I. Aprendí a manejar de muy chica, quizás sea un rasgo de clase: había autos disponibles en la familia para aprender a manejar. Me enseñaron algunos amigos.
Me gusta la atmósfera que consigo cuando estoy sola en el auto. No es solamente que me gusta mucho manejar, sino que es una especie de estado al que llego, un estado que recién advierto una vez que salí del auto. Es cierto que el auto es una clase de cápsula perfecta: uno no se aísla absolutamente del mundo, pero sí lo suficiente como para estar en un mundo propio, una forma de abstención del mundanal ruido sin que eso implique salirse del todo. Siento que estoy en el mundo -tránsito, luces, ruidos, semáforos, calles, voy muy atenta al manejo- y, a la vez, ahí adentro se arma otro mundo. No es ensimismamiento, es una especie de distracción que me permite estar muy concentrada; escuchar ciertas cosas y desoír otras: no ensordecerme con los ruidos infernales de la ciudad y así poder escuchar esos sonidos que importan, esas ocurrencias que advienen, esas asociaciones que se precipitan involuntarias (ahora que lo escribo pienso que es parecido a la atención flotante: silenciar los ruidos para poder escuchar lo menos estridente, lo menos evidente, eso nimio que asoma perspicaz y tímido y que intenta hacerse un lugar a partir de la escucha del analista). La cuestión es que en esa atmósfera del auto está la radio. Sólo escucho radio cuando estoy en el auto. Y la escucho de esa manera no absoluta. Es así que escuché una publicidad -no me acuerdo de qué, supongamos que de colchones- cuyo slogan decía “madre hay una sola, colchones también” -pocas ideas más conservadoras que la idea de que madre hay una sola-. Fue así que decidí escribir estas notas sobre la maternidad. Fue una ocurrencia que sólo pudo suscitarse, como toda ocurrencia, en un estado de cierta distracción.
II. En las sesiones del Seminario 5 -mi preferido- dedicadas a la función de la madre, del padre y de eso que llama metáfora paterna, Lacan se detiene bastante en la noción de “otra cosa” para intentar precisar, para intentar situar que el deseo encuentra ahí su fundamento, casi que son sinónimos, el deseo es siempre deseo de Otra cosa -de paso dice que cuando esa Otra cosa se institucionaliza, empieza el aburrimiento-. Y tensiona aún más la cuestión, la lleva hacia un límite mejor: dice que esa dimensión esencial de Otra cosa no es experimentar, por ejemplo, “el deseo de ir a comerse una salchicha más que de escucharme, sino en todo caso y en lo que sea, el deseo de otra cosa como tal”. Me gusta mucho la lectura que hace Guy Le Gaufey de ese asunto cuando dice que “Otra cosa como tal” es un oxímoron -justamente por eso es tan potente-. Y además desarma esa ideología familiarista que se pone en juego en ciertas lecturas del Edipo: “el niño va a percibir más o menos súbitamente que esa madre desea otra cosa además de él. ¿Qué? Precisamente él no lo sabe” y agrega, “no nos apresuremos a llamar a esta «otra cosa» padre”. Guy Le Gaufey habla entonces de distracción materna para dar cuenta de esa opacidad de la madre que se hace necesaria para permitirle al niño “abordar el misterio particular de esa «otra cosa como tal»”. Con lo que se encuentra, entonces, es con el deseo de otra cosa. No hay deseo sin esa distracción materna. Por eso creo que los niños aprovechan -sabiéndolo sin saberlo- esa distracción de las madres -la madre como función, no el personaje- que se pone tan en evidencia en el auto cuando manejamos y nos arrojan, desde el asiento trasero, preguntas enormes, preguntas que son una patada en el pecho, preguntas que nos dejan sin aire, preguntas que evidentemente no se pueden hacer si el otro no está algo distraído. No recuerdo todas, pero sí varias de esas preguntas que me hizo mi hijo Jeremías cuando era un niño. Recuerdo especialmente dos porque tuve que estacionar para no chocar por la sorpresa que me causaron.
Acaso la maternidad sea un auto siempre a punto de chocar.
III. Los autos y las madres. Los autos y los niños. Los autos y los hombres. Los autos y las mujeres.
Mi papá contaba que un jefe de mi mamá se había enamorado tanto de ella que le había regalado un auto, un auto que mi mamá rechazó. No tengo más información que esa: el relato de mi papá que subrayaba, entiendo, la belleza descomunal de mi mamá y tal vez un poco de su narcisismo, porque él no había sido rechazado como sí lo había sido el jefe de mi mamá, ese que había intentado mostrar su poder a través de ese regalo.
