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2 DE FEBRERO DE 1536

Primera fundación de Buenos Aires, un viaje a la historia por las calles de La Boca

Buenos Aires poco después de su fundación el 2 de febrero de 1536.

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Palos, Américo Vespucio, Magallanes, Pinzón: uno de los encantos de ir a La Boca, además de las chapas coloridas y las veredas en desnivel, es que varias de las calles del barrio evocan los primerísimos tiempos de la conquista del Nuevo Mundo. Mientras el resto de la ciudad celebra por lo general la vida nacional de los últimos siglos con sus militares, sus batallas y sus provincias, en La Boca se homenajea una época previa (y más entretenida) hecha de puertos, aventureros y cosmógrafos. Es como si la zona reconociera su principio en un momento en el que todavía se estaba descubriendo el mundo, y que es ignorado por los otros barrios de Buenos Aires. ¿De dónde viene esta diferencia?  

En los primeros días de junio de 1580 los hombres de Garay llegaron a ese borde del reino y desmalezaron un breve trecho de la barranca pampeana: ahí estaría  la Plaza Mayor. Hacia la esquina del noroeste clavaron una cruz para que despuntase la fe: con el tiempo construirían la Iglesia Mayor. El lado del río, que todavía estaba ahí nomás, lo reservaron para un fuerte. El otro, el de la llanura, para el cabildo. Después, con los chajás y teruteros rasgando de fondo el silencio americano, trazaron a regla y cordel (un cordel que traían de España especialmente para eso) lo que pronto serían los terrenos y las calles. Seguían las famosas ordenanzas de 1573 que indicaban cómo fundar ciudades: “dejando tanto compás abierto, que aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda siempre proseguir y dilatar en la misma forma”.

El tiempo pasó, los chajás y teruteros se alejaron y Buenos Aires prosiguió y se dilató en una medida inconcebible para la horda fundadora, pero lo hizo manteniendo siempre el perfil delineado por Garay: la Plaza Mayor apenas perdió la erre, la cruz se convirtió en catedral, el río se alejó un poco, el fuerte le dejó su lugar a la Casa Rosada y el cabildo sigue en su lugar como una mínima divisa de la vida colonial. Esto significa que el epicentro de la ciudad de hoy es el que había previsto Garay; de esa piedra angular salen hacia el oeste, el norte y el sur el manojo de calles paralelas y perpendiculares que el fundador bocetara en un pergamino de cuero: en su momento fueron equívocas huellas en la tierra y hoy llevan los nombres de militares, de batallas y de provincias. Por esa continuidad es que la estatua del fundador se yergue inmortal ahí donde empezó todo, en la plazoleta que está al lado de la Casa Rosada. 

Pero en Buenos Aires tenemos otra estatua, y para un “fundador” anterior, veinte cuadras al sur de la de Garay. 

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En los primeros días de febrero de 1536, varias décadas antes de la llegada de Garay, otros españoles anduvieron por el Río de la Plata. No estaban trazando calles sino descubriendo América, es decir buscando plata y oro. Y llegaron a ese río porque querían remontarlo y encontrar, justamente, la parte de la plata: buscaban el país del Rey Blanco que se escondía en el corazón de América. O sea, Potosí. Y pensaban ir hasta ese lugar subiendo por un río que se llamaba así porque al parecer nacía cerca de aquella mítica Sierra de la Plata. 

Había otro camino para llegar a ese tesoro, pero era muy arduo. Primero había que navegar desde España hasta Panamá. Después cruzar a caballo hasta lo que los conquistadores llamaban Mar del Sur y que hoy conocemos como Océano Pacífico. Ahí había que tomar un barco que llegaba hasta Lima y después otro que iba a Arica. Y desde Arica se iba en mula, por un camino que nunca era llano, hasta el lugar del que manaba la plata.

Era un viaje lento y lleno de peligros. Por eso Pedro de Mendoza decidió alistar una flota y probar algo distinto: su idea era cruzar el mar pero en vez de enfilar rumbo a Panamá iba a encarar hacia el sur y costear el continente hasta llegar a la desembocadura del río con nombre refulgente. Bastaba, creía Mendoza, con remontar ese río, ¡ese único río!, para hacerse inmensamente rico. Nadie sabía dónde nacía verdaderamente esa corriente de agua que en los hechos era tan marrón y tan poco refulgente, pero Pedro de Mendoza se aventuró.

Antes de subir por ese río e internarse en América, aquellos hombres levantaron una fortificación, humilde y provisoria, de las que se construían para guarecerse durante las expediciones. Fue cerca de donde habían dejado las naves de su expedición: en la boca de un humilde curso de agua que en poco tiempo pasó a ser conocido como el Riachuelo de los Navíos. Mendoza tenía a su disposición el inmenso estuario del Río de la Plata pero eligió ese paraje porque era excelente como puerto. El cronista Ruy Díaz de Guzmán escribió: “la Divina Providencia proveyó de un riachuelo (…) tan acomodado y seguro que metidos dentro de él los navíos, no siendo muy grandes, pueden estar sin amarrar con tanta seguridad como si estuvieran en una caja”.

