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Sobre este blog

Pulpa es un suplemento de ficción semanal editado por El Cuaderno Azul que publica textos breves y potentes, directo de nuevas voces para lectores hambrientos. Recibimos textos de manera abierta, a través de este link. 

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Muñecas

La Isla de las muñecas

Floriencia Blumy

24 de mayo de 2025 00:01 h

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Supe al instante que no iba a poder volver a vivir en esta casa.

Todas las noches miro el celular por horas, recorriendo video tras video en un intento de quedarme despierta el mayor tiempo posible. Después de un rato y ya con los ojos irritados, desisto y apago la luz. Casi al instante escucho la puerta moverse, cierro los ojos intentando evitar ver una vez más sus dedos largos, finos y pálidos, asomándose en la densa oscuridad, apoyados sobre la madera pesada e hinchada de la puerta. Sé, incluso con los ojos cerrados, que una sonrisa enmarca a su rostro regordete que parece fusionarse sin línea alguna con el cuero cabelludo, adornado apenas con mechones sueltos de pelo blanco quemado.

Todavía puedo escuchar la voz de la abuela.

Saludala que es tu tía, nena. Dale.

Cada semana cuando pisaba esta casa, me atormentaban con esa frase. A mí la tía me ponía nerviosa, mis papás me habían explicado que estaba muy enferma y que su enfermedad no tenía cura pero yo no la veía enferma. Era distinta al resto de los adultos que me rodeaban, eso seguro. A veces se parecía más a mi hermana mayor: ambas se ponían como locas cuando llegaba la hora de la novela pero como la tía era más grande, contaba con la ventaja de un cuarto propio y podía encerrarse a ver la tele por horas. También se parecía bastante a mí, antes del incidente: tenía su cuarto lleno de juguetes, muñecas en realidad. Montones de muñecas. Pero lo raro era que nunca jugaba con ellas. Las mantenía cerca, les hablaba y absolutamente todas tenían nombre.

Pero yo veía en sus ojos algo distinto, eran oscuros, tan oscuros que apenas se distinguía la pupila. Me forzaba a sonreírle, en parte porque sabía que mi abuela la quería muchísimo y mi deber era quererla, pero en el fondo, todavía guardaba esperanzas de caerle bien, quizás si sonreía lo suficiente, lograría convencerla y podríamos jugar un rato juntas. Entonces, en cada visita, cruzaba el comedor, me adentraba en el pasillo que parecía alargarse mientras me acercaba al cuarto y el ambiente se volvía frío, cruzaba el espejo ovalado y ennegrecido que apenas miraba de reojo, rápido. Las persianas estaban bajas. El cuarto, sólo iluminado por el brillo de la tele que devolvía alguna imagen en blanco y negro de una novela vieja.

— Hola, tía, ¿Cómo estás?

Ella sonreía acostada en su cama, rodeada por centenares de muñecas de diferentes tamaños y texturas. Algunas con rostros de porcelana y pestañas delineadas, otras rellenas de algodón y adornadas con pelucas rubias que intercambiaba entre ellas los días que decidía no vestirlas en su propia cabeza casi sin pelo.

La tía me arrastraba hacia ella en cada visita, obligándome a abrazarla mientras se agarraba a mi ropa con fuerza. Apoyaba su cabeza en mi pecho, mientras acariciaba los quistes de grasa que adornaban su cráneo. Ella decidía cuánto duraba nuestro abrazo.

Sonreía, me miraba y preguntaba si le había llevado una muñeca nueva. Siempre se equivocaba y usaba el nombre de mi hermana. Sólo se equivocaba conmigo, cuando mi hermana la saludaba tenía una memoria perfecta. Era evidente que se decepcionaba al verme, quizás porque yo nunca le traía nada. O quizás porque, a pesar de que los años habían pasado y nunca se habló en voz alta del incidente, tanto ella como yo lo recordábamos.

El incidente sucedió unos años atrás. En ese momento, creía que la tía vivía en un paraíso.

Yo nunca tuve más de cinco muñecas, todos mis juguetes eran viejos: barbies de segunda mano peladas en la nuca y con una cortina de pelo peinada hacia atrás, seguramente comprados en plena crisis en algún supermercado chino o quizás heredados de mi hermana mayor. En cambio, ella tenía infinidad de juguetes, niñas de plástico maquilladas, correctamente ordenadas, sonrientes con sus accesorios: valijas de enfermeras, bolsos y carteras, peluches de mascotas entre sus zapatos con tacos de plástico. No me dejaba tocarlas, decía que las podía manchar, romper, que no sabía apreciarlas. Pero yo las quería tanto como ella.

