Qué leer en el Mes del Orgullo
El niño en el espejo
La habitación se llenaba de esa luz dorada que solo tienen los días de verano. Yo estaba tirado sobre la alfombra azul, debajo de un techo de papel de estrellas que brillaban cuando se ponía todo oscuro. Disfrutaba los últimos días de vacaciones antes de comenzar de nuevo el jardín de infantes. Iba a empezar salita de 4 años y ya tenía un par de amigos y amigas. Nos llevábamos muy bien. A esa edad la diferencia entre nenas y nenes no se hace notar tanto. Éramos iguales. O así lo sentía. En mi casa tenía libertad para jugar a lo que quería. Mi papá y mi mamá siempre me la dieron porque entendían que los juguetes van más allá de todo, pero tenía más cosas con las que supuestamente debería jugar una nena.
El piso de alfombra era suave y no tenía ganas de levantarme, pero me llamaron porque era hora de cambiarse. Teníamos que ir a una reunión, un cumpleaños o alguna de esas cosas que hacen los adultos. Me levanté y mi mamá me puso un vestido rojo con pliegues blancos. El rojo era mi color favorito y a simple vista me veía lindo así. Me miré en el espejo y me puse a dar vueltas porque me encantaba cómo el movimiento hacía volar los pliegues. Paré de girar y me quedé mirando unos instantes mi reflejo. La ropa me quedaba bien, aunque había algo que me resultaba muy incómodo, tenía ganas de sacármelo. No entendía por qué me sentía así. Lo único que sabía era que quería ponerme un pantalón y vestirme igual que mi mejor amigo Tomi, del jardín. Me parecía raro tener que vestirme como Lucía, su hermana melliza. Con Tomi sentía que teníamos mucho en común, tanto que yo me consideraba un par de él, uno más. Y él también me veía así, algo que no me pasaba con mis amigas.
—No quiero usar vestido —le insistí a mi mamá—, no me gusta.
—Pero ¿por qué? Te queda lindo.
—No sé, no me gustan, no quiero usarlos más.—Son cómodos, todas tus amigas usan vestido —me decía para hacerme sentir bien e intentar convencerme—, son frescos para el verano, ¿te parece feo? Podemos ponerte otro.
—Es lindo, pero no sé… Me gustan más los pantalones como los que usan los otros nenes, quiero usar eso.
Después de insistirles a mis padres, entendieron que eso no iba a funcionar y me respetaron como pudieron. Casi no usé vestidos, a menos que fuera un evento muy importante. A veces debía ceder, como si hubiéramos firmado un acuerdo tácito, e ir como iba todo el mundo, como tenía que vestirse una nena.
Lo peor, igual, era el color. Todo era rosa: la ropa y los juguetes. Tanto que empecé a odiarlo. Como si ser nena fuera ser rosa. Me harté al punto que no quise usarlo más.
Con 3 años, yo no estaba pensando en el vestido en sí, ni en el rosa, ni siquiera me importaba. Había algo que había aprendido viendo televisión, en el jardín, en la calle, en todos lados: que los hombres y las mujeres se veían diferentes, de determinada manera, de determinados colores. Si yo me veía a mí mismo como uno de ellos, ¿por qué mis colores y ropa eran como los de ellas? Según lo que había aprendido, un vestido era de mujer. Entonces, si las mujeres usaban vestidos y yo era un nene, ¿por qué tenía que usarlos? ¿Por qué me confundían con una chica?
La Revolución
Cada vez que llegaba a casa de la escuela me sentaba en mi sillita baja de madera rosa frente a la tele y tomaba leche chocolatada. Ese día las maestras nos habían dicho que para el acto del 25 de Mayo había que vestirse de “damas antiguas y criollos”. Nos mostraron la ropa que teníamos que usar y a mí me había tocado ponerme la ropa colonial que usaban las nenas. De nuevo un vestido, que encima era horrible. Mi pequeño mundo apenas naciente se derrumbaba otra vez. No quería estar enfrente de tanta gente vestido así. No quería que me vieran con eso puesto, porque iban a confundirme de nuevo con las nenas.
—Quiero ponerme la ropa que van a usar los otros chicos —le dije a mi mamá mientras tomaba la leche y miraba los dibujitos.
—No se puede, hay que usarlo. Es un rato nada más.—No, no. No quiero usar ese vestido. Es feo, me quiero disfrazar como los chicos.
—Pero no lo decido yo, eso es lo que dicen desde el jardín. Es así.
—Entonces, no voy a ir al acto. —Fruncí el entrecejo y me crucé de brazos.