Mi mamá trabajó toda su vida. Incluso cuando no lo necesitaba. Quiero decir: durante muchos años tuvo la posibilidad de que la mantuviera mi papá. Yo entendí, aunque nunca lo había explicitado, que su independencia económica le era tan necesaria como el aire que respiraba. Mi mamá no me enseñó nada, en el sentido del aleccionamiento. Nunca levantó el dedo poniéndose como ejemplo. Era una mujer sutil, discreta, elegante y mesurada, pero no por eso menos vehemente en sus gestos. Tomó decisiones enormes y lo hizo sin ninguna épica. No sobreactuó jamás. Me transmitió en acto casi todo, y por eso tuvo efectos en mí. Entre las tantas cosas que me transmitió en ese tono ahora se me vienen estas: lo fundamental que resulta la independencia económica de la mujer en un matrimonio, lo costoso que resulta mantener un matrimonio por conveniencia, también supe que lo mejor para un hijo es que los padres, aunque separados, no se tiren basura mutuamente, que usar a un hijo de botín de guerra en una separación es arruinarle una porción de vida a ese hijo, que hablar mal del padre de los hijos, ese padre que se eligió, es también hablar mal de una misma, que una cosa es el hombre del que nos separamos y otra, muy distinta, es el padre de nuestros hijos. Hay más. Hay muchas. A ella también le gustaba mucho manejar.
Cuando en abril de este año mi mamá se estaba muriendo, leí esto de Amy Fusselman, incluido en Idiófono (Chai Editora). Y fue en ese instante que recordé, de nuevo, esa anécdota que contaba mi papá:
Hubo una época en que yo era chica y mi madre era enorme.
Hubo una época en que yo era diminuta y mi madre era
enorme y horrible y estaba llena de luz.
Hubo una época en que se formaban fiestas en torno a mi madre y se depositaban cajas satinadas a sus pies y las ventanas se abrían y se cerraban para ella y los ratones correteaban a su alrededor.
Hubo una época en que las varas de los trombones se
deslizaban en éxtasis caprichoso cuando mi madre caminaba
por la calle.
Ahora mi madre es frágil.
Ahora mi madre se está achicando.
Ahora mi madre está en la cama y no puede dormir.
Es tan increíblemente fácil que un mundo se convierta en otro.
IV. El ideal de la realización de la mujer vía la maternidad parece, en algunos casos, seguir vigente aunque –es obvio- no del mismo modo en que lo estaba en décadas anteriores. Como resistencia a ese imperativo que persiste, en los últimos años, se han escrito una cantidad de ficciones y ensayos tendientes a desacralizar la maternidad. Hoy está “permitido” –aunque en algunos casos se hace obligatorio y no deja de ser también una impostura- mostrar el lado oscuro de la maternidad. La pregunta que se me ocurre es si esa mostración constante del lado oscuro no sería otro modo de su sacralización, otro modo de erigir una especie de épica de la maternidad. Resistirse al imperio y a la naturalización de la maternidad, a la esencialización de la mujer como madre, corre el riesgo, si no revisamos esa forma de la resistencia, de reformular un nuevo estereotipo, una nueva esencialización.
Publicado en Argentina por editorial Gorla, Maternidad y libertad (2019), de Francesca Izzo, retoma el debate acerca de cómo recuperar la posibilidad de decirle sí a la maternidad a partir del movimiento italiano Se no ora quando-Libere! Izzo señala muy bien el riesgo de salirse del pensamiento más tradicional y conservador que “resaltó el rol de la maternidad concibiéndolo como un deber” por la posición “liberal y progresista” que lleva a la maternidad al “status de un derecho, enfatizando el valor de la libertad individual y la elección”. Si ya no es un destino natural para las mujeres, la pregunta que se impone es ¿de qué modo pensar la compleja relación entre la maternidad, la feminidad y las elecciones? Porque el asunto es no arriesgarlo todo a que el poder de elección “sea absorbido y normalizado por el ejercicio de la libertad como dominio sobre el cuerpo […]”, tal como nos advierte Izzo. “Mientras que en un tiempo ser mujer y ser madre eran equivalentes, ahora se presentan justamente distintas y separadas, e incluso más: la maternidad hoy tiende a ser entendida como algo de lo que liberarse, y no como algo liberador”, sigue Izzo. Me gusta la pregunta que formuló alguna vez Florencia Angilletta: “¿De qué se liberan las mujeres cuando se liberan?”. Y también me gusta su forma honesta, lúcida, incómoda y no sin riesgos de abordar un asunto tan difícil como la maternidad. Lo hace habitualmente. Escribió, entre otros, Todo sobre mi madre, y el reciente y conmovedor El día de las que no fueron madres, en este mismo diario.
