Todas las noches escribo algo
Desde la carne de Buenos Aires
Si nuestra tarea de porteños consiste en destrozar día a día, sin mucha pena y sin mucha pasión, la poca dignidad que aún le queda a Buenos Aires, Desde esta Carne será una fea acusación. Desde la ciudad de Arlt, esa ciudad de fantasmas, de barro, hecha de río y pampa; pero de barro endurecido por el sol, opaco de hastío y soledad, aplastado por argentinos cuyo último refugio es la locura, ese barro de piedra que en vano nuestro sentimentalismo y nuestra generosidad tratan de ablandar. Desde esa ciudad, decíamos, hasta la de Fernando hay una diferencia importantísima.
Aquella no es más que una caldera inmensa, un infierno donde hemos hundido todo y donde nos tiramos nosotros también. Es la sucia faena de la destrucción hecha a escondidas, hecha por proscriptos cuya única solidaridad radica en la lujuria de negarse en todo momento, en el voraz consumo del presente, en la muerte del pasado en el futuro. En ese éxtasis único, ese orgasmo estirado hasta el infinito; olvido del olvido, vértigo, fiebre y burla. La mente en blanco, solo la sangre caliente, palpitante, a flor de piel. En fin, la fiesta eterna, sin regreso, sin sueño, sin mañana.
La ciudad de Fernando no es más que nuestra ciudad, desesperante a fuerza de vulgar, viviendo más dentro de nosotros que nosotros en ella. Monstruosa en lo cotidiano, inolvidable, indestructible.
Los personajes revelan la ciudad minuto a minuto: juegan al póker en un café de Paseo Colón y San Juan, la prostituta se cita con su amante en el “Richmond” de Florida, uno de los rateros inicia sus correrías en el pasaje Danel, cerca de Garay y 24 de Noviembre. Decir todo esto podrá parecer estúpido y desde luego la novela no tiene asegurada su bondad porque el autor se haya limitado a enunciar el repertorio de las calles porteñas y de dos o tres lugares conocidos. Pero, sin embargo, es necesario repetirlo y más aún, es una triste necesidad. Triste es que nuestro público esté un poco asombrado todavía de que haya escritores que se ocupen de Buenos Aires o de cualquiera de las provincias. No hemos llegado todavía en la novela ni siquiera a la fase del regionalismo.
La técnica utilizada en Desde esta Carne es impecable. El estrangulamiento del tiempo en las pocas horas de una noche, el aniquilamiento sucesivo de la realidad sujeto-objeto, el juego de prestidigitación hecho con el futuro y el pasado, que como telones se alzan y bajan ante nosotros, se interponen, se excluyen, sugieren lo que vendrá, aclaran lo sucedido; las comillas, paréntesis, corchetes y bastardilla. Algunos críticos han descubierto influencias de Faulkner, un extranjero; no es ninguna recriminación, desde luego. Fernando usa además el monólogo interior, influencia de Schnitzler o de Joyce. En suma, todas las influencias al servicio de Buenos Aires, o de otro modo, el viejo sueño de las formas europeas y el contenido argentino. Filiaciones, retorno a los maestros consagrados, marcar etapas y descubrir grupos cifrados, es la gran tentación de los críticos, intimidados por la grotesca producción de nuestros autores: folkloristas o kafkianos, saineteros cabríos o poetas castrados. Uniformar, despersonalizar, volver a las viejas palabras, es el mejor medio de organizar el caos, de fundar un determinismo basado en un azar que lo apoye y lo sustente. La literatura agoniza por exceso de críticos.
Víctor absorbe la realidad circundante y la devuelve objetivo, es decir, verdadera y probable. Este procedimiento, el que más conviene a la literatura contemporánea, constituye el mejor esfuerzo de Fernando. Pola, la pequera asesina y prostituta, que traiciona para aguantarse, desesperada de sí misma, condenada a llevar al extremo su excepcional tarea de burladora. Nuestra amada prostituta, que no encuentra mejor forma de odiar a los hombres que entregándose a ellos. Pola carga sobre sus hombros su culpa y la de todas las prostitutas argentinas. Mujeres que tanto hubieran podido hacerse monjas o ladronas, pero que prefieren convertirse en chivos expiatorios de hombres que creen que fornicar es una humillación, que manosean por necesidad y hacen el amor entre lamentos. Pola, la incógnita, la mujer que luego de París, la Riviera, el Mediterráneo vuelve a Buenos Aires, acuciada por el odio a la ciudad, ese odio erótico, impostergable; esa comunión sexual entre la víctima y la ciudad maldita.
