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Sobre este blog

Atención flotante es el correo mensual de nuestra columnista Alexandra Kohan que se propone formular preguntas donde solo había respuestas.

“Son lecturas posibles a partir de cosas, nimiedades que están dando vueltas en el aire y que en apariencia no tienen ninguna importancia. Detenerse y subrayar algo que no había advertido antes. Formular preguntas donde sólo hay respuestas. No tengo todo pensado”, advierte la autora.

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Notas sobre el cuerpo

Notas sobre el cuerpo

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"¿Qué cuerpo? Tenemos varios". Roland Barthes

I. Cuando hace muchos años leí por primera vez, en Roland Barthes por Roland Barthes, “el estereotipo es ese lugar del discurso donde falta el cuerpo, donde uno está seguro de que éste no está”, pensé que nunca iba a dejar de volver a esa frase. Pasa con muchas de las cosas que dice Barthes, porque son de una potencia enorme, porque nos dejan con la sensación de que el mundo se transforma en otro, de que ya no se va a poder decir otra cosa. Pero también me pasa, con Barthes, que lejos de petrificarme en una fascinación, me empuja a pensar. Volver a esa frase, cada vez, es volver a pensar lo no pensado, es volver a pensar. Cuando la leí por primera vez -no es una frase, es toda una entrada de ese libro- no estaba investigando sobre el cuerpo, pero sí sobre la lectura. Y entonces metí con fórceps, aunque no tanto, toda esa consideración de Barthes en un tema que, en apariencia, no tenía mucho que ver. Sólo en apariencia. Porque lectura y cuerpo -que junto con Eros son esos asuntos sobre los que insisto, porque insisten en mí- no pueden pensarse por separado -bueno, ahora advierto que tampoco separados de Eros-. Si hay estereotipo -“stereos quiere decir sólido”, dice Barthes- no hay cuerpo, ergo, no hay lectura, sino repetición vacua, sin cuerpo. La lectura iría, entonces, del estereotipo, de lo sólido, de lo sólido de la doxa, de la doxa del Yo, hacia el cuerpo, hacia la dilución, hacia la paradoja. En la medida en que entra el cuerpo en escena, todo lo sólido se desvanece en el aire. Y quedamos un poco en el aire, en la zozobra, en la inestabilidad. Esa zozobra es la de la caída de las referencias yoicas, esas que siempre se muestran idénticas a sí mismas. Es la entrada en el placer del texto que, como dice Barthes: “es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”.

II. El cuerpo incomoda, molesta, perturba, inquieta, no sólo a quienes lo portamos, sino a quienes pretendieron, desde siempre, pensarlo. Pensar el cuerpo también es incómodo, también inquieta. El cuerpo ha sido objeto de casi todos los discursos de la historia del pensamiento. Quizás no hayan sido sino intentos por domesticarlo, por neutralizarlo. ¿Escrutar el cuerpo para entenderlo, para soportarlo? ¿Para detener su presencia ominosa al menos un rato? ¿Escribirlo para aquietarlo?

III. El cuerpo es lo más extraño que tenemos -si es que lo tenemos-. Es nuestro y no es nuestro a la vez, es propio e impropio al mismo tiempo. A veces se nos vuelve siniestro, sobre todo en su presencia, cuando fracasa el olvido; en el dolor, en el sufrimiento, por ejemplo. Juan Ritvo sostiene que estamos constantemente pasando de ser un cuerpo pulsional a tener un cuerpo deseante: “el sujeto, según mi manera de ver, está, mientras viva, alternando entre confundirse con su cuerpo y separarse de él. El paso del ámbito pulsional al deseante supone cruzar el umbral de la angustia”. Y entonces me acuerdo de esto que subrayé en un libro de Rachel Cusk: “una casa en mitad del paisaje: refugio y prisión al mismo tiempo”. Y también, de este subrayado en un libro de Juan José Saer: “lo desconocido es una abstracción; lo conocido un desierto. Pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación”. No hay deseo sin opacidad; no hay deseo en la transparencia. Es a medias, entre. Como cuando Barthes dice: “es la intermitencia, como bien ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (...), entre dos bordes (...); es el centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición”.

IV. Si ya hay tanto escrito acerca del cuerpo, ¿para qué seguir escribiendo, pensando? Uno podría dedicar una vida entera a leer todo y ya. “Que hablen otros, ya se dijo, no tengo nada nuevo que decir.” Como si lo nuevo estuviera antes de poner en acto un decir. Pero creer que ya está todo dicho por otros -y mejor de lo que podemos decirlo nosotros- sólo conduce a la inhibición y al entumecimiento del cuerpo. Si estuviera todo dicho, no sería un cuerpo, sería un estereotipo: “la palabra repetida fuera de toda magia, de todo entusiasmo (...) palabra sin vergüenza que pretende la consistencia pero ignora su propia insistencia”. Barthes otra vez. El cuerpo no termina nunca, insiste, empuja; perturba y se resiste a dejar de llegar. Casi como lo que dice Bárbara Cassin de Ulises, que “no dejó de no volver”, incluso en su vuelta. Y se pregunta “¿Cuándo es que, por fin, uno está en su hogar?”. ¿Cuándo ese hogar/cuerpo es familiar y cuándo es extraño?

