de la Nación.
El día de la primera cita, cuando Menem abrió las puertas del despacho presidencial, el físico fue directo hacia el escritorio del primer mandatario, sin saludarlo. Maroto contó que Menem no se enojó porque Cronin lo haya confundido con un sirviente. El presidente se río:
- Más bien, eso hizo que tuvieran una empatía de la gran siete. Se hicieron amigos, pero del alma. Cada vez que Cronin venía, lo iba a ver al turco, como le decían a Menem. Ese día nos sentamos y Cronin le empieza a explicar en qué consistía todo y el turco en un momento pregunta: “¿Entonces los rayos caen en todas las direcciones? ¿No?”.
Menem había entendido el efecto isotópico de los rayos cósmicos al caer en la atmósfera. Cronin le respondió sorprendido: “¡Exactamente, presidente, ese es el corazón del experimento!”. Cuando salieron, Cronin preguntó si alguien había preparado a Menem. Maroto aseguró que para nada:
- Lo que sabía Menem de los rayos a Cronin lo dejó loco. Más incluso que el decreto presidencial que el presidente le regaló en mano. Es un buen ejemplo de cómo se le vende un proyecto a un presidente de la Nación; el tipo se enamoró.
Mientras tanto el intendente de Malargüe, Celso Jaque, disputaba la sede del observatorio con el de San Rafael, el departamento con el que limita al norte. Para primerear a su par, Jaque viajó a París para encontrarse con Cronin. Mario, el guía del Museo de Historia de Malargüe, era uno de los que desconfiaba:
- Todos decíamos: “Este encontró la excusa perfecta para irse de vacaciones con su familia”, pero fue a convencer al Nobel nomás. También se tomó vacaciones, naturalmente.
Mario armó las tres salas del museo (un edificio colonial al lado de la oficina de turismo, frente al observatorio) para mostrar que todo lo que pasó por acá fue intenso: dinosaurios, volcanes, minería, petróleo, San Martín yendo a liberar Chile y Perú. Esta ciudad en medio de la nada es, también, el epicentro de todo.
Varios siglos antes del observatorio, cientos de comunidades mapuches desparramadas por esta estepa miraban el cielo y eso las constituía. “Han alcanzado una comprensión sistemática del movimiento del cosmos con características que pocas culturas comparten. Su creatividad y aguda habilidad de observación sirven como un estándar al cual los modernos astrónomos y científicos planetarios, como yo mismo, deben aspirar”, escribió el científico de la Universidad de Harvard Roger R. Fu.
Al estallar en 1810 la Revolución de Mayo, los mapuches se aliaron a los españoles y perdieron frente al ejército de San Martín. Los que quedaron, un par de décadas después, fueron víctima del genocidio de la “Campaña del Desierto”. Un teniente coronel se quedó con toda la región; fue uno de los grandes estancieros que se repartieron el territorio argentino. Con el tiempo sus descendientes se fueron desprendiendo de aquel imperio para pagar deudas. “Eran muy jugadores los Rufino Ortega, ludópatas; conozco a una señora que les apostó un chalet en una partida y se lo ganó”, dice Mario. Para él hay un sujeto político que trasciende a todos los que pasaron por acá: “los puesteros”, que son algo así como los gauchos de la región. Algunos son mapuches; otros, mestizos. Desde hace dos siglos viven ahí cuidando el ganado y los campos, sin título de propiedad alguno. A veces se los ve en la puerta del observatorio pescando Wifi gratis.
Miguel Salvadores que se encarga del mantenimiento de los detectores no deja de sorprenderse:
- A veces te cruzas con un puestero y te dice: “Los vi el otro día cargando esa antena”, y no había manera, nunca vimos a nadie ni de lejos, ni a un caballo, nada; ellos conocen cómo ir a cualquier lugar sin que haya huella en el camino y dónde esconderse para ver lo que pasa. Yo mismo de chico aprendí de ellos a moverme acá.
Los gauchos no creen en los rayos cósmicos porque no los pueden ver. Por eso algunos de ellos dicen que en el Pierre Auger tienen atrapados extraterrestres o acusan a los científicos de controlar el clima porque desde que se inauguró, en 1998, llueve menos. Sucede que estos rayos atraviesan los cuerpos humanos sin que nadie se dé cuenta. Lo hacen después de haber viajado al menos 150 millones de años luz y de pasar por 400 galaxias. No solo “llueven” desde arriba, también por los costados. Son “núcleos ordinarios despojados de sus electrones”: partículas subatómicas, más invisibles que un virus.
Al menos diez mil de esas partículas caen sobre la azotea de la Tierra en cada metro cuadrado de las capas superiores de la atmósfera. Entonces se desintegran en una cascada. Solo una vez por siglo cae una partícula de alta energía en cada kilómetro cuadrado de la superficie terrestre.
