El mundo de ayer
El mundo de la seguridad
Criados en forma silenciosa, estricta y calma,
de un golpe se nos arroja al mundo.
Nos envuelven miles de olas,
todo nos atrae, varias cosas nos gustan,
otras nos fastidian, y de hora en hora
oscila el leve e inquieto sentimiento.
Sentimos, y lo que sentimos
se lo lleva la abigarrada turba del mundo.
Goethe
Si trato de dar con una fórmula práctica que defina la época en que crecí, previa a la Primera Guerra Mundial, confío en que lo más conciso será decir que fue la era de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca, casi milenaria, parecía tener cimientos duraderos, y el propio Estado parecía el garante máximo de esa estabilidad. Los derechos que concedía a sus ciudadanos estaban respaldados por el Parlamento, una representación libremente elegida por el pueblo, y cada deber estaba delimitado con exactitud. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su inmutabilidad. Cada uno sabía cuánto tenía y cuánto le correspondía, qué estaba permitido y qué estaba prohibido. Todo tenía su norma, su medida y peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente cuánto ganaría con los intereses anuales; el funcionario y el oficial, por su parte, veían confiadamente en el calendario el año en que obtendrían un ascenso o la jubilación. Cada familia tenía un presupuesto, sabía cuánto podía gastar en casa y comida, en vacaciones estivales y en vida social, además de reservar cuidadosamente y sin falta una pequeña suma para imprevistos, enfermedades y médicos. Quien poseía una vivienda la consideraba un hogar seguro para hijos y nietos; propiedades y negocios se heredaban de generación en generación; mientras un lactante aún estaba en la cuna, ya le depositaban un primer óbolo en la alcancía o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña “reserva” para el futuro. En ese vasto imperio, todo ocupaba su lugar fijo e inamovible, y por encima estaba el anciano emperador; aunque si este se moría, se sabía –o se pensaba– que vendría otro y nada cambiaría en ese orden tan bien calculado. Nadie creía en guerras, revoluciones o levantamientos. Todo lo radical, todo lo violento parecía ya imposible en la era de la razón.
Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseada de millones de personas, el común ideal de vida. Solo gracias a esa seguridad valía la pena vivir, y círculos cada vez más amplios anhelaban participar de ese preciado bien. Primero solo los adinerados disfrutaban de ese privilegio, pero progresivamente las grandes masas se fueron abriendo paso hacia él; el siglo de la seguridad se volvió la edad de oro de las aseguradoras. Se aseguraba la casa contra incendios y robos, el campo contra granizos y tempestades, el cuerpo contra accidentes y enfermedades; se suscribían rentas vitalicias para la vejez y en la cuna de las niñas se depositaba una póliza para la futura dote. Al cabo, se organizaron incluso los trabajadores y consiguieron salario estable y seguro social. El servicio doméstico ahorraba para un seguro previsional y pagaba por adelantado y en cuotas su propio entierro. Solo quien podía mirar el porvenir sin preocupaciones gozaba el presente con buena predisposición.
En esta conmovedora confianza en poder empalizar la vida hasta el último resquicio y contra cualquier irrupción del destino, se escondía una enorme y peligrosa altanería, pese a toda la solidez y la modestia de ese concepto de la vida. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba honradamente convencido de ir por el camino recto e infalible hacia el “mejor de los mundos”. Se miraba con desprecio a las épocas previas, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un momento en que la humanidad aún era menor de edad y no suficientemente ilustrada. Ahora, en cambio, solo era cuestión de décadas hasta erradicar definitivamente los últimos resabios de maldad y violencia, y esta fe en el “progreso” ininterrumpido e imparable tenía para esa época la fuerza de una religión; se creía más en el “progreso” que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros cotidianos de la ciencia y la técnica. De hecho, a fines de ese pacífico siglo se hizo más visible, más rápido y más diverso el avance generalizado. En las calles nocturnas, resplandecían las lámparas eléctricas en vez de las luces opacas, los comercios céntricos extendían su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, la gente ya podía hablar entre sí a distancia gracias al teléfono, ya se desplazaba en coches sin caballo a nuevas velocidades, ya se remontaba por el aire cumpliendo el sueño de Ícaro. El confort salía de las casas aristocráticas y entraba en las casas burguesas, ya no había que sacar el agua de pozos o fuentes ni encender trabajosamente el fuego en las cocinas, la higiene se expandía, la suciedad desaparecía. Desde que el deporte aceraba sus cuerpos, las personas se fueron volviendo más bellas, más fuertes, más sanas; por las calles se vieron cada vez menos lisiados, enfermos de bocio, mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso. También en lo social hubo avances: año tras año se le concedían nuevos derechos al individuo, la justicia procedía con mayor lenidad y humanidad, e incluso el problema por excelencia, la pobreza de las masas, dejó de parecer insuperable. Se les concedió el derecho a votar a círculos cada vez más amplios, y con este, la posibilidad de defender sus intereses legalmente; sociólogos y profesores competían para hacer más sana –y hasta más feliz– la vida del proletariado… ¿Sorprende que este siglo se regodeara de sus logros y sintiera que cada década terminada era un peldaño hacia otra mejor? Se creía tan poco en recaídas en la barbarie, tales como guerras entre los pueblos de Europa, como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban tenazmente penetrados por la confianza en la fuerza infalible y vinculante de la tolerancia y la conciliación. Honradamente pensaban que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones religiosas se irían fusionando en lo común a la criatura humana, y así la paz y la seguridad, esos bienes supremos, serían dispensadas a toda la humanidad.