Así que ese día lo intenté, aproveché que mi abuela dormía la siesta y mientras que la tía estaba con sus amigas de la Iglesia, me metí en su cuarto. 

La tele encendida iluminaba el cuarto en tonos de gris, brillando también en los rostros de las muñecas. Imaginé que debían estar felices de que, al fin, alguien jugara con ellas. Agarré una barbie de pelo rubio platinado, tenía un vestido celeste y su plástico limpio, completamente distinto a la goma amarronada de mis muñecas. Era perfecta.

Jugué lo que me parecieron horas, recorrí el cuarto y armé una casita usando a las muñecas más altas y entrelazando sus peinados para formar un techo. Como llovía afuera, imaginé que tenía que protegerlas, tiré un vaso de gaseosa y contenta comprobé que el líquido se quedaba en el techo improvisado, sin tocar a la barbie que tomaba el té, refugiada del temporal, le abría la puerta a otra muñeca, vestida de policía. La barbie policía buscaba un refugio en pleno temporal para poder seguir con su deber cuando la luvia parase, la invité a pasar y tomaron juntas un té en pequeñas tacitas de porcelana miniatura.

El calor del hogar inventado las invitó a quitarse sus abrigos, quedándose con vestidos pegados al cuerpo. Barbie anfitriona quiso retirar las tazas de té y sus manos se entrelazaron. Se miraron un segundo y se besaron, mientras les sacaba los vestidos ambas manoseaban sus cuerpos de tetas grandes y rozaban sus piernas articuladas, buscándose desesperadas.

No escuché la puerta abrirse.

La tía me encontró sonriendo y vi como sus ojos negros se apagaban. Su cara se congeló en un grito. Con los ojos desencajados, me amenazó:

—O soltás las muñecas o vas a ver —. Ella no podía darme ordenes, no era quien. No trabajaba ni tenía hijos, no era un adulto. Tampoco era justo que no me deje jugar, me dio bronca y agarré bien fuerte a las barbies desnudas. 

—No hice nada mal. Estoy jugando. 

Miró las barbies desnudas y, gritando, me agarró del pelo, tirándome con tanta fuerza que se me soltaban las lágrimas.

—Pendeja de mierda. SOLTALAS. Depravada, subversiva, mala, FORRA—. Me empujó, golpeándome contra el armario. Me abracé a la barbie celeste. Estaba segura que el problema era el juego que lo jugué mil veces con las cinco barbies en mi casa pero nunca me agarraron, siempre llegué a esconderlas, las vestí a tiempo. De repente, solo sentía vergüenza, quería correr pero me había acorralado, sentí un líquido caliente recorriendo mis piernas.

—¿Te measte encima? ¡Roñosa! —sentí sus manos contra mi cuello, lo apretó, empujándome contra la pared. Quise respirar y de mi garganta solo salía un sonido ronco. Sentí los labios hinchándose, la cara caliente —Pediles perdón, pendeja de mierda.

Intenté hablar, pero solo sentía el aire quemando en mi garganta, se me llenaron los ojos de lágrimas que caían al piso mezclándose con la coca cola de la lluvia inventada y los restos de pis.

La miré a los ojos y no dije nada. Me daba tanta bronca, era tan injusto, ella no se merecía tantas muñecas, su cuerpo enorme me rodeaba, debería haberle pedido permiso pero no quería pedirle perdón. La habitación se sumió en un silencio sólo interrumpido por el sonido ronco del aire intentando llegar y sus ojos llenos de ira. Empecé a sentirme mareada y sus ojos negros empezaron a desvanecerse.

Sentí pasos a lo lejos desde el pasillo, vi sus ojos abrirse con miedo mientras su mano me soltaba y me caí al piso mientras que el aire pasaba de nuevo a mis pulmones, abriéndose paso como navajas acuchillándome la garganta. 

La abuela apareció unos segundos después.

 —¿Qué pasó, nena? No le grités así a la criatura.

Aproveché mi segundo de libertad y corrí al cuarto principal, el cuarto de la abuela. La escuché ofrecerle un vaso de gaseosa que la tía tomó en silencio.

Después de limpiar la habitación, me avisó que no iba a poder ir en unos días hasta que le acomoden la medicación. Me pidió que me bañe y me prestó una bombacha inmensa suya para reemplazar mi bombacha meada. Mi abuela usaba unos pañuelos de seda de colores preciosos, me pasó uno y, mientras pedía que me vinieran a buscar, me avisó que tenía que usarlo al menos una semana, por las marcas.