V. De la enorme cantidad de poemas en los que se escribe algo sobre la maternidad elijo estos pocos versos: los de Ocean Vuong -a los que llegué gracias a Carmen Güiraldes-, y los de Denise León.
Algún día amaré a Ocean Vuong
Ocean, no tengas miedo.
El final del camino está tan adelante
que ya lo dejamos atrás.
No te preocupes. Tu padre sólo es tu padre
hasta que alguno de los dos lo olvide. Así como tu columna
no recordará sus alas
sin importar cuántas veces
se doblen tus rodillas. Ocean,
¿me escuchas?
La parte más hermosa
de tu cuerpo es dondequiera
que caiga la sombra de tu madre.
(el poema sigue)
Lengua Materna
No más mundo
Sólo
la amalgama
de piedras.
Hablo con palabras
que me remolcan
que ella remolca:
ya no vivo allí.
¿Quién decide?
En pleno cielo,
más que
una presencia,
ella es un ritmo
que me invade
todavía.
Y me dejo convencer
por el rumor
de su pensamiento esquivo.
VI. Cuando era niña, cada vez que entraba al cuarto de mis padres, leía o hacía que me leyeran un cartel que había escrito mi hermano mayor (muy mayor: me lleva once años): “Madre hay una sola. Padres, a patadas”. Poco importa si la frase era de su autoría o del acervo de la cultura popular, lo cierto es que, para mí, siempre funcionó como un dicho de mi hermano. El cartel estaba pegado sobre una puerta que definía, claramente, el territorio de mi madre. Funcionaba como una inscripción en el potente frontispicio materno. Leí (¿leí?) cientos de veces ese cartel que me atraía especialmente. No podía dejar de leerlo. Lo leía sin comprenderlo, claro. Diría más: el hecho de no comprenderlo hacía que no pudiera dejar de leerlo. Quizás el signo de la lectura fuera la misma incomprensión. La frase era, además, comentada entre risas por los adultos (todos los otros), esas risas que festejan una ocurrencia infantil o, quizás, las risas nerviosas frente a una verdad dicha a medias, risas como testimonio de que allí se trataba de algo serio. Risas a las que yo, aun sin entender, me sumaba como modo de incluirme en la escena familiar. Esos padres, ese plural, ese “a patadas”, eran la cifra de la verdad de la novela familiar de mi hermano, autor, para mí, de la frase. De mi hermano y de su madre que asentía y consentía, que sancionaba como verdadera esa frase mostrando orgullosa la creación de su primogénito varón, mostrándosela, sobre todo, a mi padre. No puedo dejar de pensar que esa risa, la mía –un poco angustiosa-, aquella que por ser forzada no era compartida, me permitió quedar un poco afuera de la parroquia y de la parodia familiar. Casi como en una escena que relata Elias Canetti en La lengua absuelta: una noche, de niño, estaban todos, la familia y mucha otra gente, esperando que un cometa cayera sobre la tierra: “era una creencia generalizada en la ciudad” [un mito, una doxa] que llegó a contagiar a sus padres, que eran muy cultos. Del recuerdo de esa noche dice: “la espera se prolongó bastante […] y todos permanecían apretados, unos junto a otros. No veo entre ellos ni a mi padre ni a mi madre, no veo por separado a ninguno de los que regían mi vida. Solo veo a todos juntos, y si después no hubiera utilizado con tanta frecuencia el término, diría que los veo como masa: una masa paralizada por la expectación”. Aquella risa que resultó, après coup, la mía, es la que pudo disolver la masa paralizada y paralizante de la expectación familiar; fue la que me permitió ser afectada de otro modo por esa novela familiar y haber hecho, de esa madre y de ese padre, otra madre y otro padre para mí. ¿Cómo puedo saberlo? Porque cada vez que en la actualidad quiero decir madre hay una sola. Padres a patadas, me equivoco, la invierto y comienzo diciendo “padre hay uno solo”. Ahí irrumpe la risa, cada vez, como muestra de una identificación familiar disuelta.
AK
0