—Pero tus otras amigas van a ir así, ¿no querés estar como ellas?
—No me gusta, me da vergüenza. No. —Solté la taza y me puse a llorar.
—Bueno, no te preocupes, algo vamos a hacer —me dijo mientras me abrazaba.
El colegio era uno católico, bastante conservador, ubicado en el centro del barrio de Palermo. Iba a ser imposible convencerlos de que usara la ropa “de los nenes”. Mi mamá ya no sabía qué hacer y tampoco entendía por qué odiaba tanto los vestidos. Lo mío parecía más un capricho que otra cosa. Las maestras también intentaron convencerme y claro que no pudieron, yo estaba decidido. Lloré más, hice todo lo que pude para evitar que me hicieran hacer algo que no quería. No entendía por qué me querían obligar, ni por qué estaban tan obsesionadas con que me pusiera un vestido, yo solo quería usar la ropa como los otros chicos. ¿Por qué era tan difícil que lo entendieran?
Era chiquito, pero no tonto, y me había dado cuenta de que estaba pasando algo raro. ¿Nadie notaba quién era en realidad? Porque para mí era obvio quién era yo, aunque la percepción de los demás no parecía ser la misma. Al resto de los nenes no le hacían pasar por lo mismo que a mí. Quizás debía preguntarle a Tomi cómo había hecho para que la gente se diera cuenta de que era un nene, aunque él nunca me había dicho nada sobre esto, ni le importaba. Era la gente grande la que me molestaba. Por eso, rechazar esa ropa era mi pequeña revolución contra esos adultos que no me dejaban usar lo que quería. Y no era el disfraz, no era actuar, no era la timidez, ni siquiera era el vestido en sí: era que no me dejaban ser.
Llegó el día del acto de la Revolución de Mayo. Unos días antes se había ensayado para el festejo: había baile, tortas fritas y chocolate caliente. Yo, por supuesto, me había rehusado a participar. Ni siquiera pensaba ir, pero me convencieron para que fuera a ver a mis compañeritos. Detrás del escenario, las nenas estaban poniéndose los vestidos y los nenes, los pantalones y las camisas de época. Y yo estaba ahí, solo, con unos pantalones gastados azules, una campera roja gigante que me doblaba en tamaño y unas botas de lluvia. Estaba tan enojado que fue lo único que acepté ponerme. Ni siquiera quería verme bien. Todos subieron al escenario para comenzar el acto y las maestras me insistieron para que acompañara al resto de los chicos y las chicas. Una escena bizarra y hermosa a la vez: todos con ropa colonial y yo, con mi campera impermeable gigante y las botas que me llegaban casi por arriba de las rodillas. Sobresalía. Era el único diferente en medio de todos ellos. Bailamos, nos reímos; no tenía problema en actuar, tampoco vergüenza. Era solo un nene que quería sentirse cómodo consigo mismo.
Cada día que pasaba, la diferencia entre nenes y nenas se hacía más grande. Y así, cada día me sentía más fuera de esos dos mundos. El nudo en mi pecho se iba ajustando lentamente, ahogando mi sentir de a poco. Si bien yo me veía como los otros nenes, también sabía que había algo que hacía que los demás no me vieran así. Solo no entendía qué era ni por qué. Aunque, la verdad, tampoco lo analizaba demasiado. Era un chico que jugaba con sus amigos, miraba dibujitos, amaba los videojuegos y disfrutaba su infancia. Hasta ese entonces, de la manera que podía, estaba siendo yo. En los 90 casi nadie hablaba de personas trans, menos de infancias trans y menos todavía en un ambiente católico. Era como si mi realidad no existiera. Por eso no había lugar para las palabras y solo se podía demostrar con acciones, como con la ropa, o expresándose de alguna manera mediante los colores o juguetes. Rechazar el vestido y tenerle desprecio al rosa fue mi modo de intentar existir en un mundo que parecía no entenderme y, por eso, cada vez que tenía que usarlos sufría. Era un castigo porque intentaban hacerme creer que era una nena todo el tiempo y yo, con 4 años, ya sabía que era un nene.
Después del acto, Tomi se me acercó cuando bajamos del escenario. Me preguntó por qué había ido así vestido, se rio de mí sin darle mucha importancia y me dijo si quería ir a la casa. Era rubio, con los dientes de leche saltones y de River, como yo. Le dije que sí y me fui con él y su hermana a jugar. Sin saberlo, empezaba un camino lleno de obstáculos. Ese día había podido verme como quería y eso era lo único que importaba. A veces se trata de eso: una victoria por día. Al fin y al cabo, la felicidad es un momento.
ON
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