 A mis viejos no les dije nada.

Tampoco aparecí por la casa en meses. Después del incidente, intenté alejarme de todo lo que me recordaba a ella. No pude volver a jugar con mis muñecas, le pedí a mi viejo que las donara y él me dio su palabra.

Volví a verla tres meses después, en el día del niño, sonreí cuando mi viejo me avisó que era mi turno de saludarla, crucé el pasillo y la abracé, ella ya no se acordaba de mi nombre, me llamó por el de mi hermana. Tratando de aguantar su abrazo en el ambiente encerrado de ese cuarto sin ventilación vi a mis muñecas donadas. No dije nada, ni a ella ni a mi viejo.

Mis padres se habían separado unos meses atrás, mi mamá había viajado con un amigo por trabajo pero no volvió, de vez en cuando mandaba postales que ahora firmaba de a dos “Con amor, Amanda y Rober”. Mi padre la puteaba todas las noches, se quejaba de lo caras que éramos, de lo bueno que era él por quedarse, tomaba vino y nadie se animaba a hablar. Las cosas ahora eran así: cenábamos arroces saborizados de sobres verdes y una vez por semana íbamos a almorzar con la abuela. Él pasaba primero, abrazaba rápido a su hermana y le prometía sacarla a pasear en su coche, cerraba la puerta y nos tocaba saludar. 

Pasaron los años y repetí los pasos tal y como me habían enseñado. El pasillo, el espejo, el cuarto y el abrazo forzado. Mi papá nunca la sacó a pasear. Una noche se lo pregunté y tuve que faltar dos días al colegio por la marca de su mano en mi mejilla. No pregunté más. 

Recorrer el pasillo, ignorar el espejo, abrir la puerta, sonreír, saludar.

Nunca le llevé una muñeca nueva.

Las canicas oscuras de sus ojos me miraban con tristeza. Ahora ocultaba su maldad entre cócteles de pastillas. Pero yo no le creía. En su locura, lo único que la mantenía mansa era su amor por la abuela: la única capaz de calmarla en sus ataques, de pedirle perdón a los vecinos cuando por las madrugadas, cuando la tía los insultaba por la ventana que daba al pulmón del edificio. Lo primero que iba a hacer el día que la abuela ya no esté, era encerrarla en un loquero, me encantaba imaginarla drogada en una camilla, en un cuarto blanco, iluminado, sin muñecas. Ella lo sabía y la abuela era cada vez más grande, cada vez más frágil pero como mi tía siempre ganaba, murió primero.

Pasó un sábado a la noche. Murió en su cama, ahogada con su propio vomito después de cenar. Cuando llegué, ya había un patrullero en la puerta, bloqueando la bicisenda de la calle

Alsina. Subí al departamento y me encontré a mi hermana sobornando a una policía que insistía en detener a la abuela, alegando con voz tranquila que se trataba de una muerte dudosa, la tía no estaba enferma y aparentemente, morirse en casa es todo un tema. Otro tipo de trámite nos explicó la cana. En el hospital es fácil, viene el médico de guardia, firma el acta de defunción y ya está. Pero como murió en la casa, es otro tema. Otro tema insistía mientras que hablaba acerca de llevarse a la abuela a declarar.

Fue la primera vez que la vi a la abuela llorar. No podía moverse, no se defendía, murmuraba el nombre de su hija en lugar de poner orden, de levantarse y retarnos a todos, incluso a la policía. No pude reaccionar, me quedé callada mientras mi hermana explicaba que tenía casi noventa años y que había cuidado a mi tía toda la vida. De la discusión escuché poco y no duró demasiado. No pasó mucho tiempo hasta entender que sólo se encontraban razones en efectivo: comprar un certificado médico en Microcentro cuesta unos cientos de miles de pesos. La policía, contenta, nos anunció que quedaba entre nosotros, que los pibes de la comisaría se hacían cargo.

Me paré al lado del espejo y pude ver todo. La habían envuelto en sábanas, intentaron levantarla pero no podían. Así que la arrastraron. En la entrada del departamento

quisieron empujarla hacia el ascensor pero era viejo, de esos con rejas de hierro por las que sobresalían las piernas inflamadas y blancas, sin arrugas. Mi tía no tenía arrugas. Tuvieron que bajarla por las escaleras, asegurando las sábanas con bolsas de consorcio.

—Es por si algo se derrama, piba. Mejor no mirés que vas a tener pesadillas.