A los hombres de hoy, que hace mucho hemos excluido de nuestro vocabulario la palabra “seguridad” como si fuera un fantasma, poco nos cuesta reírnos de la ilusión optimista de esa generación enceguecida por el idealismo, para la que el progreso técnico de la humanidad necesariamente había de derivar en un avance moral igual de rápido. Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos más ante algún brote de bestialidad colectiva, nosotros, que cada nuevo día esperamos una vileza mayor que la de ayer, somos sustancialmente más escépticos con respecto a una educación moral del ser humano. Tuvimos que darle la razón a Freud cuando vio en nuestra cultura, en nuestra civilización, apenas una capa que en cualquier instante puede ser perforada por las fuerzas destructoras del inframundo; paulatinamente tuvimos que acostumbrarnos a vivir sin suelo bajo nuestros pies, sin derecho, sin libertad, sin seguridad. Por el bien de nuestra propia existencia, hace mucho que renegamos de la religión de nuestros padres, de su fe en un avance veloz y duradero de la humanidad; a los que aprendimos con crueldad, nos parece banal ese optimismo precipitado de cara a una catástrofe que de un solo golpe nos retrotrajo mil años en términos de esfuerzos humanitarios. Pero aunque eso a lo que nuestros padres sirvieron haya sido solo una ilusión, fue una ilusión noble y maravillosa, más humana y fructífera que las consignas de hoy. Y una parte mía, misteriosamente, no puede desprenderse por completo de ella, pese a todo mi saber y todo mi desencanto. Lo que alguien ha tomado del aire de la época y lo ha incorporado a su sangre en su infancia no se deja segregar. Y pese a todo lo que resuena en mis oídos a diario, pese a todo lo que yo mismo e incontables compañeros de destino hemos padecido en humillaciones y pruebas, no soy capaz de renegar por completo de aquella fe de mi juventud en que, pese a todo eso, algún día volveremos a levantarnos. Aun desde el abismo de horror en el que hoy andamos a tientas, medio ciegos y con el alma turbada, rota, miro una y otra vez hacia lo alto, hacia esas viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia, y me consuelo con la heredada confianza en que esta recaída algún día parecerá solo un mero intervalo en el eterno ritmo de la marcha incesante.
Hoy, cuando la gran tempestad hace tiempo que lo destruyó, sabemos definitivamente que ese mundo de la seguridad fue un castillo de naipes. Y, sin embargo, mis padres vivieron en él como en una casa de piedra. En su cálida y plácida existencia, no irrumpieron jamás, ni una sola vez, una tormenta o una corriente de aire; claro que poseían una protección especial contra el viento: eran gente adinerada, que se había ido enriqueciendo de a poco hasta llegar a ser muy rica, y en aquellos tiempos eso acolchaba fiablemente paredes y ventanas. Su forma de vida me parece tan típica de la denominada “buena burguesía judía”, que le diera tantos valores esenciales a la cultura vienesa y que recibió como agradecimiento la total extinción, que con este informe sobre su existencia sosegada y discreta en realidad narro algo impersonal: así como mis padres, vivieron en ese siglo de valores asegurados diez mil o veinte mil familias en Viena. La familia de mi padre provenía de Moravia. Allí, las comunidades judías vivían en diminutas aldeas rurales, plenamente de acuerdo con el campesinado y la pequeña burguesía; de ahí que carecieran por completo de cualquier desánimo y, por otro lado, de la impaciencia ágilmente impulsiva de los judíos galitzianos, los del Este. Robustos, fortalecidos por la vida rural, iban por su camino en el campo tan seguros y tranquilos como los campesinos en su propia patria. Emancipados tempranamente de la ortodoxia religiosa, eran apasionados seguidores de la religión del momento, el “progreso”, y en la era política del liberalismo llegaron a colocar a los diputados más reconocidos en el Parlamento.
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