La desnudez de Víctor, su despojo moral, es una trampa. Lo desesperante para su complejo de culpa es que el castigo no acaba de llegar: es un castigo siempre postergado. La ciudad es una cárcel donde todos somos libres. Los argentinos somos criminales que claman por un verdugo. Heridas abiertas que buscan cuchillos. Rodeado de irresponsables, Víctor no logra su irresponsabilidad. Aquellos no tienen derecho a censurársela. Burladores burlados, están siempre más allá de todo. Destrozado en medio de destrozados, Víctor cree salvarse de la abyección por la lucidez. Consecuente consigo mismo hasta el final no aceptará otro juicio que el suyo. Si se ha adjudicado la licencia del pecado se adjudicará también la pena. Esa culpa vaga, puramente mental, ese sueño de sufrimiento que nunca es demasiado; murmullos de falta y acusación son inaguantables. Peores que la peor tortura física. Elegido distinto tendrá que serlo hasta el extremo. Un asesino preso ya no es un asesino; es un olvidado. Ya no destruye, ya no está en conflicto. Si escapa no es para gozar la libertad sino para sentir de nuevo a sus espaldas la jauría legal y el miedo de la ciudad.
Solo la prestidigitación del tiempo, ese desfile de bambalinas que son el recuerdo, el sonambulismo, los elementos inconsistentes, esos fuegos artificiales, puede justificar la traición literaria de Fernando. Su técnica, repetimos, es impecable, como un mar en postal o como las descripciones paisajistas de Hugo Wast. La traición literaria de Fernando es el estetismo y el psicologismo.
El mismo de las pasiones, la esencialidad de lo sentimental, los sentimientos innatos, la refinación del parasitismo no son sino las caras mentirosas de nuestro estetismo. Este ha sido el procedimiento literario usado por nuestra burguesía intelectual, cuando se inclinaba a descubrir al pueblo que se movía a sus pies. Esteta es el bagaje del intelectual que viaja al suburbio y describe lo pintoresco, lo turístico, las gracias que el pueblo adquiere de la tierra. Esos sentimientos que no se han pedido, que son dones y a los que hay que dejarlos mostrarse, soltarlos poco a poco, aligerarlos. Ellos aniquilan las ideas, bien dispuestos, impregnan cálidamente la sangre. Están lejos del cerebro, frío, oculto entre los huesos, siempre manifiesto en esa dulce presión que es el pensar; una idea se adquiere, hay que moverse, ir a buscarla, limpiarla de hojarasca; pero las pasiones acompañan, están en la piel, laten en los pulsos, suenan en el corazón. Esta escisión, este Ser pasional es el mayor triunfo del estetismo. Sus personajes son complejos químicos, seres que actúan según las oscuras leyes del amor, el sexo y el odio. El dogma, desde luego, es la Belleza. La realidad no falta pero es la bella realidad. Es una realidad de lujo, refinada, adornada, cargada de afeites. La mística de la apariencia. Los autores indican, informan, comentan y todo el mundo se divierte. Es la venganza del vencido. Rehuído el acople con la realidad no queda sino el culto de la estética.
A esta exquisita filosofía de la negación rinde tributo Fernando. El Ancho Camino y Cara o Seca no son sino la imperfecta resurrección de las taras más notorias de nuestra novela: prostitutas reprimidas por el amor, porteños vitalistas, burguesitas mártires, la divina pureza de la infancia, adolescentes frescos, vírgenes, deliciosos y corruptibles, muchachas violadas por viejos libidinosos, etc. En Desde esta Carne su arte es mucho más penetrante, aunque se repiten algunas constantes (el tema de la infancia, por ejemplo, tratado en las tres novelas con el más craso formalismo). Pero Fernando emerge del tembladeral de su obra anterior. Su progreso es rápido. El Pino de Navidad, con su alegoría sexual, es un cuento maestro.
Nuestra tarea de escritores debe abarcar la totalidad sintéticamente. Nuestras obras deben asustar, crear dolores de cabeza, preocupar, ponerlo todo en cuestión. Es, por supuesto, una literatura del escándalo. Una literatura de suicidas para suicidas. Podríamos decir, que la nuestra tiene que ser una literatura homeopática, es decir, que cure los males con los males mismos. Y debemos hacerla con todo rigor, inflexiblemente, sin pedir ni dar tregua ya que no tenemos otra manera de amar a nuestro público y este es nuestra única esperanza. En una sociedad donde la confusión es el mayor respaldo del orden establecido sólo cabe una literatura que destruya construyendo. De nada sirve concederle la libertad artística al escritor si su público sigue sojuzgado. El escritor debe decirlo todo a un público que lo pueda hacer todo. Pero para ello necesitamos estar en el asunto, enterrados hasta el cuello, saboreando el cáliz infinitamente amargo de nuestra ciudad y de nosotros mismos.
En revista Las ciento y una, N° 1 (Buenos Aires, junio de 1953)
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