Observé como la arrastraban por las escaleras caracol, uno la agarraba de las piernas y el otro de lo que parecían ser los brazos. Los perdí en la curva del primer piso, pero pude escuchar el golpe seco del cuerpo contra los escalones durante los pisos siguientes. Ningún vecino salió de su departamento, los imaginé pegados a la mirilla viendo a la tía camuflada entre plástico negro y sábanas floreadas recorriendo por última vez las escaleras del edificio. Imaginé que se persignaban con cada golpe seco pero no se alejaban de la mirilla. Hilda, la vecina del segundo, sacaría fotos que luego compartiría “rezamos por tu alma, Irma querida” publicaría en sus estados de Whatsapp.

Cuando la escena terminó, mi hermana se llevó a la abuela unos días a su casa, para distraerla. Antes de irse, me apuntó con su dedo “a mi vuelta necesito el cuarto vacío, nena, ni un rastro”.

Esa noche no dormí. Tenía que limpiar el cuarto de las muñecas. Observé desde la puerta las muñecas rodeando la cama sin sábanas. No pensaba hacer esto sobria. Bajé a comprar bolsas de consorcio y dos vinos. Me encontré con una noche común y corriente, caminé unas cuadras hasta el supermercado, mirando desorientada las luces de Av. Corrientes, gente bien vestida yendo al teatro, haciendo filas en pizzerías.

Un empleado sacaba basura a la puerta, la deja caer con un golpe seco y recordé el cuerpo de la tía bajando por las escaleras. Corrí la mirada de las luces de la avenida y entré a comprar.

Cuando llegué al departamento, escuché el teléfono fijo. Sonó dos veces y no llegué a atender. Corté, pero volvió a sonar. Esta vez esperé, es la señal: suena una, dos veces y corta. Suena de nuevo y es un familiar. Nuestro código familiar para no atender extraños.

Respondí y escuché la voz de una amiga de mi tía. Me preguntaba entre llantos qué había pasado. Había visto los patrulleros y la bolsa mortuoria improvisada de la policía desde el balcón de enfrente. Cuando logré callarla y cortar, me enojé con mi tía por enseñarle la señal a cualquiera. Llamó un par de veces más y desconecté el teléfono.

Organicé con un pucho en la mano a sus muñecas favoritas. En frente, decorando el espejo estaban las más altas: median un metro. Todas limpias, peinadas y bien vestidas. Todas bien cuidadas, menos una. La barbie del vestido celeste tenía el cuerpo quemado con marcas de pucho, parecía que le habían arrancado el pelo, el vestido hecho jirones apenas le tapaba el cuerpo de plástico. Después de tantos años de silencio la vieja de mierda nunca se olvidó.  

A todas por igual las metí en bolsas, me habían recomendado una ONG que buscaba juguetes usados para donarlos. Arreglé para que pasaran a la mañana siguiente, cuanto antes mejor. Casi amanecía cuando terminé: 43 bolsas de consorcio con bebotes, pelucas y muñecos. Antes de cerrar cada bolsa, tomé un trago de vino, brindando, coroné la noche dejando un rastro de ceniza en cada bolsa. A la barbie deshecha me la guardé.

Después de su muerte, algo se rompió en la abuela. No supe si era porque se sentía sola o porque quizás, había dejado ir a su hija, que además de cuidados le exigía entereza. Una entereza a la que ella le supo dar forma con autoridad, frialdad y cuidado extremo. Pero lo cierto es que empezó a confiar en mí. Nos hicimos íntimas.

Mi madre no había vuelto a aparecer, ni siquiera con postales y mi padre rehízo su vida en otra familia así que un poco molestaba en esa nueva dinámica familiar, la nueva mujer de mi padre me miraba como si ocupara demasiado espacio y para mí fue insoportable, nadie notó mi ausencia cuando me vine a vivir a la casa (o quizás festejaron mi ausencia porque era evidente que mi presencia era incómoda en esta nueva dinámica de recién casados, la realidad es que nadie me reclamó). 

Cuando me mudé a esta casa, la única condición fue dormir con mi abuela en su cuarto: no fue necesario inventar excusas, quedaba claro que el cuarto al final del pasillo estaba clausurado, había pasado de cuarto de huéspedes a ambiente clausurado, repleto de cosas que nadie quería terminar de guardar ni mucho menos tirar. La pesada puerta de madera solo se abría para guardar ropa, cajas con libros o boletas de servicios que la abuela se empecinaba en guardar. El resto del día, el cuarto se cerraba y nosotras nos dedicábamos a tomar mate en el balcón. 