V. Si Freud hubiera creído que estaba todo dicho, entonces su descubrimiento no se habría producido. El inconsciente es eso que todavía no está dicho, hasta que se dice. Y finalmente, el inconsciente sólo está en lo que se dice. Pero, hay que decirlo, y no se puede decir sin el cuerpo. Como el deseo. “Con nuestros propios miembros hacemos el alfabeto de ese discurso que es inconsciente- y, por supuesto cada uno de nosotros lo hace según sus relaciones diversas, ya que cada uno se sirve de elementos diferentes para incorporarlo al inconsciente”, dice Lacan en el seminario dedicado al deseo -¿hay acaso algún seminario de Lacan que no esté dedicado al deseo?-. Y suena cerca de esto que escribió Virginia Cosin en Pasaje al acto: “el texto hablaba una lengua que yo no era capaz de expresar, pero que estaba guardada en esa zona incierta del cuerpo donde se licúan las palabras”.

VI. Hace poco descubrí, gracias a mi amiga Ingrid Sarchman, a David Le Breton. Le dejé un mensaje a Ingrid agradeciéndole por haberme hecho descubrir a un autor tan vital; me produjo una alegría inusitada. Me agarra un entusiasmo un poco imposible: quiero leer todo lo que escribió, sí: todo. Me gusta muchísimo, no sólo lo que dice, sus ideas, sino, sobre todo, su enunciación. Y entonces pienso que no hay una cosa sin la otra. No por lo menos para que un autor nos transmita algo que no es estrictamente su saber. Es otra cosa. Es su relación con eso que quiere saber. La enunciación dice muchísimo más y mejor que los enunciados; es en la enunciación en la que se diferencian los cuerpos: el cuerpo de aquellos que se muestran erguidos e imposibilitados de trastabillar, llenos de saber, impedidos de errar -es decir: impedidos y punto-, y el cuerpo de aquellos que se disponen a la contingencia, a la ocurrencia, a la sorpresa del decir; esos cuerpos que se mueven mientras dicen, que en lugar de exhibirse entumecidos, están ofrecidos a una erótica del pensamiento; que no tienen todo pensado, que no están copiando, ni imitando, ni reproduciendo, están pensando mientras dicen -por eso es que se pueden copiar tonos, gestos, ideas pero nunca la enunciación-. Acaso sea la enunciación la que muestra que nunca está todo dicho; que es imposible que todo esté dicho. Lo primero que leo de David Le Breton es: “pensar el cuerpo es pensar el mundo”. Y entonces pienso en Freud diciendo, en El malestar en la cultura, que: “el sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos”. Me gusta que hable de “tres lados'' , como si pudiese haber algún lado más que los que propone. Lejos de ser una apología del malestar, Freud nos regala la posibilidad de soportar que no hay deseo sin malestar. Estar vivos implica que nuestro cuerpo esté un poco inquieto, descolocado, en una relación con el mundo que no cuaja del todo. Porque la relación del deseo con el mundo, no es una relación preformateada.

VI. Por eso me gusta la práctica del psicoanálisis, porque hace lugar a ese malestar, porque aloja el sufrimiento sin estar midiéndolo, porque no dice “de esto se puede sufrir y de esto no”. Alguien sufre, se sufre. Alguien está vivo. La angustia no es de muerte, “contrariamente a lo que el psicólogo quiere hacernos creer, sino solamente angustia de vida, es decir, una angustia ante la vida, ante una vida que sería deseante”, dice Jean Allouch. La práctica del psicoanálisis me da la posibilidad de que termine, de una vez, esa pretensión de curar, ese agobio que pretende extirpar nuestro pathos constitutivo.

“Cuidar lo que no tiene cura: el cuerpo, / aunque más no sea porque todavía contiene / ese secreto que nos decíamos, de niños, al oído, / y que ningún adulto recuerda”, escribe Claudia Masin y me lleva, directamente, a esa serie de ensayos que José Luis Juresa está escribiendo acá bajo ese título tan hermoso que es “La infancia que insiste”.

VII. No está todo dicho. Son solo unas pocas notas. Unos fragmentos dispersos que escribo acá, no para detenerme, sino para seguir. Anoto algo más:

Familiar hasta que se vuelve extraño, conocido hasta que se desconoce, silencioso hasta que habla, cómodo hasta que incomoda, detenido hasta que se mueve, dormido hasta que despierta, entero hasta que se fragmenta, seguro de sí hasta que se estremece, controlado hasta que se vuelve indómito, sensato hasta que enloquece, olvidado hasta que se hace inolvidable, negado hasta que duele, melancólico hasta que ríe, anestesiado hasta que desea: propio y ajeno a la vez, el cuerpo no cesa en su insistencia de hacerse presente. Como una visita agradable a veces, pero otras como un intruso, el cuerpo se precipita entre lo soportable y lo insoportable y en ese entre escribe, en una lengua impredecible, su errancia.

AK

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