Para la gente de Pierre Auger no solo tiene que caer un rayo cósmico. Tiene que ser diferente a los que caen siempre. Los científicos buscan los eventos raros; observan la regla y estudian la excepción. Desde el momento en que los observadores ven esta anomalía, la comunidad científica empieza a preguntarse para qué sirve la nueva información: el rayo cósmico se transforma en un artefacto humano. Es la materialización del poema de José Sbarra: “Elegimos el ejemplar más exótico, nos enamoramos de su libertad y empezamos a construirle una jaula”.
El principal logro de este observatorio es haber descubierto que los rayos cósmicos son extragalácticos. Ese día amanecieron en las portadas de diarios de todo el mundo. El Diario de Galicia afirmó: “científicos gallegos descubrieron el origen de los rayos cósmicos”. El diario Los Andes de Mendoza tituló: “Científicos mendocinos descubrieron el origen de los rayos cósmicos”. Y, según el Der Spiegel de Berlín, “Científicos alemanes dieron con el origen de los rayos cósmicos”.
Lo local, luego lo demás. Solemos pensar de manera fragmentada, en adentros y afueras: nuestra casa y nuestro barrio, nuestro barrio y nuestra ciudad, nuestra ciudad y nuestro país, nuestro país y el mundo, la Tierra por un lado y el universo por el otro, nuestra galaxia y lo demás. Pero la totalidad nos cae encima, todo se nos viene abajo. Y viceversa.
Según Carl Sagan, “somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas”. Estas partículas extraenergéticas podrían ser mensajes con información encriptada sobre las auroras boreales, la expansión del universo, los agujeros negros, las supernovas y los cuásares. Los del Pierre Auger podrían ser los de la película El Código Enigma y los rayos cósmicos los telegramas que interceptan. Al igual que el equipo de Dühring en la película, el de Ricardo Sato tiene que diseñar sus propios dispositivos. Debe estar en permanente estado de invención para saber algo más.
La municipalidad de Malargüe también tuvo inventiva y abrió un planetario. Los forasteros de Malargüe siempre fueron gente yendo a esquiar o arqueólogos o petroleros; pero el observatorio de rayos cósmicos generó algo de turismo astronómico. Antes de la COVID-19, solían ir al observatorio unos cien, doscientos científicos de todo el mundo. Ya no es así, sobre todo por la pandemia. Un poco, además, porque el objetivo del observatorio se cumplió.
Algunos turistas van en busca de un planetario como el que hay a un par de cuadras. La mayoría se sorprende; algunos se decepcionan. No les parece más divertido que la super antena que instaló la Unión Europea a las afueras de la ciduad. Las reseñas de portales como Tripadvisor son tribunales en los que los turistas fiscalizan lugares del mundo. Martín dice que viajó desde Buenos Aires al Pierre Auger y reseñó: “Cuando te enterás que en el país hay un centro de estudio de rayos cósmicos, te imaginás la NASA; ni ellos saben para qué está”. Carla escribió que estuvo en marzo de 2018: “Nos encontramos con gente de Europa que venía especialmente al lugar por su importancia científica, pero sinceramente nosotros no entendimos mucho”.
Quienes atienden a los turistas son los propios científicos. En una tarde pandémica, un hombre de unos 70 años que fue con su mujer a pasear por Malargüe y aprovechó para entrar a ver qué onda, mira las láminas y le pregunta al ingeniero Nicolás:
- ¿Hacen mal los rayos cósmicos, digo, pueden dar cáncer?
- Quédense tranquilos; no son ese tipo de rayos.
- Ah, interesante.
Otra reseña de Trip Advisor concluyó lo mismo: “interesante, pero complejo”.
Quizá la responsabilidad sobre la decepción de algunos turistas las tengan los últimos eslóganes que inventaron los promotores de turismo de Malargüe: “Un lugar de otro mundo”, “Todo lo que no sabías de ti se encuentra en Malargüe”. Cuando llegan los turistas, se dan cuenta de que los rayos no se ven más que en gráficos algorítmicos; se enteran de que tienen “la fuerza de un saque de Nalbandian”, como solía decir James Cronin; pero no tienen gusto a nada, no se oyen, no se huelen, no se tocan. Los rayos cósmicos suenan divertidos pero son serios.
La diferencia de los turistas con los científicos es que estos últimos van a buscar más que a encontrar. Por eso los que vienen a Malargüe para estudiar el cielo, el infinito y más allá pueden quedarse sin presupuesto pero no sin preguntas.
En la oficina de quienes se ocupan de la logística del Pierre Auger trabajan solo mendocinos, gente que conoce el terreno. El equipo del observatorio es eso: una mezcla de gente que conoce esta tierra con otra gente que conoce el cielo.
Entre las anotaciones sobre las tareas del día para los de logística, en una pizarra que ocupa toda una pared, entre los teléfonos de emergencia y recordatorios sobre vencimientos de la factura de electricidad, hay una frase en latín: Ad astra per aspera. Es de Séneca y quiere decir “No hay camino fácil de la Tierra a las estrellas”.
DW
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