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Algunos de los hombres de Mendoza se quedaron en la fortaleza y otros empezaron a subir por el Río de la Plata buscando al Rey Blanco. Cada día presentían que estaban en la víspera de su mágico coronamiento, pero siempre encontraban más de lo mismo: ríos y canto de pájaros.

Considerando que la comarca del metal no aparecía, Mendoza decidió volver a España con algunos de sus hombres. Estaba enfermo y su estado ya era lamentable; a los que se quedaban les dejó la siguiente instrucción por escrito: “y si Dios os diere alguna joya o piedra, no dejéis de enviármela”. Moriría en alta mar.

Los que se quedaron siguieron explorando las aguas de la región con la idea de adentrarse en el continente y ver a dónde llegaban con su hazañas y delitos. Cada tanto una nueva tribu se dejaba ver en la orilla, y empezaron a notar que los indios eran cada vez más amigables. Así fue como dieron con una bahía donde una nación de guaraníes los recibió. Ese río era de aguas dulces y nombre más dulce aún: se llamaba Paraguay. Decidieron quedarse aunque no hubiera oro ni plata: lo hicieron un año y medio después de estacionar en el Riachuelo, en 1537, en el Día de La Asunción.

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Toda esta aventura, tanto más cercana a los fragores del primer descubrimiento que a una labor posterior y propiamente fundadora, se ofrece al transeúnte que pasa por el monumento a Pedro de Mendoza que está en el Parque Lezama: ahí, del lado de la calle Brasil, hay una inscripción que dice “El sueño de la Sierra de la Plata” y al lado se ve a un conquistador acariciando una montaña. Se trata del único momento verdadero del homenaje a Mendoza y (me doy cuenta de esto después de pensar durante años en ese monumento) basta para desmentir la supuesta primera fundación: nadie funda una ciudad en el Río de la Plata cuando sueña con un tesoro andino. Eso, la “primera” Buenos Aires, fue apenas una base para las conquistas futuras. Y fue tan precaria que ni siquiera se sabe con certeza en qué parte de La Boca estuvo. Algunos estudiosos afirman que fue en la orilla misma del Riachuelo, donde hoy está justamente la avenida Pedro de Mendoza. Otros sostienen que esos suelos anegadizos eran inhabitables y sugieren que fue en lo alto de la barranca del Parque Lezama, donde se emplazó el monumento. Todos presentaron sus argumentos menos Paul Groussac, cuya hipótesis no los necesitó. Llevado por el hechizo sin igual de la Vuelta de Rocha, Groussac, que fue un historiador rigurosísimo, afirmaba que el poblado tiene que haber estado en ese lugar “por la presunción que la sola vista de dicho punto sugiere” (Mendoza y Garay, Tomo I, página 191). 

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Y es por eso que algunas calles de La Boca tienen nombres que aluden a una época previa a la ciudad misma: la boca de ese riachuelo, todo con minúscula, se descubrió antes de que empezara Buenos Aires. Y por eso aluden también a un ámbito mucho más grande que el propiamente argentino: el ámbito heroico de la edad de la navegación, cuando todavía se estaba conociendo América como un todo y cuando los puertos y los aventureros (Palos, Américo Vespucio, Magallanes, Pinzón) protagonizaban la historia. A esas calles es que va a morir, arropado por los apellidos de sus discípulos, el Paseo Colón.

(Quizá la sensación de descubrimiento que se tiene al ir a La Boca, esa pátina de novedosa maravilla que flota sobre las calles del barrio, sea un regalo que aquellos primeros conquistadores nos dejaron).

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Una nota final: en la parte trasera del monumento, la que da al parque, se lee una nómina de los principales adláteres de Mendoza. Séanos ejemplo Juan de Ayolas: este nombre, que tan poco dice a los argentinos, es en cambio célebre en Paraguay. Ayolas fue el primer conquistador que, por orden de Mendoza, se internó en las tierras guaraníes: se internó tanto que desapareció. Su selvático destino aparece en una línea de la Argentina de Del Barco Centenera, que narra en verso la conquista del Río de la Plata: “A Juan de Ayolas hubo despachado / don Pedro el río arriba”.

Por eso, si hoy las calles de La Boca reflejan alguna historia nacional, esa historia es la paraguaya y no la argentina. Ayolas casi no existe en Buenos Aires: son apenas ochenta metros de asfalto desparejo y veteado. Los vecinos la ignoran aunque hace esquina con la principal arteria del barrio, y los carteles turísticos que orientan a los visitantes no consignan su nombre. En Asunción, en cambio, la calle Ayolas es larga y bordea la sede de aquel gobierno nacional.

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