Nunca me lo dijo, pero ambas sabíamos que era un reemplazo perfecto a las tardes con la tía, una versión mejorada incluso, mucho mejor para charlar. Me dedicaba a cebarle mates mientras ella recortaba pedazos de una cheesecake carísima que vendían en la panadería de la esquina y las untaba en galletitas de agua (para que duren más, decía).

Yo la escuchaba contar historias lejanas de una Irma joven, brillante que corriendo el año 1981 estudiaba en Sociales y no faltaba nunca. Cursaba en la semana varias materias y dedicaba los fines de semana a estudiar. La hija perfecta, recordaba mi abuela. Perfecta hasta que un día de semana llegó más tarde. Se repitió cada semana y al poco tiempo se sumó los sábados, se empezaba a ausentar, siempre tenía un plan con alguna amiga que nunca había mencionado y de la que nunca comentaba mucho más. Estaba distinta, conversaba de temas de los que no se hablaban y de los que no se tenían que hablar, mencionaba a La Doctrina de Perón, un libro completamente prohibido que mi abuela, cuando empezó la dictadura, no dudó en quemar. La tía estaba militando en plena dictadura militad. La abuela no era boluda, se dio cuenta. Contaba que vivía asustada, habitaba la casa con terror, contando las horas hasta la vuelta de su hija. Sonreía cada vez que se cruzaba con un vecino, cuando le preguntaban por mi tía, ella inventaba excusas: estaba en la iglesia, rezando porque la guerrilla termine, los vecinos aceptaban y todos fingían estar tranquilos. Alguno que otro dudaba. La tía, con su pelo largo y teñido, con sus preguntas constantes sobre los vecinos que ya no estaban, era cuestión de tiempo.

Me contó acerca de la noche en la que un Falcón se estacionó en la puerta y escuchó gritos en el departamento de al lado. Respiró aliviada, era al lado. Sintió culpa y apagó sus pensamientos subiendo el volumen de la radio hasta que los ruidos se callaron y su cabeza también. Al día siguiente ningún vecino lo mencionó, unos días después alguien incluso comentó que los del 3ro A seguro estaban de vacaciones, por eso nadie los había cruzado. No los vieron más, tampoco los mencionaron. Todos, excepto la tía.

Entre mates saborizados con cedrón, jengibre y cáscaras de limón, me contó también sobre el único y último novio de la tía.

Cursaban juntos en la facultad y parecía bueno pero era un hippie, un subversivo que preguntaba demasiado, Presidente del Centro de Estudiantes, al que mi tía no tardó en sumarse y empezar a militar. Se pelearon noches enteras pero mi abuela no la podía controlar, ella terminaba enojándose y saliendo, a cualquier hora y con toque de queda. Mi abuela lloraba en la puerta, esperando que vuelva al amanecer. Solía dormirse ahí mismo, con una almohada y frazadas en el pasillo de entrada, despertando con el girar de la llave que avisaba que todo estaba bien. Fue en octubre del 81 cuando supo que algo estaba mal, Irma ese miércoles no volvió, habían peleado porque al día siguiente había una marcha: querían arancelar las facultades y la tía estaba empecinada en atarse a la facultad si era necesario, la abuela no logro obligarla a quedarse, no hubo caso. 

Se enteró de la represión por la radio, decían que habían silenciado grupos terroristas en el centro, subversivos que amenazaban con tomar el control, festejaban que El Orden había vencido y ella entendió que no iba a volver y salió a recorrer comisarias.  Acompañada por otras madres, rezó cientos de rosarios, no durmió dos noches, caminó hasta que los pies se le llenaron de ampollas. 

Recién el lunes la largaron, cuatro días después. Cuando volvió estaba desorientada, no tenía ropa interior y se tapaba apenas con una camisa hecha jirones. Apareció en la puerta y la abuela la metió rápido, tratando de ocultarla de los vecinos que curiosos, se acercaban a las mirillas de sus puertas. La desnudó y limpió su cuerpo violáceo con una esponja en la bañera, la secó y peinó con cremas, rodeó cada rizo en bucleras cilíndricas de plástico, la vistió con un camisón celeste y amplio. La tía no volvió a ser la misma.

Del novio no se supo más nada, no salió. Ella dejó la facultad y la abuela se alegró un poco, pensaba que podía retomar cuando todo se calme todo. 

Pero recién empezaba el infierno, la tía hablaba cada vez menos, se sentaba en el balcón y chupaba el mate, comía las galletitas de agua untadas en queso crema con un hambre voraz, apenas masticando. A las semanas rompió un espejo en el baño después de bañarse y la abuela la encontró llorando, desnuda y con las manos ensangrentadas. Gritaba tanto que solo la pudo calmar con un clonazepam disuelto en gaseosa, que la obligó a tomar, asegurándole que se iba a sentir mejor. Cuando la tía pudo hablar, contó que había visto a alguien más en el reflejo: un tipo alto, flaco y sonriente que la llamaba por su nombre.

A partir de ese momento empezaron las consultas médicas y los diagnósticos: histeria, esquizofrenia, trauma, mal de amor.

Ataques hubo varios más, cada uno peor que el anterior, con cada ataque, Irma se perdía, en su lugar quedaba esa mujer que comía atragantándose y se arrancaba el pelo. De los ataques no me quiso contar más y yo no pregunté, mi abuela siempre supo más, si ella no quería que supiera, por algo será.

En cambio, hablé de cosas alegres, cociné, hice compras.

Abría las ventanas con la intención de ventilar, pero solo entraba el olor de la cebolla rehogada con carne picada de la cocina del piso de arriba, a veces mezclada con el olor a cigarrillo de la hija adolescente del 1ro B. Me daba bronca, que injusto era que la abuela tuviera que sentir el olor desagradable de los vecinos impregnado en el departamento, más de una vez les grité que cierren las ventanas, que no fumen más, hijos de puta. Una noche no aguanté más y golpeé una y otra vez las persianas, gritando. Mi abuela tenía una paciencia infinita, aparecía con un vasito de coca cola (un pequeño lujo, un mimo tal vez) y después de tomarlo, la abrazaba y mis músculos se distendían, con el cuerpo pesado me dormía, a veces en nuestra cama y a veces, en el cuarto de huéspedes.

Sus amigas llamaban por teléfono y pedían hablar con la tía, de vez en cuando se reían, otras lloraban. Nunca aceptaban que Irma no estaba más, “hay que buscarla, tiene que aparecer” decían. No había caso, no entendían su muerte e insistían con que en realidad, estaba desaparecida. Pasaron los meses y me cansé, atendí y fingí ser ella, se pusieron tan contentas.

Hablamos por horas, me contaron que habían conseguido muñecas de rizos rubios, nuevas, divinas. Insistieron en traerlas y les dijer que no se podía, a la abuela no le causaba gracia. 

Esas señoras están perdidas, nena. No les des bola, no sabés como pueden reaccionar.

Tenía razón, la abuela siempre tenía razón. Podía parecer dura pero había que hacer caso. A veces las cosas son difíciles de entender pero aprendí que si ella te cuida, está todo bien. Hay que hacerle caso. No atendí más el teléfono, lo desconecté y quedó así hasta hoy, incluso aunque la abuela ya no está.

Murió unos días atrás, vino la policía y todo. Parece que se descompensó en la lotería, me hubiese gustado estar con ella pero las cosas son así. Un vecino le avisó a la policía y tuve que reconocerla. No armé velorio ni entierro, creo que nadie me lo pidió y yo solo quería quedarme acá, armándome los rizos con los ruleros. No sé si me llamaron o no, el teléfono sigue desconectado.

Mi rutina no cambió mucho desde su muerte. Sigo haciendo las compras y limpiando. Empecé a pensar mucho en la tía. En esta casa es imposible no pensar en ella, está en todas partes, creo que ahora la entiendo más. Paso el tiempo en su cuarto, recordando sus muñecas, quizás no las debería haber donado, la casa se siente vacía sin ellas. Tomo mate sola, con galletitas de agua pero sin cheesecake en el balcón. Hace unos días dejé de caminar rápido por el pasillo y hoy miré el espejo. Había una sombra al lado mío, seguramente eran los hongos, el descuido. Pero hubiese jurado que había un tipo alto y flaco que me miraba y se reía de mí. Por las dudas, a la noche pasé corriendo, me encerré en el cuarto. Lo escucho reírse y ahora sé que existe, que no me imaginé nada, Siento que no puedo moverme, estando sola en una casa tan grande, me va a ver. Sería distinto si viviese con más gente. Al menos de plástico, gente de plástico. Conecto el teléfono de línea y espero que suene, quizás alguna de mis amigas me puede traer al menos una muñeca que me haga compañía mañana.

Quizás, si lleno de muñecas la casa, las sombras del espejo no me encuentren.

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